Читать книгу El brindis de Margarita - Ana Alcolea - Страница 6

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Hace poco que ha comenzado a llover. Mi paraguas de nubes blancas sobre cielo azul me protege de la lluvia, pero no de mí misma ni del aire que respiro. La calle con casas de ladrillo rojo me recibe como había hecho tantas veces cuando volvía del colegio, de la universidad, del parque. El mismo bar en la acera de enfrente, con otro nombre y con las mismas sillas de acero inoxidable. La misma peluquería con otras peluqueras. Las pequeñas manufacturas textiles desaparecieron tiempo atrás, y donde hubo una carnicería hay ahora un almacén en el que entran y salen hombres y mujeres con rasgos orientales cargados con cajas de cartón. El club de boxeo dejó paso a una tintorería. El taller mecánico donde trabajaba mi padre por las tardes, el mismo en el que pedía cigarrillos a escondidas un boxeador que llegó a ser campeón del mundo, es ahora una clínica dental, blanca y aséptica.

Llevo los pies mojados porque el agua ha empapado mis zapatillas de tela. Hace tiempo que ya no me calzo zapatos altos porque mis tobillos delgados me juegan malas pasadas, y hoy me he puesto unas deportivas viejas. No me voy a encontrar con nadie conocido. Solo con mis fantasmas.

Miro al balcón de la que fue mi casa durante más de veinte años. La pintura plateada de la barandilla ha perdido su brillo, y ya no hay macetas como cuando vivían mi madre y mi abuela. Desde la calle, los únicos vestigios del pasado son los visillos de ganchillo que había hecho mamá durante horas y horas vespertinas mientras escuchaba la radio en la mesa camilla del cuarto de estar.

Me cuesta decidirme a entrar en la casa. Si alguien me está contemplando desde una ventana, inmóvil, bajo el paraguas, mirando al segundo piso, pensará que estoy interesada en comprar el inmueble. Nada más lejos de la realidad; he demorado varios meses la más solitaria y dolorosa de las tareas: volver al piso de mis padres para vaciarlo. Despojarme de todo lo que hay allí dentro va a ser como quitarme cada una de las capas protectoras de la epidermis y quedarme desvalida, en carne viva, a merced de todos y de cada uno de mis pensamientos. A merced de mí misma, de mi propia soledad.

El brindis de Margarita

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