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—Vamos, niña, que parece que estás en Babia —me decía mi madre cuando me quedaba pensativa, mirando al infinito, pensando en todas las cosas que no entendía.

—Ya no soy una niña, mamá. Tengo trece años.

—Trece cerdos podía haber criado en ese tiempo.

Aquella era una frase que solía tener preparada cuando mencionaba mi edad. Yo quería creer que lo decía en broma, porque el comentario venía casi siempre enmarcado por risas y porque mi madre me quería y durante mucho tiempo lo único que hizo en la vida fue sufrir por mí. Tal vez por eso mencionaba lo de los cerdos y otras lindezas del tipo:

—Desde luego, si ahora fuera, no tendría hijos. Si no te hubiera tenido, tampoco te habría echado de menos.

Cuando mamá me decía esas cosas, me entraban muchas ganas de llorar. A veces me las aguantaba, a veces me encerraba en el baño y dejaba que salieran todas las lágrimas que se escondían detrás de mis ojos.

—Pues no creo que tengas mucha queja de mí —replicaba yo si no estaba llorando en el aseo.

—No he dicho que tenga queja. Pero si ahora fuera, no tendría hijos —repetía con un ligero cambio de matiz.

Y yo me quedaba sin saber qué decir. Ni qué pensar.

Era una niña dócil, como me habían enseñado. Obedecía sin rechistar todo lo que me decían mi madre, mi padre y mi abuela. Era cariñosa y querida en la familia. Pero a veces mi madre tenía aquellas salidas que me dejaban desarmada. Durante toda mi infancia, una de las cosas que más me importaba era que mi madre estuviera feliz. Por nada del mundo quería hacerla llorar. Ver las lágrimas de mi madre era la peor de las experiencias, sobre todo si la culpa la tenía yo. Esto ocurría sobre todo cuando papá me llevaba a visitar a escondidas a sus propios padres, a los que mi madre no podía ni ver por cosas que debieron de pasar antes de que yo naciera. Íbamos algún domingo por la mañana, le decíamos que habíamos estado viendo alguna exposición, y en cambio visitábamos a los abuelos. Yo después debía tener mucho cuidado de no meter la pata para que mi madre no se enterara, discutiera con mi padre y se echara a llorar. Las veces que se enteró, me hizo sentir tan culpable como cuando las monjas nos decían que éramos tan malas, tan malas, que por nuestra culpa se acabaría el mundo y se caerían las estrellas del cielo y nos aplastarían a nosotras y a nuestras madres cuando fuéramos al colegio. Así que mi culpa siempre estaba ligada a mi madre, bien fuera por el asunto de las estrellas caídas por mis pecados, bien por haber visitado a los abuelos a los que ella no quería ver ni en pintura.

Un día, mientras hacía los deberes de sexto de EGB que estaba cursando, el telediario anunció que el presidente del Gobierno había sido asesinado por ETA en Madrid. Su coche había volado por los aires a causa de una bomba que habían colocado en la calle, y había ido a parar a la terraza de un inmueble vecino. Mostraban las imágenes del coche y las fotos de los tres muertos: el presidente Carrero Blanco, su escolta y su chófer. Y decían que se iban a decretar varios días de luto nacional, y que cerrarían las escuelas y los institutos.

—Alabado sea Dios —dijo mi abuela—. Ya os digo que aquí va a venir otro 36. Esos terroristas la van a joder, como hicieron los anarquistas con la República.

—Hala, mamá, no exageres —contestó mi madre.

—Pues vaya —dije yo—. Nos quedaremos sin obra de teatro.

Llevábamos días y días ensayando la obra de Navidad en el colegio, que aunque no era de monjas, era religioso. El Auto de los Reyes Magos medieval adaptado para que pudiéramos participar la mayoría de las niñas de la clase. Yo era un pastorcillo, y mi madre y mi abuela habían estado trabajando para confeccionarme el traje. Habían comprado tela especial para hacerme un chaleco que imitaba a la piel de un cordero. Y hasta me habían cortado más el pelo para parecer un chico. Y si se decretaba el luto oficial, y no había colegio, tampoco habría teatro. Y eso que la directora había alquilado una sala de cine para representar la obra.

—Mañana no irás al colegio —sentenció mi madre.

—¿Y eso por qué? Tengo que ir.

—Han dicho que hay luto y que no habrá clases. Nos quedaremos todas en casa. Pueden pasar cosas en la calle.

—¿Y papá?

—A él no le pasará nada, que trabaja con la policía.

—Precisamente por eso, mamá. Si han matado al presidente del Gobierno, pueden matar a papá. Tengo miedo.

—No te preocupes. No le pasará nada. A ver lo que dice cuando venga del trabajo. Allí sabrán bien lo que ha pasado.

Mi padre era chapista en el Parque Móvil Ministerial, donde arreglaban los coches oficiales y los de la policía. Un coche como los que él solía arreglar había sufrido el atentado. Un conductor del mismo organismo había muerto con el almirante y con su escolta. ¿Y si los terroristas atentaban donde trabajaba mi padre? ¿Y si lo mataban? Aquel fue el primer momento en que sentí miedo por lo que pasaba a mi alrededor. Las caras de mi madre y de mi abuela tampoco ayudaban a tranquilizarme. Me fui a mi habitación y me eché a llorar. Por mi padre y por la obra de teatro que no podríamos hacer. Era 20 de diciembre, y solo quedaban de clase los dos días en los que íbamos a tener fiesta. Y como era una obra de Navidad, no tendría ningún sentido representarla después. Me había costado mucho trabajo aprenderme las frases que tenía que decir el pastorcillo, y ya nunca las podría recitar.

Aquella también fue la primera frustración importante que viví en los días en los que salí definitivamente de la infancia, incluso de la pubertad. Hasta entonces, el mundo exterior habitaba en los miedos de mi familia y en los telediarios en blanco y negro. Desde ese instante, el mundo empezaba a formar parte también de mi propia vida.

En mi cuarto hacía frío, así que dejé de llorar para regresar al comedor y al calor de la estufa de petróleo.

El brindis de Margarita

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