Читать книгу La ternura de caníbal - Víctor Álamo de la Rosa - Страница 9
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Lo propio sería introducir aquí una descripción de la ciudad. Decir su nombre, doblar sus esquinas, trazar sus calles, monumentos, plazas y parques, situar sus barrios céntricos y sus barrios periféricos y sus arrabales, insistir en que las afueras rebosan barriadas de ladrillo y techos de madera y cartón, suburbios insalubres y extrarradios de burdeles de carretera, además de nidos chabolistas donde se trafica con toda suerte de drogas a punta de navaja. Pero descubrimos que nada de esto es indispensable, que, a la postre, todas las ciudades son la misma y que, meditado seriamente, no necesitan ni nombre. Es la Ciudad.
Los edificios, tomados desde el centro, decrecen en altura a partir del cogollo central de rascacielos que albergan oficinas, sedes de empresas, despachos de abogados, notarios, políticos, funcionarios, periodistas, médicos, banqueros, mafiosos, aunque, demasiado a menudo, todas estas profesiones se den en realidad al mismo tiempo, hecho, digamos, un análisis genérico. Cerca del centro se van diseminando un par de gigantescos complejos hospitalarios, varios palacetes de gobierno y colegios e institutos y fundaciones y enseguida las recoletas casas del barrio histórico con su arquitectura decimonónica y algunas zonas de chalés adosados con pequeño recuadro jardín y más serpenteo de calles que conforme avanzan hacia las afueras van empobreciendo su aspecto: menos farolas públicas, más desconchones en el asfalto, menos bocas de alcantarillas, ninguna plaza donde ubicar dos o tres columpios para entretener a los niños y muchos feos inmuebles de mediana altura cuyas fachadas discapacitadas a duras penas se sostienen con las muletas de alguna obra o reforma inacabada. Son un verdadero desfile de lisiados: las ventanas rotas, los ojos del ciego, algunas vigas y pilastras soportando alféizares y balcones decrépitos, cojos apuntalados por sus bastones, y grandes cicatrices en las fachadas donde otrora hubo pintura uniforme, a imagen y semejanza de las marcas que nos dejan las enfermedades de la piel.
Y lejos, mucho más lejos, enturbiando el horizonte doblado por el peso de la contaminación, espigan las chimeneas de las fábricas y los hornos con sus bocas fumadoras. Y los esqueletos metálicos de las refinerías de crudo, monstruos con tanques como globos oculares y enrevesadas tuberías, intestinos gigantescos, tripas que regurgitan, huesos retorcidos de un dinosaurio, grandes insectos que llamar también centrales eléctricas y, un poco más lejos, los altos cráteres de tres reactores nucleares que los aviones esquivan para posarse con gris chirrido neumático en el aeropuerto. Un avispero de industrias de aspecto desigual, imposible saber qué se fabrica allí dentro, salvo en la siderúrgica, tan ruidosa que hasta sus fuegos son ensordecedores y sus reflejos pálidos rebrillan en el cielo de la noche como sacándole astillas. Desde aquí, tan altos, subidos a las azoteas de las cuatro torres, los rascacielos más vertiginosos de la ciudad, se diría que hasta el propio horizonte huye espantado. Que se aleja, acobardado, por tanto repunte metálico y tantos nubarrones de gases, espuma nociva de los días.
Lo propio. Lo normal. Es la Ciudad. Donde viven millones de seres humanos. Donde también viven los caníbales y los seres humillados. Así es. Así ha sido siempre, a poco, insistimos, que se medite seriamente.