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Subo los siguientes tramos de escaleras y llego a mi casa. Respiro hondo antes de meter la llave en la cerradura. No he vuelto desde que papá murió hace unos meses y tuve que ir a recoger papeles y a tirar comida que aún se había quedado en la nevera. El felpudo está torcido, como siempre después de que la limpiadora lo vuelve a colocar cuando termina su trabajo. Lo pongo recto con el pie. Doy las dos vueltas de llave a la izquierda y abro la puerta. Está oscuro porque había bajado las persianas la última vez. Me parece que entro en un túnel sin fin, que vuelvo al mismo útero materno del que tantos años me había costado salir.

Estoy en el pasillo. En el largo pasillo por el que me daba miedo transitar de niña cuando llegaba la noche. Creía que monstruos terribles habitaban debajo de las camas y saldrían a comerme cuando pasara junto a los umbrales de los dormitorios. Por eso corría lo más rápido que podía para llegar cuanto antes desde la sala de estar hasta el cuarto de baño o viceversa.

Respiro profundamente para mantenerme en pie y no perderme en las galerías de la imaginación. Noto que aún quedan restos del olor a la colonia de mi padre.

El aroma me dice que estoy en mi casa y que algo de sus habitantes se ha quedado allí dentro para siempre. Enciendo el interruptor y se hace la luz.

El olor me conduce hasta la habitación de mi padre, la que había compartido con mamá hasta que ella murió diez años antes que él. Subo la persiana y veo el frasco de cristal sobre el tocador. Es el único objeto vivo sobre el mármol, el único que desprende un intento de comunicación. Es como las botellas de los cuentos orientales con un genio dentro, como la lámpara de Aladino. Cojo el frasco y le quito el tapón. Me lo acerco a la nariz y aspiro lo más intensamente que puedo. Quiero llenarme del olor de papá aunque sé que eso no lo va a traer a mi lado. Pulverizo la habitación y observo las minúsculas gotas que flotan en el aire. El genio de la botella no es nada más que polvo perfumado. No puedo ni siquiera pedirle un deseo. Me siento en la cama. Sobre la colcha todavía está la funda de la urna que contuvo sus cenizas y que no me había atrevido a tirar.

—Joder, papá. ¿Y qué hago con esto? —digo en voz alta. Seguro que él habría tenido alguna solución.

Me levanto y me voy al cuarto de estar.

Todo está como siempre. La mesa camilla con sus faldas de terciopelo rojo. El último tresillo que había sustituido al rojo, al verde, y al marrón de escay, que había sido el primero y mi favorito. Los cuadros que había pintado papá en los años de su depresión. Las decoraciones que había hecho mamá en los cursos del barrio para amas de casa. La orla de mi fin de carrera con las fotos de mis compañeros en blanco y negro. Y la mía, una imagen en la que no me reconocía, seria, grave, convencida de que había hecho algo muy importante al ser la primera de la familia que había conseguido ser universitaria. Recuerdo que hasta me hice unas tarjetas de visita inútiles en aquel momento con mi nombre y con la leyenda Filóloga, que casi nadie sabía lo que quería decir. Pero como todo el mundo estaba orgulloso de que por fin alguien de la familia hubiera ido a la universidad, la orla llena de caras más o menos sonrientes, más o menos antipáticas, ocupó siempre la pared principal del salón.

Me siento en uno de los sillones, el que está más cerca de la librería. La librería. Nunca supe por qué ese mueble tiene un nombre tan pretencioso, cuando en realidad es un armario con estanterías, aparador, televisión, vitrina, mueble bar y generalmente con muy pocos libros.

La contemplo y pienso que ahí está una parte de la historia de mi vida. Abro la puerta de la parte inferior. Ahí tenía mamá la vajilla de los días de fiesta. Y la botella de la quina Santa Catalina. La vajilla sigue en su sitio, ordenada por el tamaño de los platos y las fuentes. Y hay una botella de quina. La debió de comprar mi padre poco antes de enfermar. La abro. La huelo. Me la llevo a la boca y bebo un trago.

—Por vuestra memoria, ya que no puedo brindar por vuestra salud.

De repente, regresan los días en los que el cuarto de estar no estaba habitado por las sombras y el silencio. Los vinilos de 45 y los LP sonaban los fines de semana. Algún domingo incluso comíamos allí y no en la cocina como el resto de los días. Mi padre montaba el tren eléctrico, mamá cocinaba la paella cuyo olor llegaba hasta el salón, y la abuela tejía con aquellas largas agujas de acero con las que se podía cometer un homicidio con gran facilidad. Yo hacía los deberes al ritmo de la música de Los Brincos y de Los Tamara. A veces hasta venían a comer o a merendar mis tíos y mis primos.

El brindis de Margarita

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