Читать книгу La ternura de caníbal - Víctor Álamo de la Rosa - Страница 8

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UNO

Comenzó a morder sin previo aviso, quiero decir sin ninguna señal que presagiara la escena macabra. El hombre salió de la fila de la ventanilla del banco y corrió raudo hacia el tipo del fondo, el que lucía corbata a juego con su elegante traje gris marengo, y sin más ni más se abalanzó sobre él y con la primera dentellada pudo arrastrar pómulo y comisura derecha de la boca casi sin oposición, tantísima era su ira.

El hombre del traje, director de la sucursal bancaria, cayó de espaldas, sorprendido por el salto felino del mordedor, avalancha de hombre de dientes fieros que en menos de un minuto malograron la compostura del señor Ramírez Oblea, veinte largos años ya consagrados a la empresa.

Aquella mañana se había afeitado como de costumbre. Después se había duchado y se había acomodado frente al espejo para peinarse con gomina, cepillarse los dientes, masajear la piel de la cara con su carísimo prodigio de crema antiarrugas y darse la aprobación general, oír su propia ovación, aplaudan, aplaudan, siempre tras retocarse el nudo de la corbata. Como cada día de estos veinte años. Con esa puntualidad suiza. Con ese rigor minucioso que impedía la rebelión de algunos pelillos de su barba o de su bigote. La precisión de su hojilla de afeitar, laminada por seis cuchillas afiladas, siempre cumplía con el deber del apurado perfecto. Así fue ayer y así fue hoy, porque la rutina no tiene nada de malo. Nada. Al contrario, sirve para apuntalarnos el día a día e impedir que se abran huecos con dudas, huecos donde naufragar, huecos.

En esto más o menos meditaba Ramírez Oblea, en su rutina satisfecha, cuando accionaba la llave con mando a distancia de su coche, un deportivo de segunda mano, pero todavía de muy buen ver que se iluminó de puro contento al oír los pasos de su dueño y señor, saludándolo con un chasquido de sus cuatro certeros seguros. El cochazo ya no guardaba memoria del dueño anterior, un don nadie agobiado por las deudas con el banco que se entregó en cuerpo y alma a Ramírez Oblea a cambio de una condonación. Ramírez Oblea en su despacho, emperador romano en el circo, dedo arriba o dedo abajo, y los desgraciados cristianos en el foso de los leones. Pero ahora puede abrir la puerta, acomodarse en el sillón tapizado de cuero beis de su vehículo, dar el contacto y disfrutar de la música que inmediata sale de sus seis altavoces para repiquetear en el habitáculo hermético, silencioso, caliente, pura ingeniería, calidad de calidades solo al alcance de unos pocos.

No se privaría de ese privilegio. Llegar a la sucursal del banco en su propio coche, aunque solo estuviera a nueve minutos de su hogar, era una de sus rutinas felices y por eso mismo acomodadas. Girar el volante, detener el pensamiento en su tacto suave, muslos de mujer, y accionar el intermitente y sentir su parpadeo verde y su tictac metálico y engranar las marchas de esa caja de cambios casi tan musical como la melodía antigua que escuchaba, grandes éxitos del pop rock de finales del siglo XX. ¡Ah, cuán rápido corre el tiempo!, pensó, aunque también este pensamiento formara parte de su bonita rutina.

Aparcó en su plaza, situada en el estacionamiento trasero del banco, desplegando todo ese sinfín de gestos que acariciaban el volante. Marcha atrás engranada, giros dóciles del volante y lento maniobrar hasta que los sofisticados sensores de aparcamiento trasero alertaran con su pitido de que la máquina ya estaba en su sitio. De este modo, por la puerta de atrás, evitaba con total tranquilidad a las obedientes multitudes que hacían fila, cada mañana, y se escabullía en su despacho, guarida del lobo, sin atravesar la oficina, esa peligrosa travesía campo a través plagada de zombis con ojeras.

De ningún modo, pero absolutamente de ningún modo, acunado en sus fieles rutinas, Ramírez Oblea habría de predecir el mordisco, aquella furibunda mole de hombre que no pidió cita, que no guardó la cola, que ni siquiera medió palabra, sino que raudo desenfundó su venganza caníbal y mordió. Como si tuviera grandes colmillos de bestia salvaje. Como si no dudara de que habría de ser la última vez. Mordió sin comer porque no mordía por hambre, por el simple instinto de apagar el resuello de una barriga hambrienta. Mordía porque se lo pedía el cuerpo, llamada salvaje, pero desde ese otro ángulo alejado de las necesidades básicas. Inmediatez de la rabia, jugoso precipitarse de la venganza, ira y frustración rompiendo la presa, sed de justicia.

Nunca pensó que arrancarle la cara fuera a ser tan fácil. Desde que su colmillo izquierdo aferró la comisura derecha de Ramírez Oblea y tiró, brusco giro de cabeza triunfante, Saturno devorando a sus hijos, la piel cedió como si fuera plastilina, resquebrajándose hasta la oreja. Escupió y el camino del segundo mordisco sobra decir que ya fue aun más sencillo. Agarró carne desde el pómulo y ya cuando arrastró la mordida pudo sentir la dureza del hueso.

El porqué no escuchaba los gritos de Ramírez Oblea es difícil de explicar. Mucho. Porque chillaba, ya sin cara que llamar cara, ya sin superficie donde pasar su magnífica hojilla de afeitar. Amorfo conglomerado sanguinolento, barbaridad de sangre en menos de lo que canta un gallo.

Por fin se oyó un disparo y el caníbal cayó fulminado. Alguien accionó la alarma y en cuestión de un minuto los empleados de la sucursal bancaria quedaron aislados y seguros en sus urnas de cristal. La plebe, antes incluso de empezar a escuchar las lejanas sirenas de la policía, rompió filas y huyó. Ramírez Oblea moría desangrándose con la mala suerte que suponía tener encima el pesado cadáver del caníbal que, una vez, fue orgulloso propietario de un deportivo de alta gama. Cosa curiosa, apunte sin mayor importancia: cuando el caníbal cayó sobre Ramírez Oblea debió apretar el mando de la llave, porque, instante mágico, el coche pareció conmemorar la reciente refriega con el alarmado encendido de sus cuatro intermitentes.

La ternura de caníbal

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