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Miro el móvil que llevo en el bolsillo de la americana y compruebo que no tengo mensajes. Busco las páginas de los periódicos que leo habitualmente: nada nuevo que me llame la atención. No fumo, así que no puedo encender un cigarrillo y esperar hasta terminarlo. Se me han acabado las excusas y los pies están cada vez más mojados y más fríos. Por fin saco el llavero del bolso nuevo que me ha costado más de seiscientos euros y que he comprado por Internet. Precioso, pero pesado. Es lo que tiene comprar algo que no ves y no tocas, que no sabes realmente lo que te vas a encontrar. En el catálogo me pareció maravilloso, con un color vino de Borgoña realmente espectacular. Cuando lo saqué del paquete y lo tuve en mis manos, me siguió pareciendo precioso, pero a los pocos días me produjo una dolorosa contracción muscular en el hombro izquierdo. No obstante, lo he seguido llevando, tengo que amortizar lo que me he gastado. Conservo la mentalidad de clase obrera en la que me crie: las cosas cuestan dinero y no se tiran.

En el mismo momento de introducir la llave en la cerradura del portal, me acuerdo de otra adquisición fracasada que había hecho tiempo atrás; fue cuando salí por aquella misma puerta para comprar un polo de la marca Lacoste. Corría el año 1976, yo tenía catorce horrorosos años, con el pelo corto, mis primeras gafas, granos y un par de compañeras en el colegio del barrio que lucían ropa de las que empezábamos a llamar «niñas pijas». Yo también quería formar parte de aquella estética de zapatos castellanos con flecos y de jerséis con cuello de pico.

—Papá, quiero un polo como el de mis compañeras, de cuello de pico y con el cocodrilo.

Conseguí que mi padre me diera dinero para comprarme un Lacoste, con su cocodrilo verde sobre el lateral izquierdo. Fuimos los dos a una tienda del centro de la ciudad, y elegí uno de color beis, muy neutro, horrible y aburrido. Entonces pensé que lo podría combinar con cualquier falda y con cualquier pantalón. Desde el primer momento me pareció absurdo y feo, pero lo compré porque me había empeñado en ello. Por supuesto, se manchó enseguida y, por supuesto, lo lavó mi abuela con agua caliente: se encogió tanto que ya no me lo pude volver a poner. Ahí se acabó mi sueño de ser una adolescente estilosa y pija, de las que ligaban con los chicos más guapos del colegio.

Entro en el vestíbulo, que huele a humedad. Unas flores de plástico en un macetero ponen una nota de color que destaca entre las paredes del mismo tono marfileño de mi malhadado polo del cocodrilo. Miro el interruptor de la luz nocturna, alto por encima de la cabeza para que no llegáramos los niños ni las abuelas: la mía notó que su estatura había menguado cuando ya no podía encender ni apagar aquel piloto de la noche, que la avisaba de que el tiempo estaba pasando inexorablemente.

En el buzón siguen nuestros cuatro nombres, el de mi padre, el de mi madre, el de mi abuela y el mío, por ese extraño orden jerárquico que convertía a los hombres en cabeza de familia, y a las abuelas y a las niñas en los últimos monos de la casa. De los cuatro nombres solo queda vivo el mío. Los otros tres han desaparecido entre las cenizas de sus poseedores, como sus voces y sus silencios. Como sus prisas y sus deseos.

Solo hay un par de cartas en el buzón, a nombre aún de mi padre, que ha sido el último en marcharse. Una de la compañía eléctrica y otra del Ayuntamiento, con un recibo del agua. No tengo llave del buzón, así que las saco introduciendo mis dedos en la ranura. Me araño la piel como tantas veces al intentar extraer las cartas cuando venía del colegio y todavía no tenía edad para ser poseedora de llaves. Las llaves dan libertad y poder. Siempre fueron un símbolo de ambas cosas, tanto en el antiguo Egipto o en las aldeas vikingas, como en todas nuestras casas de barrio obrero. Hubo un tiempo en el que ya dueña de llaves, pero de nada más, esperaba con ansiedad la llegada del cartero. Fue cuando un chico me prometió que me escribiría desde la ciudad en la que estudiaba. Todos los días esperaba la hora, y todos los días la misma decepción: nunca llegaba la misiva deseada. Nunca llegó, y a pesar de ello nos hicimos novios. El patio había sido testigo de muchos momentos que dichosamente habían pasado al reino amable del olvido.

Meto las dos cartas en el bolso, y empiezo a subir las escaleras. Por el primer piso han pasado varias familias y unas estudiantes universitarias en los años en los que yo era adolescente. Una de ellas estudiaba Magisterio y la otra Filosofía y Letras. No tenían teléfono y sus madres las llamaban a mi casa cuando las llamadas de los pueblos aún se hacían a través de una centralita. Eran de una pequeña localidad en la que se hablaba una variedad del catalán, así que a veces mi madre y mi abuela no se entendían con la telefonista, y yo bajaba corriendo las escaleras para llamar a las chicas. Eran altas, guapas y delgadas, y una de ellas tenía un novio en la tuna de Medicina, así que de vez en cuando los tunos las rondaban debajo de la ventana. Cantaban rancheras y melodías portuguesas, y todos los vecinos de la calle nos asomábamos al balcón para verlos y oírlos cantar, ellos ataviados con sus capas y sus cintas de colores, nosotros con las ropas de dormir. Una noche, las chicas me invitaron a su casa mientras estaban los tunos. Como ya era púber y casi pertenecía al mundo de los mayores, me enseñaron una de sus canciones, una de esas que ahora me sonroja recordar porque contaba una historia de amor que acababa en homicidio. Pero lo más de lo más fue el día en el que se casó uno de mis muchos primos. A los postres llegaron los tunos, precisamente los de Medicina, que me reconocieron como la vecinita del piso de arriba del de sus pecados, y me dedicaron la susodicha canción. Aquel fue uno de los momentos más felices de mi adolescencia. Ya me había crecido el pelo, me había puesto lentillas y no tenía granos. Me sentí protagonista más de un pasodoble que de una ranchera, sobre todo cuando uno de los tunos me lanzó un clavel rojo que previamente había besado. Aquella noche me fui a la cama más feliz que una perdiz.

Sí, el primer piso había dado mucho juego.

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