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RECORDANDO NUESTRA INFANCIA: SENTIRNOS PRIMERO, PARA SENTIRLOS A ELLOS

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Recordar, si pudiéramos, cómo nos sentíamos de pequeños sería un excelente ejercicio reflexivo.

¿Olvidaste tu infancia? Muchos adultos olvidan su infancia. Es un mecanismo defensivo muy útil que cumple con la función de evitar el sufrimiento, si lo hubo, eliminándolo de la consciencia. Otros consideran que es poco útil tener presente la infancia porque ya pasó.

Quizás hemos olvidado o minimizado la impotencia que sentíamos ante los gritos o castigos de nuestro padre o madre, no siempre justos según nuestra vivencia infantil, o ante su actitud indiferente, o ante sus cambios impredecibles de humor y las consecuencias que tuvieron en nosotros. Pero el olvido no suprime la experiencia vivida ni el condicionamiento que genera la experiencia infantil en la percepción de uno mismo y de los demás a través de la configuración del carácter.

El olvido no impide la tendencia a la reproducción de actitudes o modelos de funcionamiento que vivimos en esa primera etapa vulnerable de nuestro desarrollo infantil. Olvidar o recordar no impiden que todos hayamos creado un tipo de vínculo, en función del cómo de la relación con nuestros progenitores y las consecuencias que de ello se derivaron.

Olvidar o recordar no es el objetivo prioritario ni la solución a la interacción con la primera infancia. Lo importante es tomar conciencia como adultos de la responsabilidad que tenemos ante cada bebé o niño para favorecer una relación más saludable, quizá, que la que tuvimos con nuestros propios padres o con los profesores, en el caso de que el lector responda a esta motivación. Desde esa responsabilidad conciente, podemos tratar de fomentar la escucha y la empatía en este apasionante proceso de crecimiento que es la primera infancia. Por otro lado, para los que recordamos bastantes episodios de nuestra infancia, ¿fueron todas las experiencias felices?

Quizá recordemos sentimientos de humillación ante nuestra incapacidad de hacer las cosas bien siendo recriminados por nuestro padre o madre. Quizá recordemos el sentimiento de culpa por fallar a sus expectativas. Quizá fuimos acusados de mentir, cuando lo único que hacíamos era fantasear o intentar evitar un castigo doloroso. O quizás ignoraron nuestro llanto, por considerarlo «llamadas de atención». Cada lector puede añadir una lista personal de sentimientos en la infancia que podrían haberse evitado porque produjeron un sufrimiento innecesario.

También puede ocurrir que cuando tenemos un hijo la memoria se active. Son muchas las madres, y en ocasiones los padres que, con cada pasito evolutivo de su hijo, recuerdan escenas o emociones significativas de su infancia. «Me acuerdo de que yo también tenía miedo a la oscuridad», por ejemplo. Desde esa activación, sienten que es más fácil conectar con el sentir de su pequeño.

Una práctica habitual en mis grupos de madres-padres consiste en favorecer que conecten con recuerdos y emociones de su propia infancia y desde ahí abordar cualquier tema con relación a los hijos. Por ejemplo, si tratamos el tema de la agresividad infantil, rastreamos en primer lugar la manera en que se vivenció una secuencia similar en la propia infancia.

Mi objetivo es intentar favorecer al máximo la empatía con los propios hijos. Las respuestas teóricas pueden ser espléndidas, pero vacías si no van acompañadas de un insight, es decir, un «darse cuenta» que favorezca también la integración emocional. Sólo desde ese lugar es posible que se produzca la magia que tanto aprecian los padres, una vez que hemos abordado un tema específico en el grupo. Un testimonio habitual es: «Salí del grupo el otro día y no sé muy bien cómo, pero todo funciona mejor ahora. Parece magia». No existe tal magia, sino simplemente un cambio de actitud, una forma diferente de mirar el conflicto.

Amar sin miedo a malcriar

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