Читать книгу Trienio liberal, vintismo, rivoluzione: 1820‐1823. España, Portugal e Italia - Remedios Morán Martín - Страница 6

I El Trienio ante el Derecho

Оглавление

Carlos Petit

Catedrático de Historia del Derecho Universidad de Huelva

Una reciente aportación sobre la versión lusitana de nuestro Trienio −la celebración del Bicentenario de 1820 como “o berço” de la experiencia constitucional y democrática de Portugal− advertía del peligro de caer en la retroproyección y el anacronismo. (Problemas que, dicho sea de paso, encierra el propósito mismo de conmemoración). Frente al desbordante discurso oficial, la mirada profesional de Cristina Nogueira da Silva concluía que el texto de 1822 no fue desde luego una constitución democrática, ni los derechos individuales ahí consagrados –con más locuacidad que en el antecedente español de 1812, como se sabe− tuvieron el contenido político y jurídico que su enunciado evoca actualmente. Mas tampoco sería un proceder legítimo condenar a los infiernos estas bicentenarias experiencias por no responder a la sensibilidad moderna, “políticamente correcta”, propia de sociedades complejas, igualitarias, social-democráticas. En realidad, las celebraciones cobrarían otro sentido si se analizasen hacia el pasado, esto es, cuando permiten comparar las novedades introducidas en 1822 (en 1812) en relación con la cultura de antiguo régimen, sin aceptar que las mismas contenían en embrión las libertades, los conceptos técnicos y las relaciones entre poderes que, tras una crónica triste de fracasos y retrocesos, finalmente se abrieron paso en la segunda mitad del siglo XX1.

Tratándose del Trienio2 el análisis retrospectivo puede ser doble. Primero, y sobre todo, en relación con la cultura institucional del antiguo régimen, pero también respecto del período gaditano, comparando en este caso las versiones de algunas grandes normas –viene al pensamiento el Reglamento de las Cortes o la ley de Imprenta− aprobadas por la asamblea legislativa en el periodo 1812-1814 y sustituidas por otras entre 1820 y 1823.

Fueron tan estrepitosas las circunstancias en que se elaboró, tantas las voces sonoras que repitieron Nación, libertad, Constitución… que parece un desatino negar a la carta de Cádiz un carácter inaugural. Ahora bien, a lo largo de las décadas posteriores se asiste a la conflictiva convivencia de viejos modos y antiguas concepciones con las nuevas formas del liberalismo; se trata de la tesis de la “persistencia del antiguo régimen” que lanzó Arno Mayer y que, entre nosotros, enunció José Manuel Pérez-Prendes con meridiana claridad: “a lo largo del siglo XIX”, escribió este autor sobre la Restauración canovista, “se darán las condiciones para que aquella forma de sociedad a la que desde fines del siglo XVIII llamamos ‘Antiguo Régimen’, pueda pervivir como última y casi impercibida (pero no ideal) ratio de la organización político social”3. Si se me permite una rápida interpretación, entiendo de estas palabras que el “orden liberal” constituyó el ideal de una sociedad sometida a lentas transformaciones; tan lentas que el ideal contrastó con una realidad bien diferente, marcada por la continuidad.

Tal vez la persistencia de muchas instituciones –cabalmente representada por la corona− se agregó a la comunidad de concepciones y valores que compartieron los siglos XVIII y XIX, con indudable proyección al siglo XX. No sufrió cambios apreciables, por ejemplo, el universo doméstico. El antiguo status familiae pasó sin problemas a la nueva época y la autoridad paterna sobre esposa, hijos y sirvientes prolongó su sombra ancestral hasta nuestros días, gracias a la rara combinación de libertad (contratos, propiedad) y jerarquía (familia, también sucesiones) en las leyes civiles que así perdían coherencia estructural: la proclamada autonomía de la voluntad choca con la naturaleza institucional del derecho familiar, y tal vez ahí se encuentren una de las razones por las que varios de los códigos aprobados en los últimos tiempos han excluido la familia de su sistema. En lo que hace a las Españas la Constitución política de la Monarquía (CPME) vinculó los derechos políticos al sexo masculino, la mayoría de edad y la casa abierta (arts. 18 ss CPME); en realidad, la ciudadanía correspondió a la corporación familiar en conjunto bajo la autoridad del padre, su magistrado y representante natural: “en el sentir de la comision”, confesó el diputado Evaristo Pérez de Castro en los debates constitucionales, “todas las familias de la Península son ciudadanas, así como lo son todas las de los españoles, americanos y las de los indios, pues aunque en unas y otras las mugeres, los menores de edad, los criados, etc., etc., no sean ciudadanos, unos llegarán á serlo con el tiempo, y todos pertenecen a familias ciudadanas”4. Un documento de interés excepcional, el proyecto de Código civil de las Cortes, dado a las prensas, incompleto, en 1821, desarrolló los estados familiares (el matrimonial, arts. 277 ss; el paterno-filial, arts. 357 ss; el tutelar, arts. 386 ss; el de dependencia, arts. 455 ss) al tratar de “la diferente condicion doméstica de las personas” (libro II, Parte primera)5. De la concurrencia de tales estados, regidos estrechamente por la máxima de la obediencia debida (al marido: art. 311; al progenitor: art. 371, 4.°; al amo o superior: art. 462), nacía el orden de la casa, esto es, el fundamento de la organización social en conjunto6.

Y claro está, ese ámbito jerarquizado abrió una grieta por la que escaparon las proclamaciones constitucionales de igualdad. “Cuando se dice que en un estado todos los ciudadanos son iguales en derechos”, escribió en el Trienio el principal analista de la Constitución, el salmantino Ramón Salas, “solo se quiere dar á entender que todos son gobernados por las mismas leyes; que todos son juzgados por los mismos tribunales; que todos están sujetos á las mismas cargas; que todos pueden aspirar á todos los empleos; que todos pueden elegir el modo de vivir legítimo que les convenga, y en una palabra, que no hay clases ni personas privilegiadas ni exentas”7. Se trata de la igualdad legal del proyecto recordado (art. 51), una “ley sabia y justa” de las prometidas en el art. 4 CPME)8. Hay que hacer notar que el calificativo legal que usaron los comisionados implicaba la existencia de abundantes desigualdades naturales entre los individuos, según sus particulares circunstancias.

“Todos son gobernados por las mismas leyes”, pero la Constitución, en palabras de Nicolás M.ª Garelly, primer responsable del Código frustrado, dio “por sentada la desigualdad que nace de la edad, fijando la necesaria para el ejercicio de los derechos mas preciosos; la que proviene del sexo, limitando al varonil el desempeño de los cargos públicos; la que se deriva del estado de prosperidad, suspendiendo el ejercicio de la ciudadanía á los sirvientes domésticos, y el de voz pasiva en las elecciones de Diputados á Córtes (á su tiempo) á los que no posean una renta según los artículos 92 y 93; la que produce la educacion, é instruccion consiguiente, acordando la suspension de los referidos derechos desde el año 1830 á los que no sepan leer y escribir”9. Así, la diversa índole de las libertades negativas y positivas –la distinción entre naturaleza y ciudadanía, entre derechos civiles y derechos políticos− determinó el acceso a los cargos públicos, y los extranjeros con carta de ciudadano fueron excluidos de la regencia (art. 193 CPME), los ministerios (art. 233 CPME), el Consejo de Estado (art. 231 CPME), los cargos de justicia (art. 251). Se mantuvieron además ciertas jurisdicciones, como la eclesiástica (art. 248 CPME) y la militar (art. 249 CPME), mientras que los términos permisivos del art. 278 CPME, desarrollado en este punto por el Reglamento de las Audiencias y Juzgados de primera instancia (decreto CCI, de 9 de octubre, 1812), determinaron “que subsistirán por ahora según se hallan hasta nueva resolución de las Cortes” los viejos consulados y los tribunales especiales de hacienda y de minería (cap. II, art. 32). A su vez, la regulación penal, única materia codificada que salió adelante en el segundo período constitucional, estuvo trufada de desigualdades: si las invocaciones de la igualdad impidieron mantener viejos remedios regalistas, y así el extrañamiento del clérigo por pura decisión gubernativa, el Código de 1822 tipificó como delito la desobediencia al padre y al marido, y también moduló ciertas penas –“con esta disposicion se acata un principio de eterna justicia, solemnemente sancionado en nuestra ley fundamental, como es el de la igualdad legal”− en consideración del “honor al sacerdocio”10.

“Tan falso es que todos los habitantes de un pais sean iguales en derechos, que aun los ciudadanos mismos no lo son aun en los que se llaman derechos comunes”: del orden doméstico, inveteradamente desigualitario, a la desigualdad (legal) general, en definitiva11. Otra previsión del proyecto de 1821 –recogía experiencias consolidadas− jugó singularmente contra el principio (moderno) de universalidad de la ley, al admitir su relajación en los términos convencionales de la teoría de la norma propia del ius commune: “las Córtes pueden conceder la dispensa de una ley por causa especial”, establecía el art. 14, “oyendo antes el informe del Gobierno, que le da acompañando el expediente instructivo, del cual resultan los motivos de la peticion ó propuesta”. A pesar de que el mismo proyecto había definido la ley como la manifestación normativa de la voluntad de todos los españoles12, la posibilidad de dispensarla tenía base en el art. 131 CPME, que autorizaba a las Cortes a interpretar y derogar las leyes, siendo la dispensa, al fin y al cabo, una derogación singular. La práctica de dispensar se desarrolló en Cádiz –bordeando incluso el tenor de la Constitución13− con la simple sustitución de la autoridad del monarca por el nuevo soberano, esto es, el órgano legislativo. A pesar del horizonte ius-positivista que trazaba el proyecto de Código en materia de fuentes jurídicas, la dispensatio legis suponía perpetuar un criterio equitativo dejado al arbitrio del legislador; principio característico, como se sabe, de la cultura política y jurídica del antiguo régimen.

Y es que la carta gaditana ha sido calificada justamente de “constitución jurisdiccional”, entendida entonces como un “ensayo [que] bien pudo convertirse en un símbolo del liberalismo para toda Europa y América, pero ello no obsta para que tuviera unas raíces bien ancladas en la comprensión que del mundo mantenía, porque la ahormaba, la sociedad corporativa que lo vio nacer”; desde esta perspectiva, se ha sostenido que la famosa carta de Cádiz intentó la reforma (“constitucional”) de la vieja Monarquía católica14. El recorrido por la disciplina y la práctica de la dispensa ciertamente llevaría a suscribir la anterior conclusión, sin que sea necesario precisar aquí que el concepto de referencia –esto es, la ley− abarcaba tanto las disposiciones históricas contenidas en los vetustos “códigos españoles” –todavía vigentes− como los decretos de las Cortes (en sus varias modalidades) y aun la misma Constitución, de cuyo contenido dispusieron los diputados con alguna desenvoltura15. La ley se usó además como significante de contornos amplísimos: y así, al tratar de la libertad, el principal periódico del Trienio presentó este fundamental derecho como el “poder hacer lo que no se halle prohibido por ninguna ley divina ó humana, natural ó positiva, tradicional ó escrita, emanada de la autoridad ó fundada en el tácito convenio de los asociados”, donde es evidente que el contenido semántico del vocablo desbordaba por completo la decisión normativa de las Cortes e, incluso, la ambigua herencia del derecho recopilado16.

A propósito del derecho de propiedad –otro de los recogidos expresamente en el art. 4 CPME− documentan esos años una admirable composición de lógicas jurídicas diversas. “Es propiedad”, definió el Código de Garelly (art. 42), “1.° el derecho de aprovecharse y disponer libremente del producto del trabajo personal: 2.° el derecho de aprovechar los servicios que prestan á cada uno las personas, ó las cosas agenas con arreglo á la ley: 3.° el derecho de usar, disfrutar y disponer libremente de las cosas muebles ó inmuebles que pertenecen á uno ó muchos en virtud de título establecido por la ley”. Pues si, por una parte, el primer enunciado nos remite a John Locke y su clásica concepción que relaciona propiedad y trabajo personal17, el aprovechamiento de los servicios y las cosas ajenas respondía a la antiquísima mentalidad que admitía una pluralidad de situaciones reales −con existencia entonces de varios y simultáneos dominios− sobre un mismo bien; no fue casual que el art. 42 del proyecto separase el disfrute y la disposición para reconocer la segunda solamente al trabajo personal (art. 42, 1.°) y a las pertenencias de uno o de varios propietarios (art. 42, 3.°)18, limitando de tal forma el contenido del derecho que recaía sobre obras y bienes ajenos. Y aunque sus redactores admitieron en el Discurso preliminar que la propiedad “lleva esencialmente embebida la facultad de… exclusivo aprovechamiento”, también declararon allí que “esta facultad no se opone á ciertos gravámenes, ó cercenes, ora se deriven de la libre convencion del propietario, ora de la tácita convencion con que la ley otorgó la propiedad sobre ellas”19; en coherencia con tales consideraciones, el fracasado Código del Trienio se extendió a “los títulos, por los cuales la ley concede pertenencia total ó parcial sobre las cosas” (art. 44, cursivas mías).

Los servicios ajenos como objeto de propiedad no sólo remitían al vínculo contractual acordado entre un “superior” y un “dependiente” (arts. 455 ss del proyecto)20. Otra pesada pervivencia del antiguo régimen –un estado o condición del individuo impuesta a su voluntad, que sin embargo modulaba su espacio jurídico de modo determinante− fue la inveterada institución de la esclavitud. La Constitución de Cádiz la había admitido de forma decidida cuando atribuyó la naturaleza española a “todos los hombres libres nacidos y avecindados en las Españas, y los hijos de estos” (art. 5, 1.°), así como a “los libertos desde que adquieran la libertad en las Españas” (mismo art. 5, 4.°); conviene señalar que, cuando se desarrollaba la discusión de la carta, las Cortes habían rechazado las peticiones de libertad −“sin embargo de [sus] sentimientos de humanidad”− que varios esclavos elevaron al soberano congreso (1811), “porque aunque la esclavitud al parecer degrada el ser del hombre, es conocida casi desde su creación, pudiendo atribuirse a una de las penas del pecado de nuestro primer padre; habida pues por derecho público entre los hombres por lícita la adquisición de esclavos, es una propiedad que debe protegerse por los gobiernos entretanto por ley no se prohíba”21. Vigente desde la creación del mundo, no iban a cuestionar los constituyentes gaditanos este decisivo asunto, que además tocaba –nada menos− el derecho de propiedad. Tampoco tuvo mejor suerte, en los años que ahora recordamos, las quejas de un Enrique Martínez, esclavo “natural de Costa Firme” y conducido a la España europea con promesas de manumisión (1823)22. Pues, en suma, la abolición de la esclavitud nunca llegó con nuestro primer régimen constitucional (ni siquiera prosperó en Cádiz la prohibición de la trata), de modo que la “peculiar institución” recorrió el siglo “liberal” en los términos del “código negro” carolino, con los añadidos normativos y doctrinales del caso23.

Lo peor de todo fue que “la esclavitud inficiona el origen africano”24. Ante semejante advertencia, pronunciada por el diputado Guridi en el salón de las Cortes, no hace falta insistir en las discriminaciones constitucionales derivadas de la raza. “Casta o calidad del origen o linage”, según el Diccionario de Autoridades (1737), que añadía: “hablando de los hombres se toma mui regularmente en mala parte”. La principal discriminación −“en mala parte”− fijada en la Constitución precipitó en la privación general de la ciudadanía a los “españoles que por qualquier línea son habidos y reputados por originarios del África” (art. 22 CPME, cursivas mías); con un empinado camino de requisitos legales por delante, las “dispensas de color” de las leyes de Indias sirvieron de precedente a las Cortes para conceder, siempre de modo singular, la carta de ciudadano25. Más que en la genealogía o en la apariencia física, la exclusión del art. 22 descansaba en la mera “reputación”, circunstancia como poco imprecisa que provocó muchos pleitos electorales26 y que tal vez estuvo detrás del art. 50 del proyecto de Código civil, pues el derecho de todo español a “exigir en caso de necesidad, el auxilio efectivo” de terceros en salvaguardia “de su vida, de su honor y de sus bienes”, que en este precepto se contemplaba, podía reforzar los vínculos sociales necesarios para destruir una acusación racista que dificultare el sufragio.

Si la continuidad de la esclavitud remitía a normas y experiencias de la monarquía ilustrada, otras medidas de las Cortes avanzaron en la misma dirección. Al ejemplo, antes referido, del extrañamiento gubernativo del clérigo, un expediente enraizado en las facultades “oeconómicas” del rey católico que quiso la comisión competente mantener en el Código penal, cabría sumar la disciplina del matrimonio contenida en el proyecto de 1821; un paso más lejos con respecto de la política familiar implantada por Carlos III y Carlos IV. Me refiero, de una parte, al consentimiento parental a las bodas del hijo y del pupilo (arts. 286-301) y al consejo previo que necesitaba para casarse “toda persona de cualquier edad, sexo ó condicion que tuviera padres ó abuelos” (art. 302); la unión no consentida constituía delito (art. 557 del Código penal, con reclusión de seis meses a dos años) y estaba tachada de nulidad (art. 303, proyecto de Código civil). De haber prosperado el Código de las Cortes se hubiera cancelado en las Españas la bula Auctorem fidei (1794), una disposición pontificia –recibida aquí con retraso: cf. Nov. Rec. 1.1.22, 1800− por la que Pío VI condenó como herejía la sumisión del matrimonio a la legislación secular. Aunque los redactores del Código respetaron el sacramento y los ritos religiosos, el proyecto concibió la unión como un contrato civil, con sus requisitos e impedimentos (arts. 279-280); destaca entre los primeros el “acta civil del convenio matrimonial” que instruida por el alcalde constitucional del lugar de la novia al objeto de acreditar −entre otros particulares− el propósito libre y serio de los contrayentes, la autorización o el consejo de los ascendientes llamados a intervenir, la capacidad de los esposos y la suficiente edad (art. 307). Sin este acta era nulo el matrimonio celebrado in facie Ecclesiae.

La subsistencia del estado de familia, unida al status libertatis y al origen o raza de los españoles como elementos de relevancia jurídica y política, invita a la prudencia ante cualquier exceso conmemorativo. En realidad, entre 1820 y 1823 comenzó el repudio del momento gaditano (“producto asqueroso de las pasiones y de los furores revolucionarios”) por una parte del liberalismo hispano27, secuaz de las conspiraciones impulsadas por la corona y sus ministros y favorable a una segunda cámara en las Cortes; gracias al hallazgo documental de Clara Álvarez sabemos que el Estatuto Real (1834) lo dejaron listo y preparado, diez años antes, los conservadores del Trienio28. La división entre los partidarios y los detractores “reformistas” de la Constitución –con serios episodios de conflicto entre parlamento y gobierno que ponen en cuestión el generalmente aceptado predominio de las Cortes− explica la reescritura de algunas leyes de Cádiz en un sentido no siempre favorable a los derechos. Tengo presente ahora los decretos de libertad de imprenta29.

La Constitución había dado un mal paso al abordar el asunto, pues si el art. 371 admitía que “todos los españoles tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas”, también anunciaba que este derecho había de someterse a “las restricciones y responsabilidad que establezcan las leyes”; expresión ésta de restricciones, se quejó Ramón Salas, ciertamente ofensiva, “porque se la puede dar una extensión que destruya la libertad de imprenta”30; fue además lo habitual cuando abordaron los derechos las leyes del Trienio31. Por lo demás, si en 1810 la libertad de publicar opiniones (políticas) se reconoció a “todos los cuerpos y personas particulares, de cualquiera condicion y estado que sean” (decreto IX de 9 de noviembre, art. I, cursivas mías), ahora el derecho cobró una dimensión puramente individual al aprobarse que “todo español tiene derecho de imprimir y publicar sus pensamientos sin necesidad de previa censura” (decreto LV de 22 de octubre, 1820, Reglamento acerca de la libertad de imprenta, art. 1.°). El recelo de las Cortes al ejercicio colectivo de los derechos estuvo también tras la ley del derecho de petición, regulado por iniciativa del monarca para fijar “sus justos límites”, como sería “nunca tomar la voz de pueblo, ni de ninguna corporacion, ni sociedad, ni clase, aunque pertenezcan á alguna de ellas para otros efectos; ni hablar en nombre de otras personas”32. Había a toda costa que evitar, proclamó Francisco Martínez de la Rosa, que se pudiera “presentar una súplica en una mano y la espada en la otra”33.

Respecto de las sanciones que castigaban los escritos abusivos, Cádiz se remitió en términos genéricos a las leyes vigentes, esto es, las normas recopiladas (“castigados con la pena de la ley”, art. IV); un decenio después el Reglamento de imprentas incluyó un largo catálogo de penas contra los impresos delictivos en sus varias clases (subversivos, sediciosos, obscenos, infamatorios, con tres grados de responsabilidad criminal en cada supuesto), que podían llegar hasta los seis años de prisión (“entendiéndose esta no en la cárcel pública, sino en otro lugar seguro”, art. 19) si no había antecedentes (pues “la reincidencia será castigada con doble pena”, art. 24). El aparato creado en 1810 para controlar la prensa, esto es, las juntas de censura provinciales y la junta central o suprema (arts. XIII ss) dio paso en 1820 al juicio por jurados, de acusación y calificación: ciudadanos mayores de 25 años, sorteados de una lista que incluía los nombres “elegidos anualmente á pluralidad de votos por el Ayuntamiento constitucional de las capitales de provincia” (art. 37); pero las viejas juntas censorias inspiraron en varios sentidos las normas sobre los jurados34. No faltaron voces que expresaron su disconformidad con los criterios aprobados para su formación (Flórez Estrada), ni tampoco advertencias contra la novedosa institución de los jueces de hecho (Calatrava); sin embargo el jurado se abrió paso en los debates y sirvió aun como la pieza maestra (“la principal novedad que se nota en este proyecto”, declaró la comisión redactora, “es la distincion de jueces de hecho y de jueces de derecho”) del Código de Instrucción Criminal, otro ambicioso proyecto, listo y publicado en 1821, que finalmente tampoco se aprobó; las críticas al jurado de la ley de imprenta, que dejó impunes según algunos “los escritos mas incendiarios y los libelos mas escandalosos sin que hayan sido de ningún valor los esfuerzos (…) para reprimir semejante desorden”, acaso obstaculizaron este segundo, decisivo texto35. En cualquier caso, la disciplina de la imprenta en aquellos tiempos convulsos ocupó de continuo la atención de las Cortes, con una catarata de normas de clara tendencia restrictiva; merece ser recordada la severa ampliación de penas y la ambigüedad de los tipos introducidos por un decreto de 1821 sobre conspiradores contra la Constitución, en castigo de “todos los españoles” que “de palabra ó por escrito no comprendido en la ley de libertad de imprenta propagase máximas ó doctrinas que tengan una tendencia directa á destruir ó trastornar la Constitucion política de la Monarquia” (art. 7, decreto VI de 17 de abril, 1821, cursivas mías)36. No me extraña que se echase en falta, por la seguridad que aportaron, los sistemas de censura previa de los escritos en tiempos preconstitucionales37.

Ley liberticida, protestó desde Londres Jeremy Bentham, tan propia del sultán de Marruecos como inconcebible en un gobierno liberal38; al fin y a la postre, desde Ovidio sabemos que liber, sustantivo que designa un texto pero también adjetivo que califica una condición humana, evidencia la antiquísima relación entre el libro y la libertad39. Las denuncias del pensador inglés se dirigían, además, contra otra ley de las Cortes (cf. decreto LIV de 21 de octubre, 1820, “Sobre las reuniones de individuos para discutir en público asuntos políticos”), aprobada al mismo tiempo que el Reglamento de imprentas para limitar la expresión de opiniones políticas en conjunción con el (imprevisto) derecho de reunión. El peligro de abusos se compensaba, según Bentham, con la misión que correspondía a estas libertades como freno de un mal ejercicio del poder, “a check upon the conduct of the ruling few (…) a outrouling power, indispensably necessary to the maintenance of good government”. Por eso, la cicatería de las Cortes –también ahora bajo la influencia de conocidos “anilleros”, y así Nicolás Garelly, doblemente responsable del proyecto de Código civil y del decreto sobre las sociedades patrióticas40− llamaba fuera la atención por el trato dispensado a los persas, conspiradores contra la Constitución en 1814 y ahora generosamente perdonados; cuando aquellos que habían querido destruirla nada tenían que temer, escribió Bentham todavía, cuál sería la suerte del sistema constitucional en España si las Cortes atemorizaban con sus leyes a cuantos luchaban por preservarlo41.

Ahora bien, si consideramos las opciones técnicas que conformaron el ordenamiento −se trata siempre, claro está, de una técnica jurídica de indiscutible carga ideológica− el Trienio aportó notables novedades. La principal, varias veces aludida, tuvo que ver con la codificación del derecho42.

Apenas habían pasado dos meses de la apertura de sesiones parlamentarias (9 de julio, 1820) cuando la prensa de Madrid publicó una inesperada reseña del Vom Beruf de F. K. von Savigny (1814); resulta evidente que la vuelta a la senda constitucional colocaba en primer plano la causa de los códigos, ambiciosas “leyes sabias y justas” del art. 4 CPME cuya elaboración prometía un conocido mandato constitucional: “el código civil y criminal, y el de comercio, serán unos mismos para toda la Monarquia, sin perjuicio de las variaciones que por particulares circunstancias podrán hacer las Cortes” (art. 258 CPME)43. En realidad, la nota de El Censor sobre el folleto del sabio alemán traducía lo publicado por un Auguste Drufayer, profesor de Derecho Público en París tras haberlo sido en la Coblenza napoleónica44; conviene subrayar que la adaptación de materiales extranjeros –tan frecuente, y no solo entre la prensa española− expresaba ahora una determinada opción político-jurídica. El código deseado no sólo suponía superar el vetusto derecho recopilado; no sólo podía situarlo por fin en el marco constitucional. Se encontraba también en juego reducir a unidad la variedad normativa de las Españas (“la ventaja inapreciable de reunir con el lazo de una misma ley todas las provincias que forman la Monarquía”) y suprimir el arbitrio judicial (“no esta cimentado el edificio de la libertad interin las leyes civiles y criminales no fortalezcan las políticas, cuya conservacion hemos jurado”)45.

Cuando los diputados lanzaban sus estrategias contra las sociedades patrióticas y la imprenta, aprobaron asimismo las comisiones para hacer los códigos; por ejemplo, la del Civil fue nombrada el 22 de agosto, 1820 (Diario de Sesiones, p. 610). Si Cádiz contó con expertos extraparlamentarios para colaborar en la tarea (alguno tan significado con Francisco Martínez Marina)46, las Cortes del Trienio organizaron los pertinentes grupos de trabajo sólo con diputados; el análisis biográfico de los mismos arroja una interesante nómina de personajes ubicuos, que desplegaron sus capacidades e influencias al servicio del “sistema representativo” con los futuros gobiernos “cristinos”47. No puede entonces extrañar que el contenido de los códigos no fuese demasiado generoso en materia de libertades.

Queda sin embargo en pie la naturaleza parlamentaria de esos códigos, circunstancia excepcional en la historia de la codificación del derecho; como se declaró en la segunda, breve vuelta a la carta gaditana (1836), “unos cuerpos numerosos como nuestras Cámaras son los menos aptos para la formacion de semejantes leyes. Requieren estas en sus redactores, en cuantos puedan influir con un voto en su confeccion, no solo conocimientos especiales en la materia, los que sería absurdo buscar en una asamblea tan numerosa, sino hasta cierta homogeneidad de principios, cierto espíritu sistemático, que no pueden hallarse sino en un corto número de hombres dedicados á ella muy principalmente”48. Pues bien, en contra de los precedentes napoleónico y austríaco y de otros códigos posteriores, fruto de comisiones gubernamentales, los primeros códigos españoles nacieron y se concluyeron en el congreso, aunque las Cortes solicitaran el parecer ciudadano antes de proceder a los debates49. Si no me equivoco, hemos tenido que esperar a la nueva Ley de Enjuiciamiento Civil (2000) –criticada por elaborarse al margen de la Codificación general de Codificación50− para encontrar un ejemplo parecido.

La elaboración de los códigos en las Cortes respondió, sin duda, al propósito de anclarlos en el marco constitucional, como leyes secundarias que desarrollaban la carta, ley primaria, de 1812: en las reflexiones de la comisión del Código civil, “tócale desenvolver las bases de la Constitucion, detallando los modos de hacerlas efectivas; á cuyo fin enumera los deberes del ciudadano para concurrir á la felicidad pública y al engrandecimiento del Estado: determina los medios de asegurar su libertad individual y la de sus propiedades; y los que se dirigen á evitar, asi los abusos de parte de la autoridad que pudieran enfrenarla arbitrariamente, como los estravíos de los individuos que propendiesen á socavar el bienestar común que se propuso la ley fundamental”. Si nos queda clara de este modo la intención de los redactores, igualmente resulta explícita la ambigüedad de sus propósitos, ya que los “los abusos de la autoridad” tenían que frenarse legalmente junto a “los estravíos de los individuos”.

Sobre una principalísima libertad −el derecho a la seguridad personal− lo había expresado años atrás un modesto tratado de ciencia política: “la seguridad del ciudadano en particular (…) es el fin primario de las Sociedades [pero] luego que estas ya están formadas (…) es preciso que la masa general necesite tambien una cierta seguridad, y felicidad mui parecida á la de cada ciudadano (…) En vano el Gobierno establecería leyes para que viviese tranquilo el particular en su casa, y fuesen respetadas su libertad, persona y propiedades si el cuerpo político de quien el ciudadano es un miembro quedase expuesto á sufrir vexaciones”51. Siguiendo esas consignas, la legislación sobre seguridad del Trienio mostró la dureza de la impotencia. Sin contar aún con un código procesal –esto es, sin el juicio por jurados− dos decretos de 1820 regularon los procedimientos penales52. La táctica “liberticida” que denunció Bentham se hizo realidad con el pobre Juan Antonio Gippini, dueño de la Fontana de Oro y preso por las discusiones políticas que tenían lugar en este local; triste ejemplo de despotismo (“de que puede decirse que no hemos acertado á salir”), y ya se sabe: “cuando la arbitrariedad persigue sin escrúpulo á los hombres que le son sospechosos, no persigue a un solo individuo, sino á la nación entera á la que indigna y degrada”53. Más exigente resultó ser la recordada ley contra los conspiradores (1821), acompañada de una norma procesal con ciertas previsiones inquietantes, como la amplia competencia de la jurisdicción militar (arts. 2-12, con remisiones a la Novísima) o la conversión del sumario en una acusación formal “aunque el procesado no esté plenamente convicto, siempre que las pruebas ó indicios inclinen prudentemente el ánimo del Juez á creer que el tratado como reo es culpable ó inocente” (art. 16). Sin olvidar que una aplicación sesgada de esta ley empeoró la situación: cuando fueron perseguidos los ministros del gabinete presidido por Martínez de la Rosa como responsables de la sublevación absolutista del 7 de julio, 1822, surgió una duda de “jurisprudencia constitucional” (pues “la Constitución dice una cosa y una ley posterior dice otra que le es contraria”) que se saldó finalmente a favor de los implicados54.

Entre esos altibajos la codificación no dejó de ser un logro jurídico del Trienio, aunque la represión posterior privó de vigencia al único código aprobado por las Cortes y abortó los demás proyectos e iniciativas. No sirvió de precedente, pero pasó a la historia posterior el debate –irresuelto− sobre la dimensión territorial del derecho liberal; una cuestión relevante, que merece aquí comentario.

La apuesta unitaria de la carta gaditana (“unos mismos códigos”) se entendió compatible con cierto grado de diversidad (“variaciones por particulares circunstancias”); se diría que las Cortes actuaron con prudencia ante la inmensidad bihemisférica de la nación, aunque la actitud de los diputados americanos en el momento constituyente mostró que, proclamada desde las primeras sesiones la “igualdad de derechos entre los españoles europeos y ultramarinos” (decreto v, 15 de octubre, 1810), los discursos particularistas podían sentirse desde América como una peligrosa discriminación: “no clasificándose las variaciones”, expresó José Miguel Gordoa (Zacatecas), “queda abierto, no ya un portillo angosto, sino una puerta anchurosa [para] mantener á todo trance prácticas y costumbres, que si en otro tiempo acaso han sido loables, no servirán en adelante más que para debilitar ó romper el sagrado vínculo que debe unir á todos los españoles”55. Seguramente eso explica que una tardía propuesta de la diputación americana bajo el Trienio, con un diseño laxamente federal que admitía la creación de órganos legislativos en las tierras ultramarinas, no pretendió suprimir la unidad del derecho codificado56.

Sin dejar la España europea subsistía, empero, una variedad de regímenes jurídicos singularmente en las instituciones de derecho privado, y el constituyente gaditano tomó nota de la situación al calificar siempre en plural su referente territorial: se trataba del reino (indivisible: art. 174 CPME) de las Españas57. Cuando elevó a las Cortes el proyecto constitucional, Agustín Argüelles admitió la posibilidad de introducir “ciertas modificaciones” en los futuros códigos (aunque “la diferencia (…) no podrá recaer en ningun caso en la parte esencial de la legislacion”)58, tal vez porque la defensa del “derecho municipal” figuraba entre las instrucciones dadas a los diputados de Cataluña; mas también en este caso la uniformidad jurídica de la monarquía parecía la fórmula más deseable (“para que no quede después de la actual crisis hecha un cuerpo compuesto de partes heterogéneas”); ahora bien, en caso de subsistir alguna especialidad “debe Cataluña no sólo conservar sus privilegios y fueros actuales, sino también los que disfrutó en el tiempo en que ocupó el Trono español la augusta casa de Austria”59.

Nada quedó en el Trienio de ese tímido particularismo, al menos en lo concerniente a Cataluña, pero se oyeron voces (el diputado Loizaga, la diputación de Vizcaya) favorable a mantener las sucesiones vascas −la libertad de saldar las expectativas del hijo “con un real y un árbol”− al amparo del art. 258 CPME60. Una norma remisa y conflictiva, la ley de señoríos de 3 de mayo, 1823, reguló el laudemio “mientras se arreglan de una manera uniforme estos contratos [enfitéuticos] en el Código civil” (art. 7); no conocemos los artículos pertinentes, pero consta que la comisión redactora de este código abrazó la causa de la uniformidad jurídica oponiéndose frontalmente a la costumbre como fuente y a las soluciones especiales en el ámbito de la legislación. Tuvo sin embargo que aceptar, siempre en esa delicada materia de las sucesiones, que existía en las Españas “un cuadro muy variado (…) en medio de la unidad de principios políticos. Navarra, las provincias Vascongadas, Aragon, Cataluña e islas Baleares se diferencian de las Castillas en el particular, mucho más que en su clima y producciones”. Y aunque los comisionados sabían que el art. 258 les autorizaba a “dictar modificaciones locales”, consideraron finalmente que “no debía[n] adoptar otra que la de toda reforma saludable; la de no dar efecto retroactivo”61.

Era sin duda el sentir general. Por ejemplo, el granadino Javier de Burgos, uno de los mejores analistas políticos, justificó la unidad de legislación cuando las Cortes comenzaban sus sesiones62. Tal y como se alegó al discutir la Constitución, el inciso final del art. 258 CPME −a tenor de la lectura del autor afrancesado− admitía, como mucho, cierta variedad pero en “puntos subalternos y casi reglamentarios, sin que nunca puedan aprobarse en las reglas capitales de la justicia”. Pues el derecho nuevo tenía que ser tan uniforme como lo era la Constitución felizmente restablecida: el antiguo “gefe supremo de la federacion” hispánica, intitulado rey de Castilla, de Aragón, de Navarra, conde de Barcelona… hasta llegar al minúsculo señorío de Molina, monarca de forma simultánea y con variable contenido según los territorios de su corona (“varios estados federados mas ó menos imperfectamente”), había cedido el paso con la carta de Cádiz al “rey de las Españas; porque las Españas son un reino ó un estado único e indivisible, cuyas partes no solamente reconocen un mismo magistrado supremo, sino también un solo pacto social, un solo código político”; para perfeccionar la unión solamente “falta[ba] (…) una misma ley pública y privada; y éste es el grande beneficio que han querido procurarnos los autores de la carta constitucional”. Y no se trataba, desde luego, de recoger los derechos provinciales en un mismo código de vigencia nacional; la idea, que había aflorado sin éxito en Cádiz (“una comision para cada provincia, pues en cada cual de ella son diversos los usos”)63, no conoció en el Trienio eco alguno.

Curiosamente la diversidad local pasó al Código penal. Al discutirse la responsabilidad criminal el mismo Garelly, cerrado partidario de la unidad de regímenes jurídico-privados en su proyecto de Código civil, propuso que la edad penal se modulase según la variedad de vida y cultura de las Españas americana y europea, “puesto que la Constitución (…) permite hacer en el Código criminal las variaciones que las circunstancias exijan”; la sugerencia no prosperó, pero la singularidad americana fue aceptada residualmente para endurecer la cuantía de las multas, pues “el dinero tiene la mitad del valor en América que en la Península”64.

* * * * *

La codificación del ordenamiento, esta gran aportación jurídica del segundo período constitucional, quedó pendiente como tantos otros propósitos que palpitaban en el texto de 1812; pero presentar aquí la relación de los proyectos de reforma legislativa y sus líneas maestras rebasa ciertamente los objetivos de esta rápida introducción. Quede en nuestro haber, cuando celebramos los doscientos años del Trienio, recordar que la vuelta a Cádiz certificó la imposibilidad de articular un marco político común y eficaz para la corona y las Cortes: en contra de lo que regularmente se entiende, la retención de facultades ejecutivas en manos del rey y sus ministros conspiró de continuo contra la decisión parlamentaria, sobre todo si no faltaban diputados partidarios de aquella nueva especie del gobierno liberal que aportó la Restauración francesa65. La corona encarnó en lo político el viejísimo principio patriarcal que preservó, como sabemos, el status familiae en la organización civil. La cultura moderna de la ley –una ley concebida como voluntad normativa de la nación mas elaborada por los patres de las Cortes y cuantos los elegían a tal fin− convivió con un entendimiento de las normas dependiente de concepciones iusnaturalistas de raíz por lo común confesional, de jerarquías domésticas (que tampoco les iban a la zaga) y demás convenciones sociales de idéntica matriz. Ante la seducción de lo moderno acaso sea prudente, para terminar, leer otra vez el preámbulo de la Constitución:

“Las Cortes generales y extraordinarias de la Nación española, bien convencidas, después del más detenido examen y madura deliberación, de que las antiguas leyes fundamentales de esta Monarquía, acompañadas de las oportunas providencias y precauciones, que aseguren de un modo estable y permanente su entero cumplimiento, podrán llenar debidamente el grande objeto de promover la gloria, la prosperidad y el bien de toda la Nación, decretan la siguiente Constitución política para el buen gobierno y recta administración del Estado”.

Trienio liberal, vintismo, rivoluzione: 1820‐1823. España, Portugal e Italia

Подняться наверх