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Porque yo me lo creía todo. Mi rebelión en la clase de don Rafael había sido una excepción que incluso a mí me sorprendía. Era la prueba de que algo, no sabía el qué, estaba cambiando en mi pensamiento. Hasta la gente había empezado a hablar un poco más alto, como si las paredes hubieran dejado de oír. Incluso mi padre decía cosas que nunca antes se había atrevido a decir; y si lo había hecho, había sido en un volumen tan bajo que yo no lo había oído.

—Pues la chica quiere visitar a su abuela, y esta tarde vamos a ir, te guste o no —le dijo un día a mi madre, que empezó a llorar.

—Si hubiera sido por ella estarías muerto. Fue mi familia la que pagó las medicinas para que te curaras del tifus, que tu familia no movió ni un dedo y te habría dejado morir como a un perro.

—Sabes dónde duele más, ¿verdad?

—Es la verdad.

—No siempre hay que decir la verdad si haces daño con ella. A no ser que lo que pretendas sea precisamente eso, hacerme daño a mí. Y a tu hija.

—Mi hija tiene que saber las cosas.

—Las cosas desde tu punto de vista, que, según tú, es el único que cuenta.

—La verdad no tiene más que un camino —decía ella, en una de sus frases recurrentes.

—Eso es lo que te enseñaron las monjas.

—Las monjas tenían razón. Estaban asistidas por la Virgen María.

—Oh, vamos. Seguro que también hablaban de la caridad cristiana. ¿O es que el día que tocó esa lección tú estabas enferma y te perdiste la clase?

Yo escuchaba la conversación desde el otro lado de la puerta de su dormitorio. Mi abuela estaba en el pueblo con su hermana y en la soledad de la pareja se sentían más libres de decirse lo que pensaban, que no siempre era amable.

Mi madre se quedó callada por un momento. Pensé que estaba llorando y que no podía escuchar sus lágrimas. Discutían por mi culpa. Si yo no quisiera ver a mi abuela paterna, papá y mamá nunca habrían discutido. Ni mamá nunca le habría echado en cara a papá lo del tifus y lo de que no se olvidara de que estaba viviendo en casa de su suegra, que era otro de los temas que le refrotaba cuando estaba enfadada con él, siempre por mi culpa.

—Mi culpa, mi culpa, mi grandísima culpa —digo, mientras contemplo una de las fotos de mi madre, que sigue en la mesilla de papá, en un marco de plata.

Cuando ocurría esto, también me iba al cuarto de baño a llorar. Cerraba la puerta con el pestillo y tiraba de la cadena para que nadie me oyera. A veces cogía las tijeras y me las acercaba a las venas de la muñeca. Pensaba que si me las cortaba seguro que dejaban de discutir. Serían ellos quienes se sentirían culpables de mi muerte y llorarían mucho. Pero entonces me sentiría aún más culpable por haber provocado semejante torrente de lágrimas y de sufrimiento. Y, además, yo iría al infierno… Así que dejaba otra vez las tijeras en el armario y me sentía culpable incluso de haber tenido el pensamiento de clavármelas en las venas.

El resultado de la discusión era que papá y yo íbamos por fin a visitar a la abuela, y mamá estaba de morros durante una semana. Al final todo se pasaba y cada uno seguíamos con nuestra vida. Mamá haciendo sus tareas de ama de casa y escribiendo cartas a lejanos rincones del mundo porque de joven se había inscrito en una revista para mantener correspondencia con otras señoritas; papá arreglando coches ajenos mañana y tarde. Y yo estudiando, tocando la guitarra, y jugando al hockey para mejorar mis notas de Gimnasia y para intentar que algún chico se fijara en mí.

Pero eso tardaría mucho tiempo en pasar.

El brindis de Margarita

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