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CUATRO

Ramírez Oblea no podía saber que Melany, la primera enfermera que lo atendió diligente aun en la ambulancia, no solo fue eficaz profesional por sus estudios y por su vocación solidaria, sino porque su vida estaba propulsada por los motores entusiastas de la felicidad: estaba enamorada. Perdida, loca, extremadamente enamorada de mí. Dicho así casi parece altanero o pretencioso por mi parte, pero es la verdad. Así de seguro estoy. Me lo dicen todo el tiempo sus ojos, todo el tiempo me lo dicen sus labios con sus besos sus besos con sus palabras sus palabras con sus labios sus labios con sus besos. Todo el tiempo. Jamás olvida ese detalle, el beso en la boca antes de irse al trabajo, o la caricia breve y oportuna en mi cachete o en mi oreja o el güasap inesperado con rotundas palabras de amor, todo ese sinfín de atenciones que demuestran entrega, compromiso, fidelidad, todos esos conceptos tan anchos que a menudo nos parecen inabarcables.

Melany, ya lo dije, es enfermera. De las buenas. Acaso lo ha sido siempre. Desde pequeña, cuando jugaba a los médicos, ella lo hacía en serio, reconcentrada, con una arruga de atención en pleno entrecejo porque de veras le interesaba aquel juego donde podía montar y desmontar todos los órganos humanos del muñeco, maniquí que se quejaba emitiendo agudos pitidos con voz llorosa cuando la niña Melany cometía una equivocación y alguno de sus huesos no había sido encajado en su sitio, que tampoco es tan fácil distinguir falanges, cóndilos, húmeros, cúbitos, coxis, tibias y peronés. Descubrir tempranamente una vocación es una suerte que nos ahorra dar palos de ciego y caminar desnortados por la vida.

Saber lo que le gusta, tener plena certeza de saber para qué nació y de su lugar en el mundo y, además, estar aturdidamente enamorada hacían de Melany una persona feliz, una mujer en cuyos brazos se sentía la pulsión cálida del hogar y el abrigo del puerto seguro. ¿Qué más se podía pedir? Meditado seriamente, siempre cabe más, aunque sepamos que no se puede tener todo, nos empeñamos en buscarlo, a sabiendas de que ese empeño imposible nos conducirá a travesías de infelicidad y susto y tormenta que nos hará añorar los tiempos de calma y bonanza. Así somos. Así soy, hecho de esa pasta a menudo inasible, ídolos de barro.

La ternura de caníbal

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