Читать книгу La ternura de caníbal - Víctor Álamo de la Rosa - Страница 16

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NUEVE

Me explicaré mejor: La oficina de la compañía de seguros, en previsión de inesperados ataques caníbales, ya tenía a todos sus trabajadores instalados tras murallas de cristal. De hecho, el local parecía más espacioso gracias a las paredes acristaladas tras las que, acantonados, trabajaban diligentes los empleados. Me acerqué a la ventanilla, tras casi media hora de espera, y una señorita con pinta de amable me preguntó en qué podía servirme. Dudé de que no fuera un robot, tan autómatas sonaron sus palabras. Escuché su voz amortiguada por el cristal, casi cavernaria, obligándome a acercarme al agujero de la ventanilla, apenas un círculo de unos quince centímetros de diámetro a través del que intercambiar algunos papeles. Expuse el caso de mi moto y la bici de Melany. Agregué que como podía comprobar llevaba doce años pagando puntualmente la cuota de mi seguro y precisé que, como podía comprobar, jamás de los jamases había tenido un incidente y jamás había tenido que utilizarlo pero que, en esta ocasión, estimaba que era justo y necesario proceder al arreglo o, en su caso, al pago de una bicicleta nueva. Como podía comprobar, todo era cierto. Todo irrefutable, como podía comprobar, señorita. La señorita amable alargó la mano hacia su mostrador y cogió un impreso azul, un impreso amarillo, un impreso rosado y finalmente un impreso blanco, mojándose la punta de los dedos gordo e índice con los labios para poder extraerlos de sus respectivos apretados montículos. Léalos por favor detenidamente y proceda a rellenar los datos e informaciones que se le solicitan y, una vez haya finalizado, por favor vuelva por aquí y me los entrega, me dijo, como un sonsonete aprendido, estribillo de canción machacona.

—Pero…

—Es el procedimiento.

—Ya, pero…

—Es el procedimiento.

—Y si…

—Es el procedimiento.

—Bueno, bueno, vale, gracias.

—Puede ir a ese otro mostrador y rellenarlos allí. Estará más cómodo.

—Gracias, gracias.

El mostrador al que se refería la señorita amable estaba al fondo de la oficina. Una especie de estrecha barra de bar sobre la que había media docena de bolígrafos atados al mostrador por unas pequeñas cadenas que solo dejaban espacio para el movimiento justo, difícil, exacta precisión de la escritura, nada de inspirados esparcimientos literarios. Casi podría definirse como una tortura calculada y muy bien planeada. Debía permanecer en pie, y solo leerme todos aquellos documentos me llevaría al menos media hora. Escribir, con aquellas ataduras, y ceñirme a los huecos y pequeños recuadros en blanco de los impresos oficiales, casi casi podría definirse como un trabajo circense, monje medieval copiando textos sagrados con demorada y prudente caligrafía, hábito marrón jesuita, escasa luz de convento, redonda calva en la coronilla. Puse toda mi atención, toda mi paciencia, en soportar aquella prueba, diseñada para infundir desánimo. Pensé en Melany. Recordé su bicicleta aplastada. Su cara de amargura. Pensé en Melany y después pensé en el mar que sitia a una isla, ese muro azul confinador. Así debía erigirse mi paciencia. Muro sin brechas, muro sin grietas. No podrán con mi paciencia de alto mar.

Rellené las casillas de los impresos con prudente letra mayúscula, casi diploma cum laude al amanuense profesional. Volví a hacer la cola y me di cuenta de que me dolía el codo, principio de epicondilitis, por culpa de aquella tortura de escritura, vaya ripio acertado. Pensé en Melany. Empecé a masajearme el brazo, a la altura del codo, pero me percaté de que uno de los vigilantes de seguridad no me quitaba ojo porque mi automasaje debió parecerle sospechoso. Paré. Seguí en la cola. Otra media hora. Pensaba en Melany y cuando comenzaba a desesperarme volvía a pensar en ella y volví a pensar por qué pensaba en ella. A menudo el propio pensamiento es así, machacón, cercano a un trabalenguas.

Por fin la ventanilla, oasis tras recorrer el desierto, pantano pequeño donde por fin abrevar leones, cebras, ñus, gacelas, jabalís y pájaros varios tras el estío, y otra vez la señorita amable, a punto de celebrar con un comentario mi caligrafía paciente, recibiendo el impreso azul, el impreso amarillo, el impreso rosado, el impreso blanco. Poniéndoles a todos un sello, tac, tac, tac, tac, amontonándolos después en los respectivos montículos azules, amarillos, rosados y blancos, verdadera cadena montañosa de la burocracia infértil. A continuación, me dio un resguardo y me otorgó una sonrisa androide, comunicándome que por favor debería telefonear dentro de un mes o volver a la oficina, porque los abogados de la compañía deberán estudiar el caso y dictar su veredicto. Verá, señorita, no puedo esperar tanto. Ya. Es el procedimiento. Ya, lo entiendo, pero no puedo esperar tanto, el vehículo accidentado es de suma importancia para el día a día. Ya, lo entiendo. Todos nuestros casos son urgentes, pero yo no puedo hacer nada más por usted, dijo, con ojos repintados con raya oscura hacia los lados, raya que pareció estirarse para esbozar una sonrisa o ¿tal vez solo parpadeaba con aire robótico?

—¿Podría hablar con el director?

—Sí, claro. En aquella urna de allí está su secretaria. Pídale a ella una cita.

—Bueno, yo quería decir ahora. Esta mañana. Verá, no tengo prisa.

—Ya, le entiendo, señor, pero yo no puedo hacer más por usted. No es de mi competencia.

—Está bien, gracias.

No voy a mentir, porque cuando me desplacé hacia la urna del fondo, en busca de la secretaria del jefe, sentí el primer resorte del desorden de la rabia, la primera hoguera de la llama de la rebelión frente al atropello y la injusticia. Sentí acaso ganas casi irreprimibles de morder, de saltar a la yugular, como de pronto investido de la sed secular de un vampiro de puntiagudos colmillos.

Mientras caminaba hacia ella observé el exterior, la calle inmediata, a través de un enorme ventanal en la pared lateral de la oficina. Afuera campaba un lunes luminoso, sol a sus anchas, típico ajetreo laboral, tráfico colapsado, humos oscuros saliendo de los tubos de escape. Una madre conducía con sus dos hijos sentados en sus respectivas sillitas portabebés; un ciclomotor se apresuraba zigzagueante a entregar su cargamento de pizzas; un cartero depositaba correspondencia en un buzón; la camioneta de la tintorería, aparcada en doble fila, incomodaba aún más si cabe la circulación. Los transeúntes, ajenos a sus ecos, entrecruzaban sus andares por la acera, desfile de fauna curiosa que compra el periódico, que enciende un cigarrillo, que masca un chicle. Afuera era el ruido, adentro, como en un vientre, solo la respiración pausada del aire acondicionado. Aquel vistazo al exterior me sirvió, sin embargo, para sentir que mis colmillos, digamos, volvían a encogerse, retornando a su estado natural. Que el gozne del principio de la ira amortiguaba su predisposición al estallido. Por eso fui capaz de sacar a relucir sonrisa modélica y ofrecérsela a la secretaria del jefe. Sonrisa convincente. Sonrisa profesional.

—Buenos días.

—Buenos días.

Esta vez la urna de cristal tras la que se ocultaba la secretaria era casi un búnker. Hitler, sin duda, habría dado su aprobación y aplauso entusiastas. Apenas escuchaba su vocecilla delicada, porque entre ella y yo solo había una ranura en el cristal. Del tamaño de un folio, pero con la misma anchura de la abertura que tienen los cajeros automáticos de los bancos para introducir la tarjeta. Enseguida me percaté de que aquel engendro no tenía otro sentido que imposibilitar una conversación. Me habría largado con viento fresco, pero pensé en Melany. En Melany, en su bici y otra vez en mis colmillos. Muro azul, muro azul, paciencia alta, pero qué útiles son estas imágenes mentales para paliar malos tragos, toda esa amalgama frustrante del día a día que hay que aprender a gestionar.

—Quisiera solicitar una entrevista con el director, si es posible.

—Disculpe, no le escucho.

—Digo que quisiera solicitar una entrevista con el director, si es posible.

—Vale, le escucho.

—Verá, es que su compañera me dijo que usted me daría cita.

—Bueno, no creo que mi compañera le haya dicho exactamente eso, sino que yo valoraría su caso y después consultaría la agenda de mi jefe y, una vez efectuado ese trámite, procedería al registro de la posibilidad de una cita, para la cual yo misma le telefonearía.

Mal empezamos. Necesité más mar, más muro azul y alto, oleajes largos de paciencia. Pensé en Melany. Pensé en Melany. Pensé en Melany y en su pobrecilla bici aplastada.

—Verá, señorita, en realidad yo quería entrevistarme con su jefe hoy. Mi caso es de suma urgencia, no sé si me explico. Además, hablamos de una simple bicicleta, no de un coche de lujo.

—No se altere, por favor. Le entiendo, claro que sí, pero usted debe entender que todos los casos lo son. Absolutamente todos son urgentes, por una u otra razón.

—Claro, claro. ¿Y para cuándo calcula usted que podría concederme esa cita?

—Sí, muy bien. Espere un momento.

—De acuerdo.

—Por favor dígame su nombre.

Intento hablar, pero vuelve a disparar:

—Dígame su número de carné de identidad.

Intento hablar, pero…

—Dígame brevemente de qué se trata.

Respondí, despacio, abriendo poco la boca, casi mascullando, con la secreta convicción de que así, en caso de que me crecieran, no podría ver mis colmillos ni su sed de venganza.

—Concluyo entonces que usted no tiene en su poder los datos del conductor que se dio a la fuga, ¿no es así?

—No, no los tengo, como le he dicho.

—Le adelanto que su caso tiene difícil solución para la compañía.

—Ya. Precisamente porque no paran de repetirme eso quiero ver a su jefe.

—Aguarde un instante, por favor.

La secretaria consultó el ordenador. Movió el ratón y me percaté de que era zurda. Me acordé del diablo. Pavorosos rojos cuernos de macho cabrío envuelto en llamas y humos, representación clásica repintada en cientos de cuadros, ilustraciones y películas. Nada de particular.

—Podría atenderle dentro de tres semanas, el 22 de marzo, a las nueve quince horas de la mañana, si le viene bien.

—¿Tres semanas?

—Sí. Lo siento. Imposible antes. Pero ya le adelanto que su caso tiene difícil solución.

Detrás de ella había una puerta. Ahí no había cristal sino pared. Debe de ser el despacho del jefe. Me imaginé dando un portazo, entrando y dando rienda suelta a mi cólera, repartiendo vengadoras dentelladas a diestro y siniestro. Quizá en ese momento pudieran entreverse mis colmillos salivantes. No lo sé, pero juraría que sí, a juzgar por el pozo de susto que pude ver salpicando los ojos de la secretaria. Pero pensé en Melany. De nuevo. Pensé en que yo no era un caníbal. Pensé en la bici despachurrada y otra vez en el alto muro azul del mar de mi paciencia y respiré hondo; tragué rabias cuyos nacimientos y manantiales lejanos desconocía, giré marcialmente sobre los tacones de mis zapatos y me fui sin decir adiós ni proferir insultos, único lujo que concedí a esa ensordecedora llamada lobezna que desasosegaba adentros que yo mismo desconocía.

Me subí a la moto y, ya antes de arrancar y oír su bramido de toro bravo, sabía que, antes de telefonear a Melany, acudiría raudo a la tienda de bicicletas que había en mi barrio. Compraría el mismo modelo, llamaría a Melany y posiblemente no le contaría toda la verdad. Todavía prefería que las cosas de este mundo fueran lógicas y que mi compañía de seguros hubiera sufragado la compra. Es lo que tiene perseverar en la conciencia. Sus renuncias, sus juegos de moral, su pequeña pero constante retahíla de frustraciones, ¿desaparecen? No lo creo, se agazapan a la espera de prender la llama del desconcierto ingobernable. ¿Habré de ser un caníbal? Pensé en Melany, elegí una bicicleta muy parecida, pero con mejores prestaciones por ser el último modelo, saqué de la cartera mi tarjeta de crédito y pagué, seguro de que todavía no habría de entrar en números rojos. El rojo de los números, el mejor color para robar.

La ternura de caníbal

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