Читать книгу La ternura de caníbal - Víctor Álamo de la Rosa - Страница 12
ОглавлениеCINCO
A la noche Melany me contó el caso de Ramírez Oblea, director de una importante sucursal de banco. Otro ataque caníbal. Ya ni siquiera los reflejan los titulares de los informativos. Cada vez son más habituales, dijo. Cada vez hay más, agregó, como si no fuera lo mismo, como si fuera a añadir un matiz que no existe, cada vez hay más caníbales, ¿no crees? No podía decirle que no tenía ganas de hablar del tema, que prefería ver la tele, hacer el amor, cenar tranquilos. Es lo que ocurre cuando estamos en pareja, ocurre que siempre hay que hacer pequeños esfuerzos generosos para que la cosa funcione y la relación no acabe rompiéndose trufada por las típicas discusiones bizantinas en las que se trata de defender quién es más egoísta, quién pone más o menos de su parte. Ya sabemos a qué me refiero. Melany quería descargar las alforjas de sus miedos, sacarme algunas pocas palabras de comprensión. Y yo lo hice. ¿Por qué hay cada vez más caníbales? No lo sé, le dije. Tal vez seamos así, quizá los seres humanos hayamos alcanzado el siglo XXI para descubrir nuestra verdadera naturaleza, argumenté, reflexivo, solo para que Melany fuera desvaneciendo sus aflicciones. Pero eso que dices me entristece, y es lamentable, arguyó, y yo dije sí, claro que sí, pero es lo que hay. El hombre es un lobo, un lobo para el hombre, se me ocurrió decir, tirando de improvisación, aunque enseguida propuse zanjar el asunto poniéndonos a cenar. Olvídalo, no está en nuestra mano, cuestión de la evolución de la especie, supongo. Y ella de nuevo a la carga con pero qué te pasa, ¿no quieres hablar?, y yo no, cariño, hablemos, pero creo que es mejor dejar el tema y vivir a salvo nuestra pequeña intimidad, dije, pero ipso facto preguntó ¿qué quieres decir con eso? Y yo nada, nada, cariño, ven aquí que quiero darte un beso. Pobre hombre, el caníbal le mordió toda la cara hasta desfigurarlo, añadió de sopetón. Y yo: Mujer, déjalo ya, ¿no ves que vamos a estropearnos la cena?, ¿Vas a seguir? A lo que ella contraatacó con ¿es que de veras no te importa? Y yo: Bueno, me importas tú y por eso mismo ven, ven, anda, ven, a lo que ella, otra vez a la carga, hermosa valkiria sobre su corcel, con es que adónde vamos a parar comiéndonos los unos a los otros, dijo, y entonces saltó en mí el inconsciente resorte del enfado y dije que qué quieres, que seguramente el tal Ramírez Oblea se lo merecería y que acaso era uno más de esos sinvergüenzas que desde sus bancos o desde sus posiciones de poder joden al prójimo sin tener siquiera pajolera idea de todas esas palabras que una vez fueron bonitas, todas esas palabras como honestidad, justicia, solidaridad, cooperativismo, fraternidad, palabras que nunca estaban en sus diccionarios, palabras para las que habían desarrollado una alergia específica, palabras que literalmente se pasaban por el culo porque ya habían nacido con esa tara egoísta. El canibalismo, posiblemente, sea un mecanismo de defensa que se está desarrollando. Es cuestión de avance genético, unos seres desarrollan su egoísmo, otros van improvisando un mecanismo evolutivo de combate y supervivencia, dije. ¿Con que eso crees? Pues es muy triste, adujo ella. Sí, eso creo. Al final has logrado que la noche se tuerza, dije. Pero no era mi intención, volvió a la defensiva. Está bien, vamos a dejarlo, dije. Es que no me gusta que seamos así, dijo, volviendo metralleta a la carga, porque ¿adónde vamos a parar? Que no lo sé, contesto obvio, ¿y qué puede hacerse?, pregunta. ¿Pero te crees que soy un oráculo?, nadie lo sabe, digo. Nada de nada, remato, no puede hacerse nada de nada contra las leyes naturales de la evolución, solté.
Melany es una de esas mujeres blandas. Quiero decir que su cuerpo es turgente, con siempre mullida carne allí donde uno posa las manos. No quiero decir gorda o gruesa y mucho menos obesa. Al contrario, a sus veintiocho años recién cumplidos su cuerpo es perfecto, abarcador, diría que uno de esos cuerpos hembra proclives a la maternidad numerosa. Caderas amplias, senos también anchos. Nada de estrecheces delicadas. Sus manos, por ejemplo, son perfectas para que veamos a Melany. Son regordetas, no tiene largos dedos finos, sino que son manos mullidas, manos colchón, pero, al mismo tiempo, firmes, curtidas por su propia profesión, sin largas uñas pintadas de rojo o de algún otro extraño color inventado por la industria cosmética y su pinchazo consumista. Sus manos son capaces de regalarme caricias simples, pero también son resueltas al ejercer la presión exacta en mi pene a la hora del sexo, en el momento de ponerme en su boca.
Así es también su boca, capaz de expandirse blandamente cuando el beso deslenguado se alarga y ya son dientes, encías y salivación excitada la vorágine completa que se desata en los besares y rebesares que preludian la batalla sexual. Lo mismo ocurre al entrar en su vagina, la misma amplificada sensación de penetrar en un espacio tierno y membranoso y sin embargo sólidamente elástico, capaz de múltiples gradaciones y degradaciones en su amorosa oposición hasta expandirse glotón y tragaldabas. Me encanta. Es como llegar a casa tras un día de frío y lluvia. Como por fin el alivio, el abandono, reposo del guerrero. Pero así son también sus ojos, acolchados sofás acogedores, insisto, porque así es mi Melany. Si la miras a los ojos sus iris oscuros, castaños solo si de lleno les da el sol, van abriendo visillos, un cortinaje tras otro, como para demostrar que puedes asomarte dentro sin miedo a descubrir abismos, que no hay nada que ocultar, que no hay secreto y que toda la alcoba está en su sitio. Que no hay desorden ni desagradables sorpresas, que todo está limpio y que no hay nada inesperado tirado por el suelo, que los armarios están ordenados, cada cosa en su lugar, que puedes entrar y sentirte seguro sin echar dos veces la llave y pasar el fechillo. Sus ojos son así y así es su ensortijado cabello rubio. Abundante almohada de rizos, cojín agradable, nada que ver con esos pelos lacios que tras el sudor del sexo parecen hilillos agotados, sin volumen ni consistencia ni respiración. Su melena, cabellera del león que es mi leona, tan fácil que yo acomode mi brazo cayéndome a su lado en la cama tras haberme bajado del placer y, todavía con el resuello desencajado, colar mi mano por esa intrincada selva rubia hasta que me gane el sueño y el sopor. Así es Melany, así son sus labios gordezuelos, bonita trampa de carne que se amolda al beso sin sufrir, sin choque frontal, capaces de la suavidad con que encajan los mecanismos que están hechos el uno para el otro. Melany me ama. Me ama así de esponjosamente. Y yo siempre me estoy preguntando si estoy a su altura.