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Me miro en el espejo que hay sobre el mueble. Me devuelve la mirada y tantas otras cosas. La madera tallada a máquina está recubierta por pan de oro, lo que regala a mi imagen una especie de aureola como la que rodea las cabezas de las santas en los cuadros y en los iconos religiosos. Vuelvo a acordarme de las estampas de la Virgen, cuya cabeza siempre estaba rodeada por una circunferencia dorada. Me miro y no reconozco casi nada de la adolescente que se miraba en él cada vez que salía de casa para comprobar que cada pelo estaba en su sitio, que la camisa lucía bien colocada, y que el rímel no se había corrido. Me pregunto adónde han ido a parar las sucesivas imágenes que el espejo ha ido recogiendo. El rostro de mi padre, el de mi madre, el de mi abuela, el mío. Los míos. Los suyos. Todos y cada uno de los suyos, que fueron muchos, centenares, miles, a lo largo de los años. ¿Habrá una «rostroteca» más allá del espejo, al otro lado del azogue? ¿Una especie de país de las maravillas que nunca fueron? Todas las miradas, las sonrisas dedicadas al espejo, ¿qué habrá sido de ellas? Ubi sunt? ¿Qué se hizo de las miradas de esperanza, de desencanto, de miedo, de estupor, de convicción, de dudas que recogió el espejo en aquellos años de cambio, de transición? De nuestras propias transiciones como humanos conducidos por las aguas del río que nos lleva hacia mares de aguas siempre inciertas y turbulentas. De la Transición, así, con mayúsculas, que estaba habiendo en el país y de la que todo el mundo hablaba sin saber qué depararía. Sí, todos esos rostros que se miraban en el espejo le dejaban sus temores y sus deseos, guardados para siempre en el reino insomne en el que habita el olvido. Los olvidos.

Veo que se me ha corrido la máscara de pestañas, que es como se llama ahora el rímel de toda la vida. Alguna lágrima perdida ha formado un borrón en mi párpado. Me mojo un dedo con saliva y lo limpio. Pienso que el próximo que compre será waterproof. No es la primera vez que lo pienso, pero siempre desisto porque luego es mucho más difícil de desmaquillar y, por la noche, desmaquillarme durante más de dos minutos me despeja demasiado y me quita el sueño. Si uso rímel resistente a lágrimas, tengo que tomarme un Orfidal para dormir, y en estos momentos en los que he conseguido dejarlo no me compensa. Mejor un borrón de vez en cuando en el párpado que un ansiolítico. Cuando se aprende esa lección, la vida es mucho más fácil. ¡Pero cuesta tantos años y tantas pastillas aprenderla!

El brindis de Margarita

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