Читать книгу La ternura de caníbal - Víctor Álamo de la Rosa - Страница 20

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TRECE

El día de la cita con Melany me desperté con ilusión. Me miré al espejo y me sentí coqueto. Bonito, esa palabra molde que encaja en casi todo, describiría a las mil maravillas el sentimiento que me gobernaba y que debió empezar a generarse durante mi sueño. De otro modo, no podría explicarme por qué nada más abrir los ojos sentí ese calorcillo dulzón de la ilusión. Algo, incluso, de latido de ansiedad que sin embargo iría creciendo hasta la hora aproximada del encuentro. Cada vez entiendo menos qué me puede estar pasando. Si pienso en la única vez que he visto a Melany no puedo sino escarbar en imágenes que no la dejan bien. ¿Cómo sería su cabello sin aquella atadura de cola de caballo, por ejemplo?, ¿Cómo serían sus pies en una sandalia o en un zapato de tacón? Y cómo serían en verdad sus ojos en la distancia corta y, más allá, cómo seré yo en esa misma distancia.

Pronto, mira a la cámara y sonríe, podré descubrirlo, aunque ahora deambule con un poco de tiempo de sobra por la ciudad. Ya hoy fui a trabajar, a esa empresa llena de lameculos, moderna actualización de la esclavitud. Ya puse mi huella en el lector del control de presencia cuando llegué y ya la puse cuando me marché, una vez cronométricamente cumplido el horario. Resulta humillante, día a día, ponga usted su dedo. Mi trabajo no me interesa. Mi trabajo no nos interesa. Es gris y estúpido, uno de esos trabajos que inventa el sistema para que no salgas del sistema. Lo hago, me pagan un salario con el que cubrir mes a mes las necesidades básicas e impedirme ahorrar como para fecundar sueños. El sistema todo lo tiene pensado, aunque a veces creamos que no, creamos que somos libres. Si me salgo del sistema acabaré mis días a la luz de una vela en alguna de las cuatro torres. Seré una historia más, acaso el caníbal que a lo mejor me gustaría ser, ¿o tal vez esta idea peregrina también sea una proyección de mis anhelos?

El sistema nos permite tener sueños, pero no para calmar nuestro instinto de progreso social sino para atemperarlo y sujetarlo, y, en realidad, quedarnos solo en el sueño, en la simple idea del sueño, sin pasar a la acción, a la búsqueda activa. Sin organizarnos. Sin comportarnos como abejas en busca de un panal mayor, un lugar donde al menos puedan caber sueños más amplios. Así es. Así funciona. Y yo pongo mi dedo en el control de presencia y soporto las injusticias de mis jefes y bajo la cabeza y miro para otro lado y pienso en el salario y no me siento orgulloso y pienso en mi pequeño apartamento y después pienso en el reino de la exclusión que son las cuatro torres. Altas, siempre recordándonos nuestro final si nos salimos del sistema. Entonces el día corre más rápido. Y procuro no fumar, para no gastar tiempo y después tener que recuperarlo al final de la jornada. Así es la fábrica. Y fumo en la media hora de descanso. Gracias, autoridad, por esta concesión, para que el vicio me torture menos, aunque eso implique almorzar en veinticinco minutos. Si corre la media hora y me salgo del margen de regalo, también deberé recuperarlo al final de la jornada. Y no, no puede ser, no puedo hurtarle ni un minuto al final de la jornada porque eso sería robarle tiempo a mi verdadera vida, a ese trozo de vida que empieza justo después de salir de las entrañas de la fábrica, esa vida que dura hasta la medianoche, peleándome contra el sueño y el cansancio porque a las siete de la mañana me espera de nuevo mi dedo, mi dedo que es suyo. Mi dedo en el pulsador del control de presencia, mi dedo esclavizado. Ojalá tuviera interés en mi trabajo. De veras. Si lo tuviera no dudaría en contarlo y si me gustara o resultara interesante podría describirlo con cierta pasión. Pero no. Solo me arrastro por la fábrica. Cumplo. Hago lo que se me ordena. No chisto y solo hablo cuando se me pregunta o me inquiere alguno de los jefes. Fuera de la fábrica, aunque sea noche cerrada, está la luz. Me arrastro día a día hasta esos fines de semana alternativos que todavía existen. El próximo, por ejemplo, no trabajaré. Mi dedo, durante un sábado y un domingo completos, volverá a ser mío, volverá a ser parcialmente libre para hacer una peineta o para imaginar que dolorosamente se lo meto en el culo al jefe hasta que llore y pida clemencia porque tema que mi dedo puede ser el dedo de su caníbal, ese caníbal que cada vez está más dentro de mí, modelándose, como esas esculturas que van naciendo del bloque de mármol.

La ternura de caníbal

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