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ОглавлениеPapá llegó a casa a las diez, como cada noche, después de trabajar por horas y en negro en el taller de enfrente. Se aseaba en el lavabo del taller para que no le viéramos las manos sucias de grasa. Luego en casa, se las volvía a lavar con unos polvos blancos con los que se las frotaba y frotaba hasta que no quedaba rastro de las seis horas en las que había estado dando martillazos a la chapa de algún coche accidentado. Nunca le vi las manos sucias a mi padre. Tenía la piel fina y las uñas siempre arregladas. Cualquiera que lo viera podía pensar que trabajaba en un banco o en una oficina, a pesar de que nunca ocultaba que era chapista, que arreglaba coches, por la mañana en el Parque Móvil Ministerial, y por la tarde en el taller de Soto, el mejor jefe que se podía tener: le pagaba bien, y además le daba un aguinaldo espectacular por Navidad.
Esa noche mi madre le contó algo mientras cenaban porque, cuando entró papá en mi habitación para darme las buenas noches, se sentó en mi cama, me removió el pelo y me dijo:
—Así que en el colegio os enseñan cosas de mayores.
—¿Cosas de mayores? —pregunté.
—Lo de la Falange y José Antonio son cosas de mayores.
—Sor Josefina preguntó y yo no sabía la respuesta. —En el fondo, lo único que me preocupaba era que por primera vez no había sido la más lista de la clase.
—No deberían hablaros de esas cosas. No —dijo, mientras movía la cabeza.
Yo sabía que a mi padre no le gustaba el colegio, pero ante el empeño de mi madre, que había sido alumna feliz allí durante la mayoría de sus años escolares, sus ideas y sus deseos no tenían nada que hacer. Mamá se había empecinado en que la niña tenía que ir al mismo colegio que ella. Estaba convencida de que allí me enseñarían a ser una buena chica, además de a bordar, a coser todos los puntos, la vainica, la sencilla y la doble, el nido de abeja y todas esas cosas que nunca aprendí, pero en las que ella era muy hábil. Mi padre hubiera preferido que me educara en un colegio diferente. Pero, según mi madre, no había muchas opciones: la única escuela pública del barrio no tenía buena fama porque a ella iban los niños más pobres y no llevaban uniforme. El otro colegio era del obispado y a él iban muchos gitanos. Y el único laico y con buena fama era el que estaba en medio del Parque, y eso estaba demasiado lejos para hacer cuatro viajes al día. No obstante, la razón principal era que mi padre no quería discutir con mi madre. Si ella deseaba llevarme a su colegio de monjas, mi padre aceptaba sin más. Ponía mala cara, pero callaba. Hacía años que había aprendido que no le quedaba más remedio que aceptar y aguantar: en el trabajo, en casa y en la vida en general.
—¿Por qué no deberían hablarnos de esas cosas? —le pregunté desde mi curiosidad infantil.
—Porque estáis en la edad de jugar.
—Pero al colegio vamos a aprender. Tú quieres que yo aprenda muchas cosas. Siempre me lo dices.
—Todo a su tiempo. Todo a su tiempo.
—¿Y por qué lo mataron a José Antonio? ¿Quién lo mató?
Mi padre no tenía ninguna gana de contarme lo que le había pasado a aquel hombre, así que me dejó con las ganas de saber lo que aprendería años después.
—Ahora toca dormir. Venga, que mañana hay que madrugar.
—Yo no tanto como tú.
Papá se levantaba a las seis cada mañana. A veces me despertaba cuando oía su despertador desde mi habitación. Conocía cada uno de sus sonidos: sus pasos por el pasillo, el motor de su afeitadora eléctrica, el borboteo de la cafetera italiana; de nuevo sus pasos por el pasillo, la puerta del piso que se abría y se cerraba con cuidado. Después de escuchar la rutina de mi padre, me volvía a dormir hasta que venía mamá para despertarme. Había que volver al colegio, a las lecciones de sor Josefina, que nos castigaba, no de rodillas y cara a la pared como era habitual en otros coles, sino a pasar el resto de la clase de pie y con la silla en la cabeza si nos portábamos mal, y que nos daba estampas de la Virgen María si nos sabíamos la lección como a ella le gustaba: de memoria y sin pensar demasiado.