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III Lo público y lo doméstico en la gobernanza liberal: condiciones de la representación y la exclusión de las mujeres en el Trienio

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Raquel Medina Plana

Profesora Titular de Historia del Derecho Universidad Complutense de Madrid

El primer constitucionalismo español ha sido y sigue siendo objeto de un debate historiográfico siempre en tensión en el que laten comprensiones de la historia en el difícil equilibrio entre su facultad para explicar el presente y para servir de base a programas legitimadores. La primera cita de este trabajo en un libro con tanta presencia portuguesa debe recordar a António Manuel Hespanha, que con tanta claridad expuso esa tensión, alertándonos, en especial a los historiadores del derecho, de la permanencia de esquemas evolutivos en nuestra comprensión del pasado:

“En la historia hay discontinuidad y ruptura, y esta idea es bastante compartida por los historiadores. Pero los juristas (y los historiadores del derecho) tienden a creer que el derecho constituye una antigua tradición agregativa, en la que las nuevas soluciones nacen del perfeccionamiento de las más antiguas”1.

Se trata de un debate en el que, por lo tanto, se expresan visiones alternativas sobre la continuidad o discontinuidad del proyecto constitucional y que, en el caso del constitucionalismo y su contraparte la nación, están relacionadas con nada menos que sentimientos; con algunos de los sentimientos más fuertes, de hecho, como los de identidad y pertenencia, aquellos que nos llevan a calificar de “nuestro” un proyecto, una historia2.

Se ha cumplido el bicentenario del Trienio, un periodo que, por su aislamiento entre dos etapas absolutistas, y definido fundamentalmente como etapa de vigencia de la Constitución del 12, resulta especialmente dúctil a ese ejercicio experimental en el que las “épocas históricas” aparecen como “fases” o, más aún, como bancos de pruebas de unos textos, en una historia eminentemente concebida como campo de operaciones de planteamientos doctrinales3. Siendo el Trienio el paradigma de la “fase” perfecta, su historia se convierte irremisiblemente en la historia de un fracaso, al igual que en paralelo se construye y afianza un mito: el mito originario de Cádiz.

En este bicentenario del Trienio se cumplen también 20 años de la lectura de mi tesis, titulada Soberanía, monarquía y representación en las Cortes del Trienio. Lo que quiero exponer aquí parte de una reflexión que la relectura de ese texto me ha provocado. Consciente entonces como ahora de los peligros de la utilización de la historia para usos constitucionales, mi propuesta fue la de un planteamiento discursivo que consideraba como la mejor vía por la que la historia del derecho podía enfrentarse a las categorías políticas. Leer el Diario de Sesiones en esta clave me daría, afirmaba yo, una visión más directa, menos sesgada doctrinalmente, del universo de la época, tal y como se reflejaba en esa “nave” que, según la metáfora ampliamente utilizada por los propios diputados, eran las Cortes constitucionales de 1820-23. Se trataba de un intento de restitución, la de unas categorías, una gramática, al tiempo en que éstas se producían. La relectura que hoy hago de aquella investigación mía me confirma que, a pesar de ser consciente de esa visión mítica sobre el constitucionalismo gaditano, el mito seguía planeando libremente sobre mi visión, con más fuerza cuanto más trataba de sobrevolarlo.

Una revisión historiográfica tanto de lo que había antes de ese intento como de lo que vino después, me ayuda a situar y comprender mejor esa posición. En consonancia con lo dicho, la historiografía constitucional presenta una oscilación característica al compás de esos movimientos de apropiación e identificación que antes mencionábamos. Para alguien que hacía sus inicios investigadores en los años 90 del pasado siglo, el punto central de esa “respiración” historiográfica lo constituía esa historia jurídica de perfil eminentemente constitucionalista aparecida en la década anterior, en plena fiebre constitucional después de la promulgación de la Constitución de 1978. Se trataba de la continuación del rescate realizado desde los años 50, obra del constitucionalista Sánchez Agesta, y su Historia del Constitucionalismo Español de (1955), y del historiador Artola, en Los orígenes de la España contemporánea (1959), y todavía dentro de una España franquista, del constitucionalismo español como elemento de una tradición en la que se debía situar esa España contemporánea, frente a posiciones que desde una visión reaccionaria orillaban el constitucionalismo en tanto que expresión de la pérdida de los valores y tradiciones esencialmente españoles4.

Tras la revisión crítica a manos de la historiografía estructural-materia-lista de planteamiento marxista, que ponía en cuestión el mismo concepto de revolución burguesa y, sobre todo, el éxito español en esa tarea, el segundo rescate del primer constitucionalismo español, efectuado en los años 80 y representado por la obra de Varela Suanzes, La teoría del Estado en los orígenes del constitucionalismo hispánico (1983), emprende esta recuperación, como ha apuntado Fernández Sebastián, destacando el valor de la obra gaditana en dos sentidos: como instrumento difusor del constitucionalismo en Iberoamérica, y como piedra de toque en la que reflexionar sobre los conceptos de nación, soberanía, representación, y constitución5. Existían ya por entonces otros enfoques que propugnaban una historia constitucional crítica y también textual; era el enfoque propugnado por Clavero que defendía expresamente su planteamiento como militante. También comenzaban a aparecer justo por aquellos años, y también con esa voluntad militante, los trabajos de José M.ª Portillo6 que partiendo del interés por los conceptos de nación y nacionalismo, ofrecían un ángulo de visión en el que el carácter revolucionario y liberal del intento gaditano se diluía en una intención de orden eminentemente nacionalista y católico.

En comparación con esos planteamientos la opción de restituir el discurso institucional de las Cortes a su contexto a través de los discursos de los actores que las componían, que fue la de mi tesis doctoral, presentaba unos tintes cercanos a esa “indiferencia historicista” que Seyla Benhabib señala como una de las dos opciones disponibles para quienes quieren evitar exponerse más allá de comprender el texto en su contexto7. La otra opción que señala Benhabib, el “dogmatismo autoprobo de los recién llegados”, esa sí creo que pude esquivarla: es más, pienso que fue precisamente a partir del rechazo por este segundo enfoque como dejé desarrollarse el primero, con todas sus limitaciones. Una muestra de estas limitaciones es la que se atisba en una mención recogida en las páginas finales de mi tesis, ya en el epílogo, donde, en relación con unos grabados de la época que representaban el salón de Cortes, señalaba la evidencia de que la reunión era una reunión de hombres, en el sentido más restringido de la palabra, apuntando lo siguiente:

“Aunque no hemos tenido ocasión de hablar de ello en los capítulos anteriores, hemos dado por sentado que los dueños de las palabras que hemos leído y reproducido eran hombres. Sabemos que no podían ser más que hombres; sabemos, entre otras cosas, que las mujeres, en tanto que no ciudadanas, no podían votar, cuanto menos podrían estar entre los elegidos que componen esa reunión. Sabemos todo ello, sabemos que hablamos de una época pasada, y sabemos que puesto que el trabajo que hemos hecho no se ha dirigido específicamente a esta cuestión, no podemos hacer nada más que constatar esa ausencia (…) Las mujeres están ausentes de esas Cortes y por lo tanto están ausentes de este trabajo”8.

Si representar también significa hacer presente lo que está ausente, quisiera indagar aquí algunas de las vías que para hacer presente esa ausencia de las mujeres en el Trienio que me parecen hoy practicables. Habría que partir de un interrogante básico: ¿de qué representación, de qué nación representada en Cortes estamos hablando cuando la mitad de la población, las mujeres, estaban de esta forma al margen, al quedar excluidas de esa ciudadanía? Se trata de una aporía fundacional que, por mucho que sepamos, como decía, que no podía ser de otra forma, creo debemos tomar en consideración, en tanto que nos lleva a interrogarnos sobre los mismos límites constitutivos del derecho y del estado denominados liberales. Resulta llamativo, por lo pronto, que esta paradoja haya tenido tan poca repercusión en la historiografía constitucional9. Resulta asimismo interesante que el planteamiento de este tema, como si no fuera suficientemente importante por sí mismo, se centre en una polémica adicional: la de si además de la ciudadanía, la exclusión de las mujeres se extendía también a la misma pertenencia al conjunto de españoles, definido en el art. 5 de la Constitución de Cádiz: “Son españoles los hombres libres nacidos y avecindados en los dominios de las Españas, y los hijos de estos”.

En el debate sobre esta cuestión se transparentan modos de razonamiento y polémicas del presente; así, la cuestión principal a debatir es una muy actual y política: el uso genérico del masculino. Con su prestancia habitual, la historia del derecho aporta elementos que avalarían este uso genérico, en tanto que expresamente reconocido en el derecho romano: el Digesto alude a que la “hominis apellatione tam foeminam quam masculum contineri non dubitantur” (D 50.16.152). Una regla puntualmente recogida en Partidas 7.33.6: “entendemos por aquella palabra [ome] que el defendimiento pertenesce tambien a la muger como al varon, maguer que non fagamos y emiente della”. Así, “aunque no hagamos miente della”, dicen las Partidas, debemos entender que el término hombre comprende también a la mujer.

Ahora bien: cuando el Derecho común, vía Digesto y Partidas, aluden a la capacidad inclusiva del masculino, que incluiría a las mujeres “aunque no hagamos miente dellas”, como decían las Partidas, debemos tener en cuenta aunque sea mínimamente la naturaleza de los textos que usamos y la función para la que se entendían escritos. Sabemos, como mínimo, que estos ordenamientos definen términos en torno a una sociedad corporativizada y a una desigualdad estamentalizada; no son precisamente individuos ni derechos los que son de su cuidado. Se trata de un lenguaje jurídico que desconoce de tales abstracciones y universalidades. Es más: cuando las Partidas, en esa ley VI, Del entendimiento e significamiento de otras palabras escuras, hace esa explicitación del uso inclusivo del masculino, lo hace precisamente tomando un ejemplo negativo: lo que pertenece a la mujer es la pena, pues si se dice que tal ome que tal cosa fiziere aya tal pena debe entenderse que ese ome puede ser hombre o mujer. La ley sigue diciendo que la misma traslación se hará fueras ende, en aquellas cosas señaladas que les otorgan las leyes deste nuestro libro; pero los ejemplos positivos no se dan; nunca se dan. Al contrario, cuando se habla de potestades, lo más común es que lo que se explicite es que la mujer esté excluida10; no en vano en lugar más central, al hablar sobre el estado de las personas, las Partidas declaran: “Otrosí, de mejor condición es el varón que la muger en muchas cosas, e en muchas maneras, assí como se muestra abiertamente en las leyes deste nuestro Libro que fablan de todas estas razones”11. Desde tal concepción de las personas bajo estados, y la clara afirmación de la superioridad de uno de esos estados sobre otro, la noción de que un término pertenezca tanto al hombre como a la mujer debe complementarse con las posibilidades que la mujer tenga para disfrutar pertenencias: desde su estado subordinado, ese disfrute será, en todo caso, el resultado de las concesiones que le hagan los sucesivos pater familias a los que esté sometida a lo largo de su vida.

No es esta la ocasión de derecho medieval; si se ha entrado en él es para señalar lo problemático de acudir al Derecho Común o las Partidas para defender cuestiones como el uso inclusivo o exclusivo del masculino, que es, al fin y al cabo, un debate actual, relacionado con la denuncia feminista de la impostura de neutralidad y universalidad de nuestro vocabulario político y jurídico. No puedo menos que observar lo llamativo de que, en un terreno como es el histórico, en el que las cuestiones de género aparecen siempre bajo sospecha, sometidas a la severa vigilancia y control de lo anacrónico, si no directamente y de entrada rechazadas como ideológicas, se esgriman estos argumentos históricos para defender que los hombres españoles de la Constitución de Cádiz son también mujeres.

Tal vez sea el momento de hacer un nuevo inciso metodológico. Desde luego que son muchos y muy graves los peligros de la retroproyección y el anacronismo histórico; sin embargo, es evidente también que para poder enfocar en nuestro campo de visión la cuestión del género, hemos de poner en práctica determinadas habilidades hermenéuticas, o si lo prefieren, sensibilidades interpretativas, para hacer aparecer objetos de análisis que no estaban formulados como tales y que hasta ahora, o al menos hasta hace bien poco, no han formado parte de los intereses de la historia, al menos desde luego no los mayoritarios12. Y debemos reconocer que la historia tiene esos intereses; que sin ellos su misma existencia deja de tener razón de ser. Como afirma Gadamer, la historia no es otra cosa que un diálogo a través del tiempo, las generaciones y las perspectivas; un diálogo que implica, en los términos de este autor, un horizonte que sin embargo no es un límite rígido, sino “algo que se mueve con uno e invita a avanzar más”, como se sugiere en Verdad y método, expandiendo gradualmente nuestro campo de visión13. Lo que resulta obvio es que en ese diálogo no podemos partir ya de unas respuestas dadas: estaríamos entonces en el círculo retroalimentado de los dogmatismos. La perspectiva de género sería una de estas formas de ampliar esta comprensión del presente que no busca tanto proporcionar respuestas como material para refinar las preguntas que ese presente nos sugiera: en palabras de nuevo de Gadamer, “toda proposición tiene su horizonte de sentido en el cual origina una situación para la interrogación”14.

Siguiendo con la cuestión preliminar, la de saber si las mujeres se deben dar por supuestas en esos “hombres libres y los hijos de éstos” que según el art. 5 de la Constitución son los españoles, otro argumento utilizado en defensa de ese masculino genérico en la definición de la españolidad han sido las discusiones en Cortes constituyentes sobre el censo electoral15: las mujeres, se dijo, junto a otros españoles privados o suspensos de la ciudadanía, “entran en el censo, porque constituyen la nacion, y porque la privación de poder representar no envuelve la de poder ser representado”.

Me parece que estas palabras, más allá de la interpretación que se les quiera dar en relación con el tema que venimos tratando, de la pertenencia de las mujeres a la nación, son radicalmente expresivas: las mujeres no pueden representar, pero pueden –deben–, ser representadas16. El término representación está etimológicamente ligado al término interés; sin ese reconocimiento como ciudadana e incluso como individuo ¿qué intereses serían los de las mujeres que les harían dignas de representación? En un sistema que aparta a las mujeres de los derechos políticos en tanto que no son ciudadanas y que difiere su disfrute de los derechos civiles, como mínimo, a su subordinación al padre de familia, resulta claro que sus intereses no podían concebirse en ningún grado divergentes de los de su padre o marido. Se trata de una idea, como veremos, muy aquilatada por los contractualistas: los intereses de la mujer se entienden representables y sustituibles por los del marido. Queda claro que la representación de las mujeres es una cuestión clave, que exige una discusión de las categorías hegemónicas del pensamiento político, de sus elementos constitutivos y de sus presupuestos antropológicos. M. Forcina, partiendo de las dos palabras que tiene la lengua italiana para nuestra representación, –la rappresentazione– encuentra su lugar en el ámbito teatral o artístico, mientras que rappresentanza, situada en un plano más abstracto, es la utilizada en el ámbito político, defiende que la lucha de las mujeres por su representación estaría en primer lugar en esa representación de orden más simbólico, en tanto que la mujer ha de luchar primero por ver reconocida su dignidad como persona o individuo, pues no es sólo el status de ciudadana del que está privada, sino también de su condición como ser individual17.

Volviendo al Trienio y a la constatación de esa ausencia absoluta de las mujeres de las Cortes, y por lo tanto de mi análisis de entonces, reparo en algo de lo que había tomado nota en mis ficheros, y de lo que sin embargo no dejé constancia en la redacción final. Se trata de un debate que tuvo lugar el primer día de discusión del nuevo proyecto de Reglamento para el Gobierno Interior de Cortes, el 16 de marzo de 182118. El diputado por Cádiz José Rovira, un capitán de fragata, hizo entonces una indicación al artículo 7 del proyecto, que mantenía sin cambios la prohibición establecida en los Reglamentos de 1810 y de 1813 para las mujeres de acceso a las galerías destinadas al público que deseaba asistir a las sesiones: “No se permitirá la entrada a mujeres, y los hombres asistirán sin armas ni distinciones de ninguna clase”. Tanto la indicación como el debate que siguen resultan extremadamente interesantes y ya ha sido objeto de algún análisis19. Me interesa analizarlo aquí en tanto que algunas consideraciones que se expusieron me parecen muy relevantes en relación con la misma idea de representación y pueden ser útiles para darnos algo más de luz sobre las razones de la exclusión que venimos debatiendo.

En una inteligente y argumentada exposición, Rovira alude a una doble consideración necesaria para tratar este asunto: la justicia y la conveniencia. Utilizaré en mi exposición este doble enfoque.

En primer lugar, la justicia. En el discurso del ponente se denuncia la injusticia de la medida con dos argumentos distintos, basados ambos en el principio representativo, si bien provenientes de dos universos conceptuales, dos racionalidades muy diferentes, casi opuestas. El primero se refiere a la proporcionalidad:

“La representación de los Diputados está fundada sobre la base de uno por cada 70.000 almas de población, y por consiguiente en este número parece que deben entrar la gran parte de esta que componen las mujeres, lo mismo que la de los hombres”.

Se trata de la mecanicista racionalidad ilustrada, basada en la abstracción del número. El número y las almas, claro está; y, sí, en este orden electoral “parece”, como dice Rovira, que las mujeres deben contarse entre las almas. Parece también el mismo argumento que mencionamos arriba tomado del debate constituyente y que parecía apoyar la idea de que, en tanto formaban parte del censo, las mujeres forman parte de ese conjunto de hombres que constituyen el conjunto de los españoles. “Parece”, dice Rovira, que no parece tenerlo tan claro, o así por lo menos no lo afirma. Más interesante aún es el término alma. Se puede negar que sean ciudadanas, debatir que sean siquiera españolas, pero que las mujeres tengan alma no parece que sea posible discutirlo. “Alma” es término confesional y también constitucional: aparece usado en la Constitución de Cádiz, que como nadie ignora, es una constitución confesional. Bartolomé Clavero ha reflexionado sobre su uso como muestra del peso del dogma católico en la concepción del ser humano pero sobre todo como prueba de la dificultad de avance del término individuo: alma sería el término disponible más cercano a la generalidad del ser humano, dado que persona se refiere a otro marco, el de los estados, e individuo era término más exclusivo20. De acuerdo con esta lectura, Rovira estaría diciendo que las mujeres “parece que deben incluirse” entre las almas porque lo que no puede decir es que puedan incluirse entre los individuos21. Las mujeres parece que se deben admitir en ese conjunto de seres a los que Dios ha infundido determinadas capacidades, y por ello parece que deben incluirse en ese cuerpo electoral. Otra cosa es que sean considerados individuos, con sus particulares intereses. Por lo que veremos, lo que prima es lo contrario: su consideración como género.

En la defensa de Rovira, el argumento electoral, de naturaleza liberal si bien como acabamos de ver aliñado con su correspondiente infusión teológica, aparece acompañado por un segundo argumento, también centrado en la idea de representación, pero asentado en otra racionalidad muy diferente, que se presenta sin embargo sin solución de continuidad con la anterior, lo que ya es de por sí interesante en tanto muestra de la variedad y dispersión de los planteamientos. Se trata, esta segunda, de una argumentación proveniente de una tradición mucho más antigua, de raigambre romana:

“La admision exclusiva de estos [los hombres] á las discusiones me parece que está tambien fundada en que aquellos que deben obedecer las leyes estén instruidos de las razones que tienen los legisladores para establecer estas mismas leyes”.

Se trata de la ficción jurídica quod omnes tangit, por la que las partes que tienen intereses en juego en una acción judicial tienen derecho a estar presentes, o, al menos, a ser consultadas en la decisión que se adopte: una ficción judicial que confluye en el desarrollo del parlamentarismo, tanto anglosajón como hispánico22. El diputado se pregunta a continuación:

“De consiguiente, ¿por qué nosotros hemos de privar á las mujeres, que están tan obligadas como los hombres á obedecer las leyes, ya que por conveniencia les hemos quitado los derechos de ciudadanía, cuales son la voz activa y pasiva?”.

Sería por lo tanto una aplicación reducida de esta máxima romana, pues aquello por lo que Rovira aboga para las mujeres es únicamente la facultad de estar presentes en el momento de la adopción de cualquier medida que les afecte; no específicamente a votar o ni siquiera ser consultadas. Reparemos en cómo de las consideraciones de “justicia” hemos pasado sin solución de continuidad a las de “conveniencia”, pues ha sido por este último motivo por el que tales facultades, o derechos, les han sido quitados a las mujeres. Lo expreso en voz pasiva, de forma más timorata que la de Rovira, que directamente afirma que son los hombres –“nosotros”– quienes les han quitado tales derechos a las mujeres. Desde luego, ni el menor viso aquí de cualquier entendimiento inclusivo del término “hombres”.

Pero antes de pasar nosotros a ese otro tipo de consideraciones de conveniencia o interés, que fueron las protagonistas del debate, recojamos otras voces que en el debate hablaron de la justicia o injusticia de la medida en relación con la idea de representación.

Casi al final del debate intervino Romero Alpuente, el conocido exaltado, que para apoyar el levantamiento de la prohibición introduce el argumento de la nación compuesta:

“Pues si nosotros componemos dos mundos, y por eso á nuestro Rey se le llama Rey de los dos mundos, y si nosotros, siendo posible, deberíamos traer aquí los dos mundos enteros, para que se penetrasen de los fundamentos de las leyes que acordamos, ¿por qué pudiendo traer, sin más esfuerzo que el permiso de entrar las mujeres, á uno de estos dos mundos, que es el europeo, no hemos de dispensársele?”.

La nación compuesta como transposición de la monarquía23 y, por otro lado, la idea de ese “nosotros” –de nuevo “nosotros”– que compone los dos mundos y que debe otorgar permiso a las mujeres para entrar en uno de ellos. Pocas dudas en este caso sobre la identidad de ese nosotros como conformadores de “dos mundos” y que tan a las claras se refiere exclusivamente a los varones –de nuevo aquí ni el menor atisbo de uso inclusivo del término “hombres”–; reseñable igualmente el paternalismo del permiso que, con poco “esfuerzo” como dice, pueden estar esos hombres en condiciones de conceder a las mujeres.

Otras consideraciones a favor de la justicia del levantamiento de la prohibición son las que presenta Moscoso, un diputado realista por Galicia, gentilhombre de la cámara del Rey y a la sazón alcalde del Ferrol:

“Creo que no podemos [prohibir la presencia de las mujeres] sin ofender al espíritu de civilizacion que corresponde á la sociedad en que vivimos, y sin adoptar los principios que gobiernan á las naciones orientales, en las que, por política y aun por ideas de religion, se niega toda intervencion en los actos públicos á aquella porcion tan interesante y apreciable del género humano, que hizo y hará siempre las delicias del resto”.

Tenemos aquí un argumento que parece sacado de las Lettres persanes, en su comparación orientalista, si bien prescindiendo del giro auto-crítico de Montesquieu para afirmar sin rebozo el contraste de ese espíritu de civilización “nuestro” frente al despotismo y confesionalidad orientales. Dejando aparte lo delicioso de que en la misma línea en que se afirma ese contraste con lo oriental se exprese que las mujeres constituyen la parte del género humano existente para hacer las delicias “del resto”, lo esencial es su consideración como parte del género humano, una parte interesante e incluso apreciable, por los dichos motivos, mas mero género de nuevo.

Entremos ya a las razones de conveniencia. El argumento principal de estas consideraciones, y el que domina el debate en su conjunto, es el papel de la mujer como guardiana del orden social dentro de la familia. Por ello, Rovira comienza criticando la inconveniencia de la prohibición argumentando la influencia de las mujeres en la educación de los niños:

“Si nosotros pudiésemos conseguir el imbuir ideas liberales y constitucionales en todas las mujeres por fundamentos y por razon, no hay duda que éstas las imprimirian en sus hijos, y la generacion futura seria constitucional por principios”.

El gentilhombre del rey Moscoso, a quien ya hemos oído antes, repite ese mismo criterio para defender la conveniencia de la presencia de las mujeres en el salón de Cortes, para que una vez de vuelta a su escenario natural, el doméstico, puedan estas mujeres mejor influenciar a sus hijos:

“¿Qué cosa habrá más interesante que el que una madre de familia y una esposa conozcan los fundamentos de las leyes, y las razones que ha habido para decretar aquellas que establecen las recíprocas obligaciones y las mútuas relaciones de los indivíduos de su sexo con el otro, y los principios de moral y conveniencia pública en que están fundadas? Supuesto que ellas han de ser las que, como directoras y apoyos de la tierna infancia, influyan directamente en sus primeras inclinaciones, ¿por qué no se ha de encontrar una gran ventaja en que vengan á las Córtes á oir las lecciones que con tanto fruto pueden despues repetir á sus hijos, para formar en ellos ciudadanos virtuosos y amantes de las leyes de su Pátria?”.

De modo que no se trata de las mujeres en general, sino de las madres de familia y las esposas, las que deberían tener asegurado su lugar entre ese público de las Cortes; su formación en los fundamentos de las leyes, las obligaciones y los principios de moral y conveniencia públicos, tiene una finalidad marcada: la de formar ciudadanos patrióticos. Es por tanto un paso breve por los dominios públicos, para inmediatamente volver al ámbito doméstico donde se ejerce su trabajo reproductivo: reproductivo no sólo en sentido físico, sino también, de reproducción intelectual, repitiendo para sus hijos lo que han aprendido de los varones en el ámbito político.

En muy semejantes términos apoyará Romero Alpuente la justicia del levantamiento de la prohibición con el mismo argumento del dominio femenino de lo doméstico:

“Por otro lado, las mujeres son las que dominan á los hombres, y no pocas veces sus consejos los apartan de sus extravíos y les hacen entrar en la senda de sus verdaderos intereses. Las mujeres ilustradas son las únicas que con la fuerza de sus atractivos naturales, hecha irresistíble con los atavíos de la razon, sujetan á los hombres viciosos por no saber reflexionar, y vuelven á la senda de su verdadero interés, que es el de la virtud, a los que por error la perdieron. Ellas son las que dan á los niños, mezclada con la leche, la educacion primera, y mal les podrian inspirar el amor lacedemonio de la Pátria y de las leyes que deben regirlos en lo sucesivo, si no están bien convencidas de las razones que los legisladores tuvieron al dictarlas […] Esto está en el órden de la naturaleza: ¿por qué, pues, hemos de negarnos á tan dulces y justos sentimientos?”.

El patriotismo exaltado acude aquí a las virtudes de las mujeres espartanas para formar guerreros, una cita tomada con toda seguridad de Rousseau, que en su Emilio recogía la anécdota de la madre lacedemonia relatada por Plutarco:

“Una espartana tenía cinco hijos en el ejército y esperaba noticias de batalla. Llega un ilota y ella le pregunta temblando. ‘Vuestros cinco hijos han muerto’ –‘Vil esclavo, ¿te pregunto yo eso?’ –‘Nosotros hemos alcanzado la victoria’. La madre corre entonces hacia el templo y da gracias a los dioses. He aquí una ciudadana”24.

Sin embargo, lo que Rousseau cita como prueba de una aberración, la demostración de que la mujer debe moverse en todo momento por sentimientos naturales dirigidos al bien de los suyos en la esfera particular, sin salir a la esfera pública, so peligro de convertirse en el monstruo de la “madre ciudadana”, para Romero Alpuente es sin embargo algo digno de admiración.

La lectura de Rousseau que hace el exaltado español merece un tratamiento más detallado. No hay duda, por lo pronto, de que Rousseau es todo un referente, a pesar de la censura25, para los liberales españoles; también, de que su lectura, a las alturas de 1821, era integrada de manera particular. Todo el discurso de Romero Alpuente parece sacado directamente del ginebrino, como en el argumento referente a la naturaleza que le hemos visto utilizar: una naturaleza que dota de atractivos a las mujeres, que si usan la razón es como atavío para hacer esa atracción más irresistible. De nuevo, unos términos que de nuevo resultan casi una traducción directa de Rousseau26, pero que sobre todo son la afirmación de un orden, el orden de la naturaleza. Un orden que volveremos a encontrar muy pronto; dejemos por ahora constancia de la enorme ductilidad del concepto: si para Rousseau el orden natural hablaba el idioma de la “prudencia” y la “dulzura” y de los “modestos encantos de vuestra conversación”, para el español, y dentro del mismo orden de ideas, ese mismo orden hablaba de “encantos naturales”, vestidos, eso sí, con “los atavíos de la razon”, lo que les permite participar en la educación de los niños; algo a lo que Rousseau expresamente se oponía, reduciendo el deber de la madre a criar a sus hijos, mientras que la educación es tarea que corresponde al padre.

Es el argumento que centra la intervención del diputado Martel, que inicia la discusión precisamente contra esa proyección de la mujer en la instrucción:

“En cuanto á la utilidad que se podria sacar de su concurrencia á las discusiones, las Cortes mismas la deben dudar: yo creo que seria ninguna ó muy poca. La instruccion doméstica que debe darse á las mujeres, debe ser privada; pero en discusiones públicas no adelantaria ni aprovecharia nada, y solo serviria su presencia para perturbar la tranquilidad que debe haber en las mismas”.

Con este argumento del clérigo Miguel Martel llegamos al punto central de este trabajo. Resulta fácil identificar su afirmación como una muestra de pensamiento tradicional; sin embargo, lo que aquí defenderemos es lo contrario: su afirmación no tiene nada de retrógrada; por el contrario, se trata, en muchos sentidos, de una afirmación revolucionaria. Acabamos de mencionar a Rousseau y vemos que la postura de Martel está más cercana a la de este autor que la interpretación que hace Romero Alpuente. No tendría nada de extraño que Martel, catedrático de la Universidad de Salamanca, conociera a este autor y hubiera integrado su pensamiento más correctamente de lo que el exaltado lo había hecho. Constituía Martel “el prototipo de clérigo ilustrado, liberal y profesor de la Universidad salmantina de los comienzos del siglo XIX [que] conoce las corrientes del pensamiento moderno y se afana en incorporar a España a la cultura de la Europa de las luces”27. Un año antes, en 1820, había publicado sus Elementos de Filosofía Moral, en donde combinaba elementos procedentes de la teología y filosofía escolásticas y de los fisiócratas: Locke, Adam Smith, Condillac, Destutt de Tracy, para fundamentar un pensamiento eminentemente sensista, para el que el estudio de la naturaleza humana aparece como la vía de conocimiento de la verdadera moralidad. Y es esa naturaleza humana la que le informa de la profunda separación existente entre el varón y la mujer. De acuerdo con este pensamiento, la reducción de las mujeres al ámbito privado, su exclusión de lo público es por un lado natural –aun cuando se les permitiera asistir su presencia “no adelantaría ni aprovecharía nada”–, y por otro lado una medida conveniente, derivada de un imperativo natural pero que igualmente debe traducirse en medidas legales: como le hemos visto afirmar, “la instrucción doméstica que debe darse a las mujeres debe ser privada”. No estamos pues ante un exabrupto retrógrado, sino ante la novedosa y muy ilustrada teoría de las dos esferas. Pronto entraremos en ella; sigamos por ahora con el debate, para comprobar el modo en que esta teoría se encuentra presente en cada una de las intervenciones, tanto a favor como en contra de la indicación.

En efecto, como decía también el gentilhombre Moscoso, él en defensa de la conveniencia de la presencia de las mujeres en el salón de Cortes, es en ese ámbito doméstico donde las mujeres ejercen todo su poder:

“Sensibles por naturaleza, interesantes por su misma debilidad, ejercen sobre los hombres un imperio dulce, pero absoluto, fundado sobre el derecho que tienen a nuestra protección”.

Un poder que ya vimos afirmar a Romero Alpuente, y detrás del que vemos latir una suerte de temor masculino28 que se intenta dominar desde el Derecho, ese derecho a nuestra protección.

Junto al orden natural, otro argumento que aparece en la discusión son los usos y costumbres. Como el primero, se trata de un argumento –esa fue siempre su principal virtud– que puede ser utilizado tanto en un sentido como en el contrario: si ya vimos a Moscoso apuntando a la necesidad de desmarcarse de costumbres orientales, Sancho, un militar, lo reivindicará por lo contrario afirmándolos como enteramente propios, “nuestros usos y costumbres”, que en consecuencia distinguirían a las mujeres españolas del resto de las europeas:

“Por querer huir del extremo de parecernos á las naciones orientales, da en el opuesto de chocar con nuestros usos y costumbres. Yo suplico á los Sres. Diputados que consideren la diferente categoría de las señoras en España y en todos los Estados de Europa. Segun ella, yo creo que la principal prenda ó virtud de una señora no consiste en que entienda en los negocios públicos, ni en ser, como comunmente se suele decir, marisabidilla, sino en que sepa criar y cuidar bien sus hijos, y en no abandonar sus ocupaciones domésticas. Los hombres son los que deben influir en las ideas y educacion de los niños […] Repito que en mi sentir esto seria contrario á nuestras costumbres y á la experiencia”.

Serán estas costumbres nacionales las que impiden a las mujeres mezclarse con negocios públicos: como contundentemente finaliza su intervención Sancho: “Los hombres solos son los que deben entender en los negocios públicos”.

La indicación será desechada por 85 votos contra 57; la diversidad ideológica impera tanto en uno como en otro sentido de las votaciones, algo que no nos puede extrañar dada la diversidad de argumentos empleados a favor y en contra. Destaquemos también cómo tanto el argumento principal, el del dominio (o sujeción) natural de las mujeres en el campo doméstico, como el subalterno de las costumbres, se emplean tanto a favor como en contra de la propuesta.

Los diputados del Trienio entregan así a las mujeres a lo que se entiende que es su escenario natural: la familia. Reparemos también en que la aprobación de la indicación hubiera surtido el mismo efecto en este sentido, pues el argumento fuerte de quienes la apoyaban, como era el caso de Moscoso o de Romero Alpuente, no era sino el de que las mujeres pudieran asistir a las sesiones para inmediatamente después retornar al hogar y aplicar allí sus conocimientos de lo público.

La discusión es, como acabamos de ver, todo un muestrario de argumentos que hoy consideraríamos retrógrados. Parece evidente que como historiadores un tal juicio no nos está permitido; sin embargo, y dado que no podemos eludir el intento de comprensión, deslizamos otros juicios que pasan por más correctos: me refiero a la visión que nos lleva a entender estos argumentos como pervivencias tradicionales en el primer constitucionalismo. Esto, como ya apunté al hablar del eclesiástico Miguel Martel, me parece errado en varios sentidos.

Pienso que el interrogante que nos presenta esta discusión no es comprobar cómo los liberales constituyentes de 1812, y los de 1820, fueron incapaces de desentenderse de los patrones tradicionales, en este caso la vieja oeconomía asentada sobre patrones patriarcales. Más bien al revés: se trataría de afinar la vista para poder divisar el extremo hasta el cual esta exclusión radical de las mujeres del ámbito público era precisamente revolucionaria y todo lo contrario de una pervivencia estamental. No es que estos diputados, revolucionarios como los de 1812 a pesar de su mayor experiencia de los obstáculos que la tradición les imponía, no pudieran plantearse siquiera una revisión de ese estado de cosas. Apuntemos, a este respecto, que el diputado que promovía el levantamiento de la prohibición de asistencia de las mujeres a las sesiones como público, repuso a quienes le señalaban que tal levantamiento hubiera sido único en todas las naciones constitucionales: “Podemos permitirnos ser originales”. Queda constancia, así, de que la opción alternativa existía. Reparemos, sin embargo, en que para referirse a esa alternativa se habla de “originalidad”, no de “novedad”. La tesis que quiero defender en este trabajo es que en este debate, la posición novedosa, e incluso revolucionaria, era precisamente la que triunfó, en esa prohibición de acceso a las mujeres al ámbito público. Y no es sólo que la afirmación expresa de esa lógica de género en el planteamiento liberal constituya una novedad, sino que se trata precisamente de la novedad más importante que el proyecto político liberal traía aparejado.

La teoría de las dos esferas, consistente en la separación y dicotomización de los ámbitos público y privado y su vinculación con la dicotomía sexual tanto para naturalizarla como para explicarla, no es, por supuesto, nueva en sí misma. Su origen puede rastrearse en la cuna griega de la filosofía occidental: para Aristóteles la sociedad se explica como un orden jerárquico basado en un orden natural, en el que los hombres libres se contraponen a los esclavos y las mujeres. De tal ontologización ya no sólo de las características físicas, sino de las espirituales, se deriva que las mujeres aparezcan como seres excluidos del uso de la razón, y por tanto de la política29.

La permanencia de esta idea en toda la tradición occidental es indudable. Sin embargo, es en la Modernidad donde cobra los tintes con que hoy la conocemos, al redefinirse en la teoría del contrato social y situarse en el marco de esa nueva sociedad definida en torno al individuo y la razón, produciéndose la aparente paradoja de que sean quienes abogan por la ruptura con el absolutismo y la tradición, predicando la igualdad de todos los individuos, quienes más con más fuerza circunscriban las mujeres al ámbito doméstico y por tanto al sometimiento al varón.

Para examinar tal paradoja del liberalismo, y dado que el canon historiográfico ha eludido ampliamente la cuestión, debemos acudir a la crítica feminista, que para defenderla se ha centrado en dos figuras clave, Locke y Rousseau30, que son autores también centrales para el primer constitucionalismo español31.

La figura de Locke como “padre” del liberalismo nos acerca más a la paradoja de que sea en estos planteamientos igualitarios en defensa de la libertad individual y la condena como ilegítimo de todo poder que no esté basado en el consentimiento y la delegación del gobernado, donde con más fuerza se asiente la idea de la diferencia radical de la mujer. La lectura de la crítica feminista subraya cómo, ya en la parte inicial de su Ensayo sobre el gobierno civil, Locke establece la distinción entre la sociedad civil, basada en el contrato y la igualdad de los individuos, y otra sociedad que queda separada y aparte: la sociedad familiar32. En la familia se da, ciertamente un contrato: el que establecen hombre y mujer para la procreación y la ayuda mutua, así como para la provisión de la herencia. Como en todos los contratos, se supone que quienes lo firman lo han hecho de forma voluntaria; Locke, sin embargo, especifica que en este caso existe una autoridad natural, la del marido, que ejerce no por consenso o delegación, sino por naturaleza y designio divino33.

En contraste con el rechazo a la naturaleza y la tradición en la que se basa su construcción de la sociedad civil, aquí son esos mismos argumentos los que justifican ese poder del hombre, en tanto que tal poder “no excede en modo alguno a las finalidades y la jurisdicción del gobierno político”34. Al contrario, ese poder está justificado porque basa el control exclusivo de la propiedad familiar por parte del pater familias. El derecho a la propiedad privada es la clave, como sabemos, de la sociedad civil lockiana: un derecho consustancial al hombre y que viene asimismo fundado en la razón natural. Es la propiedad, su acumulación y su conservación lo que constituye la razón del ser del Estado y del gobierno; es también lo que confiere la ciudadanía. Es también la propiedad la razón por la que el teórico de la igualdad y la democracia deja sometido a la autoridad del varón el singular contrato conyugal, un contrato dirigido a la protección del patrimonio y cuyo objeto cesa “una vez asegurada la procreación y proveída la herencia”. De esta forma, la mujer, en tanto sometida al varón y desposeída de la propiedad, queda definitoria y definitivamente alejada de los privilegios de autonomía y libertad ofrecidos por la sociedad civil.

El esfuerzo iusnaturalista racionalista de crear un derecho positivo conforme con los derechos naturales a través de un proceso racional para liberarse de costumbres irracionales y autoridades arbitrarias se traduce así en lo opuesto para las mujeres: dado que su situación se correspondía con la naturaleza, que avalaba la desigualdad de los sexos –y por tanto a la subordinación política de las mujeres–, lo que el nuevo orden implica para ellas es la sujeción a las costumbres y a toda clase de tradiciones, tanto culturales como religiosas y jurídicas. Las propuestas ideológicas de igualdad, razón y libertad no son pertinentes cuando se trata de las mujeres quienes, desde una ontologización de las diferencias sexuales, aparecen encerradas en el dominio de lo natural.

La culminación de esta doctrina no se logra hasta la Ilustración, que marca con toda claridad la separación de los órdenes, público y privado, y la atribución sexual de los mismos. Rousseau, tan conocido como hemos visto para nuestros liberales del Trienio, representa el apogeo de esa visión.

En contraste con el filósofo inglés, Rousseau, en tanto que antimercantilista, aparece ya con una propuesta de revisión crítica del liberalismo, consciente del conflicto entre esa sociedad definida en torno al propietario y los ideales de igualdad. Sin embargo, en su crítica a la desigualdad social burguesa deja de lado, igual que lo hizo Locke, a la familia y sus condicionantes. Más aún, el avance de la filosofía ilustrada le habrá allanado el camino para asumir sin visos de contradicción la separación natural de los sexos y la exclusión de las mujeres de la esfera política. Esta separación, basada en la distinción entre el orden político y el doméstico, aparece en toda su obra: Rousseau comienza el segundo capítulo de El contrato social afirmando que la familia es la más antigua de las sociedades y la única “natural”35. La separación entre la “economía general o política” y la “economía particular o doméstica” aparece también en su Discurso sobre el origen y fundamentos de la desigualdad entre los hombres, en donde afirma taxativamente que la familia no tiene nada que ver con el Estado: responden a objetivos diferentes y no se rigen por las mismas reglas: “¿Cómo podría el gobierno del Estado asemejarse al de la familia, siendo tan diferentes sus fundamentos respectivos?”36.

Es en su Discurso sobre la economía política donde Rousseau despliega su concepción de la absoluta distinción entre la organización familiar y la social. Como en Locke, la autoridad del padre está basada en la naturaleza, tiene un fundamento de fuerza y no puede ser compartida con la madre, porque: “es necesario que el gobierno sea único y que en caso de división de opiniones haya una voz preponderante que decida”37.

El contraste con sus ideas libertarias sobre la voluntad general no puede ser mayor: se trata aquí de un gobierno absoluto fijado por la naturaleza, en el que mujer e hijos se ven sujetos al padre de forma inapelable en tanto que tal dominación emana de la naturaleza. Rousseau es consciente del contraste entre los dos modelos: la voz de la naturaleza es “el mejor consejo que puede escuchar el padre para cumplir bien sus deberes”, mientras que “para el magistrado es sólo un falso guía que trata sin cesar de separarle de sus obligaciones y que tarde o temprano le arrastra a su perdición y a la del Estado”38.

La reacción ilustrada contra la naturalización de las jerarquías deja así en pie la que separa al varón y la mujer. Y lo hace porque resulta esencial para la dicotomía basal del proyecto ilustrado y liberal: la que separa el orden público del privado. Las mujeres quedan excluidas de la esfera pública y reducidas al ámbito doméstico y privado, donde ejercen ese “imperio dulce, pero absoluto, fundado sobre el derecho que tienen a nuestra protección” del que nos hablaba Moscoso, y en el que pueden encargarse de ese trabajo reproductivo tanto físico como social, en el asentamiento de los nuevos patrones. Estaríamos ante el basamento de género del contrato social, ese “contrato sexual” señalado por Carole Pateman como pre-requisito de aquel39. Un contrato social trucado de entrada, con esa supuesta universalidad del masculino que, como en sus Horizontes del liberalismo, decía ya en 1928 María Zambrano, se reducía a un “arquetipo” en el que “ningún hombre carnal vivo podría reconocerse”, y cuya función principal sería la de ocultar lo que “sobre todo en ciertas épocas y de la manera más noble no se ha definido como poder sexual sino como justicia y razón, es decir como objetividad”40. Las condiciones de esa objetividad, de esa justicia y razón, vendrían ya predeterminadas en ese contrato sexual que no se explicita.

Porque la justicia y la razón aplicables a las mujeres son una justicia y una razón basadas en la naturaleza y las costumbres, los dos objetivos principales a combatir por el liberalismo que aparecen en cambio como el horizonte tanto jurídico como vital de las mujeres. Como ha afirmado G. Fraisse, a las mujeres, en tanto que pertenecientes al orden de lo natural, les era aplicable una razón distinta, “una razón moral, la de las costumbres: la razón razonable más que racional”41.

Costumbres antes que razón, y, para ellas, también, prácticas ya no de gobierno sino de gobernanza: en su orden –más que espacio– natural no llega la razón ni tampoco el Derecho sino de forma indirecta, a través de la autoridad del pater familias, ahora también magistrado, en cuanto representante de la esfera pública en el hogar. El padre o el marido, actores tanto institucionales como privados, tienen a su disposición ya no solo principios morales o de coerción directa, sino instrumentos legislativos y económicos para ejercer sus funciones de gobernanza, orientando y controlando las tareas, esencialmente reproductivas, que son las propias de las mujeres. Podemos así afirmar que la exclusión de género es el punto clave de la nueva lógica sociopolítica liberal: como se ha afirmado, las mujeres aparecen como el “no sujeto” clave en torno al cual convergen las contradicciones y paradojas de la ideología liberal42.

Pero hay algo más: la separación radical de las dos esferas, pública y privada, es también una afirmación revolucionaria e incluso subversiva porque esa disociación entre lo doméstico y lo político, entre la familia y la ciudad, supone la desaparición de la antigua analogía entre familia y Estado. Una analogía que relacionaba la representación del príncipe y del funcionamiento del Estado con la patria potestad y que había marcado la política entendida como policía, en una concepción de la que habían emanado las más activas manifestaciones de poder por parte del príncipe43. La separación de las esferas público y privada es, sobre todo, una separación de los gobiernos, gobierno doméstico y gobierno político, que hasta el momento se habían entendido en conexión; una conexión que la progresiva emancipación liberal de lo jurisdiccional convierte en prescindible.

¿Se rompe así con la vieja oeconomía? Esto debería observarse en el Código Civil; algo que en España no nos es dado comprobar hasta casi un siglo más tarde. El proyecto de 1821 parece mostrar, como recientemente ha afirmado C. Petit, la continuidad con esa oeconomía en la preeminencia de los estados. Lo que surge con la codificación son los estados civiles; lo civil viene así a reemplazar a lo oeconómico, supliendo la vieja analogía entre los dos gobiernos con una corriente de “circulación subterránea”, ya no explícita como lo era la analogía44. Lo civil y lo político son dos lecturas de la sociedad entre las que se impone un vaivén, que habrá de expresar el Código: con él la Revolución impone una reflexión que abarca la vida privada y vuelve a introducir la circulación entre ambos espacios.

Llego así al final. He comenzado por la historiografía y a ella debo volver. Vimos que en relación con estos comienzos del siglo XIX, con este primer constitucionalismo español, los debates historiográficos entre constitucionalistas e historiadores están llenos de tensiones; tensiones que, como dijimos, tienen que ver con sentimientos de identidad y pertenencia, a la búsqueda de determinación de lo “nuestro”, y que por lo tanto vienen marcados por una tendencia dogmática. Así entiendo tanto el planteamiento de que el primer constitucionalismo sea el origen de nuestro presente como el de que el peso tradicional que soporta Cádiz lo descalifique como proyecto liberal. Creo que la cuestión no estriba en si ese primer constitucionalismo gaditano, en el que está incluido el Trienio, sea o no liberal. Si no es en clave dogmática no se entiende lo encendido de los debates sobre esta cuestión, porque ni lo segundo es necesariamente una descalificación ni lo primero es forzosamente un elogio. ¿Qué es lo liberal para alguien que afirma que Cádiz no es liberal –no es todavía liberal o no es suficientemente liberal–?

La perspectiva de género ayuda a plantear esas preguntas en un marco crítico más amplio que asuma, entre otras cosas, que el proyecto liberal, que para España nace en Cádiz, siendo liberal, es un proyecto exclusionista. Y que ese proyecto, que es todavía el nuestro, sigue, de muchas formas, siéndolo. Cádiz es liberal, Cádiz es revolucionario. Lo es en tanto que exclusionista. La exclusión de las mujeres, como hemos querido presentarla aquí, es revolucionaria. Como lo es, en el sentido de colonialista, la exclusión de los afroamericanos. O, en sentido capitalista, la de los sirvientes. Lo que aparece poco a poco en el enfoque es el punto ciego de esa Modernidad, de ese proyecto humanista que se revela como imperialista, eurocéntrico y patriarcal y que, por seguir siendo el nuestro, requiere nuevas lecturas y, sobre todo, nuevas preguntas. Para terminar con Gadamer de nuevo, “el pensamiento histórico tiene toda su dignidad y su valor de verdad en su reconocimiento de que no hay el ‘presente’, sino sólo horizontes cambiantes de futuro y pasado”45.

Trienio liberal, vintismo, rivoluzione: 1820‐1823. España, Portugal e Italia

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