Читать книгу La ternura de caníbal - Víctor Álamo de la Rosa - Страница 21

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CATORCE

Tuve tiempo, no me hagan mucho caso, de salir del curro, alma que lleva el diablo, auparme a mi motocicleta, mi más fiel compañera, y sortear el tráfico espeso, gelatina de petróleo ondulando sobre la mar, hasta llegar a casa, hogar dulce hogar. Pude repasar mi afeitado. Pude abrir el armario de mi dormitorio de par en par para escoger vestimenta apropiada e, incluso, tuve tiempo para dedicarle un pensamiento breve a la intención de masturbarme. No es infrecuente, como es sabido, que un exceso de testosterona urgente, buscando angustiosa salida, pueda estropear una primera cita. Sin embargo, deseché la ocurrencia, tras acordarme del reciente maúllo de Ágata. Es curioso comprobar cuán rápido se olvidan las cosas que no son suficientes. Lo que no acompaña. Lo que de antemano sabemos que habrá de morir.

Tuve tiempo de comprobar, frente al espejo, que mi ilusión seguía intacta y que incluso se había ido metamorfoseando a lo largo de la jornada. De una iniciática y juguetona ilusión mañanera, casi acorde a una pulsión adolescente, había pasado a una ilusión digamos más precisa, como el halo de luz de un faro en la punta de un muelle. Ahora lo vemos, haz directo y contundente. Ahora no, pero enseguida otra vez la luz iluminando una trayectoria, una dirección. En medio de ambas ilusiones, una ilusión más saltimbanqui y por eso mismo digna de un circo. Una ilusión payasa capaz de pasar de la risa al llanto tan pronto, con tan inexistente o muy precaria transición, que al instante sentimos la sospecha de la falsedad de la actuación o, cuando menos, que está poco ensayada. Esa ilusión era así porque vaiveneaba en ese columpio que iba desde la conciencia a la moral, desde el inconsciente impulsivo a la atadura de la buena educación. Cuando lo pensaba la ilusión lloraba de alegría, cuando volvía a repensarlo sujetaba las riendas y me decía que ya era mayorcito y cuando mis pensamientos atribulados hallaban otro recoveco era hasta capaz de pensar con ilusión desbocada que acaso Melany era la definitiva última mujer de mi vida. Y así y así y así y así, balancín invisible, será o no será, deshojando la margarita. Esta ilusión, sin embargo, ahora que lo pienso, fue la que más duró, la que a priori parecía más pasajera. Imagino que porque en el fondo era la ilusión más cómoda, la más inquieta, la que no daba tiempo a empantanarse en difíciles reflexiones o díscolos circunloquios.

Tuve tiempo, digo, de ver titilar esa ilusión en mis ojos, adheridos al espejo donde me acabo de afeitar. La ilusión que deja ese rastro de halo de luz de vela cuando la roza un aire insignificante, cuando la llama se traga un suspiro. No sé si me explico. Tuve tiempo de vestirme y desvestirme y volverme a vestir, cambiándome toda la indumentaria de los pies a la cabeza. Tuve la certeza, al verme en el espejito espejito mágico, de que el azogue me devolvía una mueca desaprobatoria que significaba que me había puesto demasiado elegante y, aún más, diría que del todo inapropiado, sobre todo si me acordaba de la brutal sencillez desaliñada de Melany al menos durante esa primera y única vez de nuestro encontronazo con bici aplastada de por medio.

Me decidí por una camisa blanca y simple y un suéter azul igualmente simple y un pantalón vaquero nada desteñido sino todavía camino del azul más añil. Ya campaban esos primeros días anunciadores del futuro verano, casi a la vuelta de la esquina, cuando el frío se escabulle herido y huye a sus blancas moradas de montaña a hibernar como los osos. Podía circular en mi moto sin que sus gruñidos gélidos se me colaran en los huesos hasta hacerme temblar.

Tuve tiempo de pararme en el cajero y sacar unos euros que me permitieran invitarla, aunque la pantalla enseguida me alertó contra mi alegría despilfarradora advirtiéndome de la mordida que había dado a mi cuenta bancaria, siempre enteca, siempre anoréxica, siempre debilucha, la tienda de bicis. Menos da una piedra, pensé, y eso me sirvió de consuelo. También pensé que en realidad me había invitado ella y que sería lógico que insistiera en pagar, pero entonces yo debería convidar a una copa en alguno de los cafés de moda. Con un poco de suerte y máximo control monetario llegaría a fin de mes, me consolé. Y entonces volví a pensar adonde habría pensado Melany llevarme. Para una primera cita, imagino que ni a un restaurante presuntamente caro ni a uno descaradamente barato. Seguro que buscaría ese término medio alternativo. Yo tenía muy claro que me dejaría llevar, que no opondría reparos a su elección ni que tampoco haría otras sugerencias. Tenía curiosidad, es cierto.

Tuve tiempo, todavía, de estacionar mi moto y acudir al quiosco y comprar tabaco y chicles. Al ver las monedas de la vuelta tintinear en mi mano cruzó fiero el pensamiento del dinero y de la necesidad de ahorrar, pero qué sé yo, un día es un día, la casa por la ventana, qué viva la felicidad del dispendio.

Tuve tiempo, todavía, de contemplar una de esas escenas ahora tan habituales en torno a los cubos de la basura. El jefe de distrito ordenando la fila. Primero niños, huérfanos o no, después niños con sus padres seguidos de adolescentes, resto de adultos y, por último, ese pelotón vencido por la edad tercera, la penúltima, la que precede a la muerte. Desfile de gentes que ordenadamente, acatando la ley, buscaban y rebuscaban en los cubos de basura del centro comercial siempre los desperdicios más cotizados. La comida, todavía válida, aunque tal vez mañana mismo comenzara a caducarse. El jefe de distrito, una especie de sereno a la antigua usanza, silbato incluido, ordenaba la fila. Un trabajo como otro cualquiera, aunque sin urna de cristal que los protegiera de la posibilidad de ataques caníbales y sin permiso para llevar pistola y solo oficialmente habilitados para portar un arma blanca reglamentaria y esposas, como si esa pequeña protección fuera de veras capaz de detener a un caníbal. Ridículo, pero así era, porque el ayuntamiento, a pesar del escaso salario, siempre encontraba sustitutos para aquellos que perecían o acababan sus días engrosando las filas multitudinarias de lisiados que habían sido objeto de algún furibundo altercado caníbal.

No sé si las caras macilentas de los niños me daban pena. No estoy seguro. Quizá la verdadera lástima la sentía al verlos comer, por ejemplo, aquellos yogures que hoy mismo comenzaron su ciclo de caducidad. Verlos engullir los alimentos era más triste que verlos solo hambrientos, sin nada que llevarse a la boca, con perdidos frágiles ojos de vidrio que jamás habían conocido el titilar de la esperanza. No sé. Verlos solo sucios, solo hambrientos, solo abandonados era extrañamente menos entristecedor que verlos zamparse devoradores casi todo lo que iban encontrando, sin orden ni concierto, yogures, zanahorias, alguna fruta, trozos de bollería. Quizá por ser una imagen tan cotidiana tras los tiempos remotos del esplendor mi sensibilidad se ha erosionado. Como si hubiera perdido capas. Quiero decir que acaso se haya distorsionado y que por eso en vez de sentir alegría al verlos por fin comer sienta más pena, más infinita tristeza. No lo sé. Es difícil de explicar. Las mejillas de los niños, todavía demasiado blancas y tiernas como para ya acumular tanta mugre. Eso era triste, por sí solo triste. Sus manitas exploradoras escarbando y reconociendo al tacto frutas o verduras, plátanos aún comestibles, aunque ya no hubiera piezas sanas, piezas sin moretones o mala pinta general. Sus bracitos soportando el peso de bolsas de plástico que casi arrastraban por la acera porque todavía les faltaba crecer y tener altura. Tendrían, muchos, entre seis y siete años, vivirían en esa otra intemperie que eran las cuatro torres. Algunos, con toda probabilidad, se convertirían un día en caníbales. Acaso, de algún modo, ya lo eran: niños capaces de saborear la carne cruda que guardaban los envases que tiraban los supermercados del centro comercial.

Los adolescentes parecían algo más organizados y casi todos tenían una mochila a la espalda que llenaban de latas varias y productos lácteos y bandejas con trozos de pollo o de ternera o de quesos de aspecto rancio. Eran sin embargo más selectivos que los niños, les resultaba más fácil discernir entre lo útil y entre lo que ya no podría comerse sin caer enfermos o sufrir graves diarreas. Ya los adolescentes habían afilado su instinto de supervivencia. Eran un grupo de iguales, una tribu, con sus adornos rituales. Pendientes en las orejas, argollas en las narices, camisetas negras, cabellera revuelta, tatuajes. Sin embargo, me percaté de que en este grupo había una particularidad porque había sordomudos que manoteaban rápidos mensajes en su lengua de signos. Y me llamó la atención porque a pesar de su incapacidad o gracias a ella, parecían mucho más profesionales y mucho más organizados, incluso más ágiles que la mayoría de la fauna de adultos que justo después de ellos trataron de escarbar también en el basurero.

El sereno, a una prudente distancia, observaba el calamitoso desfile y dejó que algunos adultos y algunos viejos comenzaran a mezclarse en las tareas de búsqueda. Y es que la mendicidad iguala edades, aspectos, barbas… porque las canas, por ejemplo, símbolo de senectud, empezaban a darse incluso antes en adultos que no necesitaban bastón, al contrario que los ancianos cuyos huesos demolidos por la edad sufrían para poder asomarse a los contenedores de basura. De pronto, en ese igualamiento de vagabundos muertos de hambre, la segunda y la tercera edad se desordenaban, como si ambas edades tuvieran prisa por acelerar su inevitable encuentro con la muerte. Para qué vivir así, solo una inercia.

En los contenedores solo quedó basura. Ahora sí. Estoy seguro. Todo lo de veras inservible. Porque había quien escarbaba tan minuciosamente que hallaba trozos de cables, piezas de aparatos, teléfonos móviles, blísteres de medicamentos, cosas a las que solo Dios sabe qué nuevo uso dar. Tanto los niños como los adolescentes y los adultos y los viejos y hasta los perros callejeros que algunos de ellos tenían como compañía, se encaminaron hacia las cuatro torres, séquito tenebroso entre las primeras sombras de la noche. Los adelanté subido a mi moto y a la luz del faro de mi máquina me parecieron aún más espectrales.

No tardaría más de cinco minutos en llegar a la puerta del edificio de apartamentos de Melany. Quería ser puntual. ¿Bastarían esos minutos para disipar la visión de aquel espectáculo zombi y recuperar la ilusión, toda esa ilusión que había gobernado mi día y que solo ahora, durante aquel tiempo de contemplación, se había marchitado ante tanta decadencia? Oí, a lo lejos, el silbato del sereno. Chirriante, anunciando que se acabó lo que se daba.

La ternura de caníbal

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