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La melodía del teléfono me devuelve al presente. No recuerdo dónde he dejado el bolso. La música me lleva hasta el aparador de la entrada, bajo el gran espejo con marco de madera dorada. Miro la pantalla. El rostro inmóvil de mi hijo me sonríe a todo color. Toco el icono de descolgar.

—Hola, Roberto. ¿Pasa algo?

Siempre que me llama alguien de la familia, creo que pasa algo malo que va a requerir mi tiempo y mi atención.

—No pasa nada, mamá. Solo quería saber cómo estás.

—Estoy bien. He venido a casa de los abuelos. A recoger. Llegué ayer por la tarde en el tren.

—¿Estás sola?

—Sí.

—¿Y papá?

—Papá está de viaje.

—Ya.

—Ambos tenéis la capacidad de dejarme sola en los momentos en los que más os necesito.

—Eso suena a reproche.

—Lo es.

Me arrepiento inmediatamente de haber dicho esas dos palabras tan breves, pero tan llenas de significado. No debería reprocharle nada a mi hijo. No me debe nada. No me pidió que lo trajera a este mundo.

—Pues vaya. Siento no estar ahí, mamá —me dice.

—No te preocupes, Roberto, hijo. No quería decir lo que he dicho.

—Ya. Habría estado bien que papá estuviera ahí contigo.

—No pasa nada. Puedo hacerlo yo sola. Me llevaré unas cuantas cosas. Tiraré muchas y regalaré algunas otras. En menos de una semana termino con la faena. Tú y tu padre estaríais de más aquí. Así que no te preocupes. ¿Cómo va todo por ahí?

«Ahí» es la ciudad de Génova, en Italia, donde mi hijo está cursando su año de Erasmus en la Facultad de Bellas Artes.

—Bien, mamá. Tutto bene.

Me río al escuchar su pronunciación de la lengua italiana, incapaz todavía de decir las consonantes dobles como se debe. Pienso que ya no aprenderá y que es tan torpe para las lenguas como su padre.

—Estupendo. Pásalo bien.

—Sí, mamá. Y tú no sufras demasiado en esa casa.

—A la orden. Va bene. Un beso —le digo, y cuelgo.

Dejo el móvil sobre el mármol del aparador de la entrada. Un mueble de madera color caoba, pretencioso y horrendo, que sustituyó a la consola de forja que formaba parte del conjunto que había estado en la familia desde que se casaron mis padres hasta que mi madre decidió cambiarlo por un mobiliario más moderno. Afortunadamente no regaló todas las piezas: quedaron la percha y una sillita que conseguí salvar y llevarme a mi casa. Porque mi madre regalaba todo. Y lo hacía sin preguntar. Regaló el espejo y la consola de la entrada, pero también la lámpara de techo de mi abuela, y el quinqué de mi mesilla, y mi primer coche…

Veo que hay agujeros de carcoma en el mueble. Un signo más del paso del tiempo. Imagino los gusanos que entran y salen del aparador alimentándose solamente de la madera. Pienso en su vida triste. Si al menos estuvieran comiendo un mueble hermoso, de madera noble, de algún árbol cortado en algún bosque tropical… Pero no, lo que comen es un aglomerado indigesto de celulosas barnizadas con alguna sustancia que es imposible que sea agradable al paladar de ningún ser vivo. Me pregunto si esos insectos tendrán paladar y serán capaces de distinguir los sabores de los diferentes tipos de madera, ¿habrá sumilleres entre las carcomas? No tengo respuesta, pero imagino que son bichos demasiado simples como para tener tanta sensibilidad cerebral.

El brindis de Margarita

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