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De pequeña, yo siempre brindaba «por la salud de Franco». Bien alto, de pie, con toda la familia sentada a la mesa y mientras alzaba mi vaso lleno de quina Santa Catalina. Mi madre me miraba y acaso respondía con un gesto que era la variante silenciosa de «qué maja está la niña cuando está calladita». Mi padre se quedaba lívido.

—Pero ¿quién le ha enseñado a decir esas cosas a la criatura?

Eso lo decía solo a veces, cuando en la celebración no había ninguno de los miembros de la familia que eran complacientes con el régimen; en tal caso, callaba y sonreía la gracia de la criatura porque era lo mejor que podía hacer. Mi abuela se iba a la cocina a buscar la tarta que ella y mi madre habían hecho por la mañana; mientras recorría el largo pasillo pensaba en el día en que los falangistas habían registrado su casa durante la guerra, movía la cabeza de un lado a otro y pensaba: «¿De dónde habrá sacado la chica semejante brindis?».

Y no, nadie me lo había enseñado. Para la niña de ocho o nueve años que yo era entonces, aquel señor de pelo blanco, bigote fino y voz de tiple afónica era una especie de abuelo universal, sustituto de los dos abuelos que no había tenido o, por mejor decir, que nunca había conocido o tratado.

A través de la televisión, aquel hombre en blanco y negro era el único abuelo que entraba en mi casa, y yo brindaba por su salud con el vino quinado que nos daban a los niños. Un vino de unos quince grados que supuestamente hacía que estuviéramos fuertes y sanos. A mis primos se lo daban con un huevo crudo batido dentro. A mí eso me daba mucho asco, así que lo bebía solo, en las celebraciones familiares para brindar, o los sábados y los domingos por la mañana, mientras los mayores estaban en la cocina.

Mis padres lo guardaban en la parte baja de la librería, debajo de las cartas que mi madre recibía de lugares del mundo tan exóticos como San Francisco y una ciudad que se llamaba Cebú y que estaba en las islas Filipinas. Esas mañanas sin colegio, cuando me quedaba sola en el cuarto de estar y oía todas las voces que llegaban desde la lejanía de la cocina, abría la botella y bebía un buen trago de aquel elixir dulce, el mismo con el que en las fiestas brindaba por la salud de aquel abuelo en gris, de quien los niños no sabíamos que era un dictador y que tenía a sus espaldas centenares de miles de muertos.

Y no lo sabíamos porque en las casas no se hablaba de ello.

—Las paredes oyen —solía decir mi madre. Y debía de ser verdad, porque cuando la abuela contaba alguna cosa sobre la guerra, lo hacía en voz muy baja, por si acaso.

Lo mismo ocurría cuando mi padre narraba el episodio en el que él y los demás chapistas del parque de coches oficiales donde trabajaba por las mañanas habían hecho una bandera republicana con los trapos de limpiar. Alguien había visto la bandera roja, amarilla y morada sobre una mesa del taller y había ido corriendo a contárselo al jefe, un general en la reserva que había hecho la guerra y conservaba restos de metralla en la garganta. El general había bajado inmediatamente con el ánimo de arrestar a los tres incautos, que no lo fueron tanto y que lo engañaron diciéndole que los trapos habían caído así, por casualidad, que ellos ni siquiera sabían que había otra bandera que no fuera la rojigualda. Las tres mujeres de la casa reíamos cada vez que papá contaba la historia y nos sentíamos orgullosas de él, que había sido capaz de burlar a la autoridad. Aunque, a decir verdad, yo entonces no sabía ni qué era la autoridad, ni qué era la bandera republicana, ni qué había sido la República. Solo sabía que había habido una guerra de la que casi nadie hablaba. Según parecía, entre las hermanas de mi abuela las había de los dos bandos: mis abuelos habían sido republicanos, pero la hermana pequeña de mi abuela, falangista. Tampoco sabía yo muy bien lo que quería decir aquella palabra. La había oído por primera vez en el colegio, en primero de primaria: a las monjas les gustaba hacer una batería de preguntas sobre cultura general. En la misma clase estábamos las niñas de primero y de segundo grado. Una de las preguntas en el primer día del curso fue: «¿Quién fue el fundador de la Falange?». Ninguna de las niñas de primero conocíamos la respuesta. Y tampoco sabíamos sobre qué estaban preguntando. Solo una de las niñas de segundo supo responder: «José Antonio Primo de Rivera». Le dieron una estampa de la Virgen por haber sido tan lista. Me aprendí el nombre de aquel señor para preguntarle a mi madre en cuanto saliera del cole.

El brindis de Margarita

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