Читать книгу Amar sin miedo a malcriar - Yolanda Gónzalez Vara - Страница 11

¿Cuándo y cómo se forma el carácter?

Оглавление

Esta «manera de ser» se ha ido entretejiendo lentamente durante los primeros seis o siete años de vida, de forma singular en función de la relación que fuimos estableciendo con nuestras figuras de apego, primero las figuras parentales, más tarde la familia y, por último, la escuela y la sociedad.

Cuando nacemos, nuestro organismo es muy sensible y moldeable. Percibe e interactúa en función de las señales que recibe del exterior. El mundo interno se va organizando en función de estas respuestas externas a las demandas de atención de los pequeños. Estas respuestas abarcan un gran abanico de posibilidades, desde las amorosas y contenedoras a las frías e indiferentes.

En realidad, el único lenguaje que un bebé registra del adulto es el emocional. Es decir, el bebé siente con claridad si aquel es capaz o no de dar una respuesta sensitiva y empática a sus necesidades primarias.

Todos los estímulos que le llegan desde el exterior impactan directamente en su organismo sin disponer todavía de un repertorio de respuestas incorporadas, es decir, de unos mecanismos defensivos psíquicos y de una coraza que le permita defenderse de lo que puede experimentar como agresiones externas (falta de contacto con sus necesidades afectivas, sentimiento de abandono, llanto, soledad, hambre, etc.).

Con el paso del tiempo, el bebé va estructurando un tipo de carácter, una muralla defensiva. Sin entrar en caracterología clínica, pues no es este el objetivo de este libro, a modo de orientación podemos señalar que existen caracteres más rígidos y duros y otros más flexibles y fuertes.

El objetivo de la prevención es lograr personalidades con vínculo seguro, sin defensas rígidas pero con fortaleza yoica. Este tipo de carácter y de vínculo se forma grosso modo cuando existe capacidad de contacto y empatía por parte de las figuras de apego hacia el pequeño en formación, cuando se respeta el ritmo madurativo y las necesidades emocionales infantiles. En definitiva, cuando hay amor suficientemente bueno e incondicional (Winnicott, 1998).

Pues bien, es este carácter individual formado en nuestros primeros años de vida a través de nuestra propia historia familiar lo que nos condiciona en la lectura e interpretación de las vivencias emocionales del pequeño de una o de otra manera y, en consecuencia, modela nuestra respuesta a las demandas que nos llegan del bebé o del niño. El carácter es como una pantalla, que puede ser más o menos opaca o transparente, a través de la cual interpretaremos la vida.

Desde la física cuántica, se sabe que el observador está incluido en la observación. No hay hechos «objetivos» puros. Todo está mediatizado por el sujeto de observación. Por esto, cada situación objetiva va a depender directamente de la interpretación subjetiva. Diferentes observadores interpretarán diferentes conductas infantiles según su propia óptica caracterial: unos verán sus actos como malintencionados, otros como fruto de la ignorancia propia de su edad madurativa. Todo ello aderezado con las pinceladas propias de la propia historia personal.

Ejemplos

 Si un adulto ha sido educado en la ausencia del contacto físico y emocional, es decir, con frialdad aunque correctamente, probablemente experimentará dificultades para sentir y transmitir calidez hacia sus pequeños. Posiblemente estará más atento a lo que «debe ser» la educación que a la sensible atención de la emoción de sus hijos. Quizás incluso le resultará muy molesta la expresión emocional e interpretará que sus hijos no deberían expresar rabia o llanto, sino modales adecuados.

 Si una madre ha sufrido maltrato en la infancia y no ha realizado un trabajo terapéutico, muy probablemente tendrá dificultades para no reproducir ese modelo de relación con sus hijos, salvo si está alerta para no repetir conductas que provoquen sufrimiento. De hecho, la investigación realizada en relación con la transmisión intergeneracional sobre abusos infantiles concluye que uno de los indicadores más importantes para esta transmisión es el grado en el que esas experiencias traumáticas infantiles no hayan sido analizadas y asimiladas por la persona que las sufrió y que pasarán, en ese caso, a formar parte del inconsciente (Kaufman y Zigler, 1987). Esto implica que la mamá reproducirá el modelo de maltrato como algo «normalizado» e inevitable, pues así lo experimentó ella en su infancia.

Los mismos autores descubrieron que el índice de transmisión intergeneracional de maltrato infantil de padres a hijos puede pasar del 5 % a más del 75 % en función de las diferentes asimilaciones e integraciones de la propia experiencia de maltrato. Afortunadamente, con un adecuado abordaje terapéutico y preventivo, es posible evitar la repetición de estos modelos de maltrato. De ahí la importancia de asumir nuestra propia responsabilidad en la transmisión de patrones disfuncionales para la salud en relación con nuestros hijos. Tenemos la oportunidad y el deber de evitar repetir y transmitir modelos inadecuados de padres a hijos.

Como vemos, la variedad de respuestas adultas puede abarcar un extenso abanico. Un padre puede magnificar el sentido de las emociones infantiles, respondiendo con mucha ansiedad ante cualquier manifestación del bebé o niño, mientras que por el contrario otro padre podría tender a minimizar el sentido de la demanda infantil, llegando incluso a ignorarla por no sentirla como apremiante.

Hay autores que no contemplan la función del carácter, ni la transmisión intergeneracional de modelos de padres a hijos. Sin embargo, desde la experiencia clínica y preventiva, comprender los mecanismos caracteriales, así como los modelos internos de relación, permite ahondar con más profundidad en las causas del sufrimiento humano y, desde ahí, tratar de prevenirlas en la primera infancia.

De hecho, en mi experiencia profesional, tanto en los grupos de padres como en la formación de profesorado y de personal sanitario, ocurre con frecuencia que los participantes se asombran de la forma en que la relación con los niños llega a mejorar cuando se asume que somos los adultos los que podemos cambiar la interacción con cada pequeño. Por esto considero esencial el abordaje preventivo durante toda la infancia, desde el inicio de la vida.

Es esencial porque los cimientos del carácter se forman durante los primeros seis o siete años de vida, etapa crucial para la estructuración básica de la personalidad de un ser humano. Y aunque, afortunadamente, esta formación no es determinante ni definitiva, sí condiciona en cierta medida la forma de percibirnos a nosotros mismos y al mundo exterior.

¿Qué nos aporta comprender la función del carácter en relación con la crianza y la educación de los niños? Fundamentalmente, el lugar desde donde nos posicionamos para relacionarnos con nuestros hijos o alumnos. Si ignoramos que nuestro carácter está mediatizado por nuestra historia personal, muy probablemente intentaremos que nuestros hijos o alumnos «cambien porque ellos tienen el problema» y nosotros la razón.

Así es cómo inicialmente acuden los padres a la consulta: «Vengo, porque mi hijo, es… cabezota, egoísta, desobediente…». Sin embargo, si reconocemos que nuestro carácter está condicionando también la interacción con nuestros hijos, probablemente intentaremos observar cómo es nuestro modo de sentir y de actuar en ese momento y en relación con ese niño concreto. Es decir, se trata de asumir que yo soy responsable de esa interacción. Mejor aún, se trata de reflexionar sobre qué puedo cambiar para que mejore la relación con mi hijo, siendo yo el adulto y teóricamente más maduro y experimentado para llevarlo a cabo.

Pongamos otro ejemplo en relación con la interpretación del que observa o interactúa con un pequeño:

Una niñita de tres años se empeña en llevar un vaso de leche de la cocina a la sala. El padre teme que se le caiga. Efectivamente, acierta y el vaso termina cayéndose de sus manos después de tropezar y romperse en mitad de la sala sobre la alfombra nueva recién estrenada. ¿Qué siente el padre ante este hecho?, ¿cómo lo interpreta? y ¿qué hace con todo ello?

Por supuesto, la reacción va a depender de muchos factores: de su cansancio, estrés, estado de ánimo, etc. Pero, básicamente, ¿cuál es su primera interpretación y su reacción? Hay muchas posibilidades, pero podríamos citar dos básicas: la primera y más típica es responder con un enfado seguido de un «¿ves?, ya te lo decía yo».

En este caso, ¿qué es lo que se ha interpretado sobre la caída del vaso? Muy probablemente varias cosas, pero entre ellas «se le ha caído el vaso por cabezona y desobediente» o quizás «es una descuidada, que va atolondrada jugando y sin fijarse por dónde va».

Desde una posición de empatía, podría ser interpretado como un accidente involuntario propio de su aprendizaje. En ese caso, no sólo desaparece el impulso de recriminar, sino que surge la necesidad de atender el susto que probablemente haya tenido la niña por la rotura del vaso con un abrazo en el caso de que reaccione llorando. Interpretarlo como un accidente no significa que no pueda decírsele con respeto y cariño que ya aprenderá a tener más cuidado. Pero se trata de no reaccionar automáticamente ante el hecho en sí, sin empatizar con la pequeña.

Se trata de no interpretar malas intenciones o desobediencias en situaciones que responden a otros motivos, como en este caso un accidente involuntario.

En mi práctica profesional, constato permanentemente la habitual desorientación en temas de desarrollo psicoafectivo. Es decir, el desconocimiento existente sobre las etapas afectivas evolutivas en la primera infancia y, relacionado con ellas, lo que puede esperarse o no que entienda o haga una criatura en función de su edad. En ocasiones observo que se exige lo que no corresponde para la etapa y, en otras, que se interfiere en el proceso de autonomía progresiva con prácticas sobreprotectoras que impiden el desarrollo natural.

En general, esta desorientación es fruto, en primer lugar, de la falta de información y reflexión existente y, en segundo lugar, de la falta de contacto o empatía en la relación.

Todos los padres y madres con un mínimo grado de salud hacen lo que pueden con relación a sus hijos y desean lo mejor para ellos. Pero eso no significa que siempre logren su objetivo. Afortunadamente cada vez hay más sectores de la población que manifiestan el creciente deseo de reflexionar sobre qué modelos de educación y crianza consideran más saludables para sus hijos, evitando la repetición de modelos que interfieren con el desarrollo de la salud infantil.

Amar sin miedo a malcriar

Подняться наверх