Читать книгу La ternura de caníbal - Víctor Álamo de la Rosa - Страница 17

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DIEZ

De la época de esplendor de mi ciudad recuerdo la imagen de los cuatro rascacielos, gigantescas torres de más de setecientos metros de altura que podían contemplarse desde cualquier ángulo, lejos o cerca, de este enredo de avenidas, calles, callejones y callejuelas en el que vivo. Las cuatro torres, tan altas que un avión habría podido estrellarse contra ellas. Las luces multitudinarias de sus ventanas, durante la época de esplendor, podían divisarse a kilómetros de distancia sin esforzar la vista. Como árboles navideños plantados por Dios. Los rayos láser de sus azoteas, siempre con ocasión de días singulares, como la noche de Fin de Año, atravesando los cielos hasta adentrarse en el oscuro y prometedor espacio cósmico, acaso escarbando tras la pista de las moradas divinas. Igual daban cielos despejados que cielos encapotados, cielos de cúmulos que cielos de cirros, cielos con lunas llenas que cielos con lunas menguantes. Igual porque sus acerados rayos láser cortaban el aire hasta hendir las nubes y dibujarles panza o sacarles imprevistos relieves de colores. Los rayos en Fin de Año, los rayos conmemorativos del Día de la Independencia, los rayos multicolores del Día del Desfile de Carnaval. Todo eso cuando era el esplendor. Cuando eran los días amables, cuando entre ricos y pobres la distancia era mucho más corta y había un espacio medio más o menos confortable.

Ahora no hay rayos nunca ni hay tantas ventanas encendidas, sino que las cuatro torres, enjambres de pobreza, son cárceles por las que libremente transitan excluidos, cartoneros, vagabundos, desempleados, maleantes, prostitutas, drogatas y escoria general. Cuando el esplendor había allí oficinas con espigadas plantas de interior, despachos espaciosos, sedes empresariales con inmensos logos corporativos, gentes pudientes. Hasta que el Gobierno, remota ya la época de esplendor, pensó que sus oficinas y habitaciones y pasillos y terrazas serían un magnífico hogar, un refugio para confinar a miles de mendigos que de ese modo serían más invisibles y uno no tendría que topárselos en su zaguán o en el interior de las cabinas de los cajeros automáticos o en la boca del metro o bajo las marquesinas del tranvía o en la más sencilla y despojada intemperie. Cárceles desgobernadas donde campar a sus anchas a partir del toque de queda, reductos donde tenerlos controlados porque dentro de las torres sabían que habrían de tener un techo bajo el que dormir, unos cuartos de baño generales y a veces un hilillo de luz eléctrica. Por eso ahora sus ventanas no eran ya multitudinarias sino simples recuadros oscuros solo a veces titilantes, rebrillo tristón de alguna vela en las últimas, alicaída, apenas sostenida por su propio bastón de cera consumida. Antes eran símbolos, pero lenta, casi imperceptiblemente, el mundo cambia.

A mí me gustaba subir con mi moto a Lomo Alto, en las afueras de la ciudad, con alguna de mis conquistas, y contemplar las cuatro torres. Su arquitectura imponente desafiando a las tripas del cielo, sin importar la entraña nube. Imaginar, hacia dentro de aquellos cuadrados de luz, las historias de vida y muerte que podrían estarse produciendo en esas mazmorras inmensas. Familias cenando, venga, vamos, todos a la mesa antes de que se enfríe. Familias viendo la tele, pero solo hasta las once, que mañana hay que madrugar para ir al cole. Parejas haciendo el amor. Parejas deshaciéndolo. Ancianos cansándose la vista frente a las páginas de un libro o de un periódico deportivo. La mujer de la limpieza arrastrando el carrito de lejías y detergentes y fregonas que se cruza con la prostituta que llama al ascensor, recolocándose las bragas, todavía sudorosa tras cumplir con el enésimo servicio de la noche. La mujer sola, hablándole a sus fantasmas. El hombre solo, curvatura de la soledad, sosteniendo parecida charla con parecidos fantasmas, lástima que la vida no los encuentre. La adolescente anoréxica que sueña con la libertad de los peces en el mar y que un día abrirá la ventana para volar hacia ellos, hacia sus aletas musicales. El niño, hijo único, jugando con sus propios fantasmas porque solo tiene un mundo y jamás conocerá esa ampliación del mundo que es tener un hermano, una hermana. El asesino. El periodista. El cura. El músico. El abogado y el arquitecto y el notario y el juez y el psicópata y el pintor y el policía y el médico y el publicista y el escritor y la cucaracha que se coló y que ya va de excursión por el décimo noveno piso. Y el cuarentón que se infarta y los colegas de despedida de soltero buscando prostitutas en el listín telefónico y los atletas que corren sobre las máquinas en el gimnasio de la sexta planta, su sudor todavía vivo en la moqueta. Las historias. Todas. Como la de ese caníbal en ciernes que casualmente saltará sobre la cara del jefe de la oficina de mi compañía de seguros. Ya. Dentro de nada. ¿Qué mide el tiempo?

La ternura de caníbal

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