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Me empezó a gustar un chico de los que iban a guitarra. Era moreno, tenía gafas de metal, y era tan tímido como yo. No me acuerdo de su nombre y no oí su voz más que cuando cantaba aquella canción de Joan Baez que se había compuesto antes de que naciera yo, pero que se había hecho famosa en aquellos años primeros de la década de los setenta por lo que tenía de alegato contra la pena de muerte. Como él la cantaba, decidí aprenderla para a lo mejor hacer un dúo con él algún día, cosa que nunca llegó, por supuesto. Pero al menos me aprendí la canción y la cantaba en los recreos y en casa.

—¿Y esa canción? —me preguntó un día mi madre.

—Es un alegato contra la pena de muerte, mamá.

—Aquí no cantes esas cosas, que te pueden oír.

—Pero, mamá, si esta canción ha salido ya en la tele y todo. No está prohibida. Escucha, te la voy a cantar, fíjate bien en la letra, y en la música, que es muy bonita.

Yo tocaba los primeros acordes y me acordaba de los dedos del chico de las gafas plateadas, que se deslizaban por el diapasón con mucha más facilidad que los míos. Miraba la cara satisfecha de mi madre, complacida con lo bien que su niña tocaba la guitarra.

El preso número nueve ya lo van a confesar (…) / Porque mató a su mujer y a un amigo desleal (…) / Los maté, sí señor / Y si vuelvo a nacer / Yo los vuelvo a matar / Padre no me arrepiento / Ni me da miedo la eternidad / Yo sé que allá en el cielo / El que juzga nos juzgará…

—¿Y lo van a ejecutar por haber matado a una adúltera? Pobre hombre —decía mi madre.

Y yo seguía cantando aquellas palabras infames una y otra vez, sin pararme a pensar que la canción estaba defendiendo a un asesino. Era verdad que la cantábamos como protesta por la pena de muerte, y que en la España de aquellos juicios sumarísimos del 75 el texto tenía una significación muy clara. Pero tan claro nos debería haber parecido también que el preso número nueve era un villano que había acabado con la vida de su mujer y de su amante, y que además ni se arrepentía ni se iba a arrepentir. La solidez de su argumento era tal que cantábamos la canción con frenesí, empatizando con el asesino más que con sus víctimas.

Cada vez que pienso en mí misma, guitarra en mano, entonando aquella melodía, se me abren las carnes. Y si además pienso que copiábamos a Joan Baez, que se postulaba como hada madrina de la progresía, siento vergüenza de mí y de toda mi generación, y me siento en parte responsable de las muertes de tantas y tantas mujeres a manos de hombres que han creído y siguen creyendo que sus parejas son patrimonio propio, al mismo nivel que el coche o que el mechero con el que encienden sus malolientes cigarrillos.

—Menudo cabrón era el preso número nueve —me digo mientras recuerdo la emoción con que cantábamos aquellas palabras tan brutales.

El brindis de Margarita

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