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Mi abuela no tomó ni una sola pastilla para dormir en toda su vida. De hecho, apenas tomó medicinas, solo unas gotas para el riego durante más de treinta de los ciento tres que vivió. Había nacido en 1899 y pasado por todas las guerras. Cuando le preguntaba por la guerra, la nuestra, respondía en voz muy baja.

—De todo aquello es mejor no hablar.

—Pero ¿por qué, abuela? Yo quiero saber qué pasó.

—Ya te irás enterando. De momento, cómete esa sopa y calla.

Porque ella era muy de ordeno y mando. Había sacado adelante a mi madre a pesar del hambre y de los bombardeos. La envolvía en una mantita para bajar con ella al refugio en cuanto se oía la sirena. Una de las veces, cuando salieron a la superficie, su casa había sido destruida con la explosión del polvorín. Yo escuchaba siempre aquella narración en silencio y con lágrimas a punto de asomar a mis ojos. Imaginaba la angustia de aquella mujer con su niña en brazos, viendo que lo que había sido su hogar había quedado convertido en escombros. Solo el azucarero y la espumadera de aluminio quedaron de lo que había sido su ajuar, de la que había sido su cocina. El azucarero y la espumadera que ahora están en mi casa, símbolos de resistencia ante todas las adversidades.

Como ella.

—Abuela, ¿y qué pasará cuando se muera Franco? —le preguntaba alguna vez cuando veíamos en la televisión que el abuelo universal estaba enfermo. Siempre obtenía la misma respuesta.

—Vendrá otro 36.

Y yo me quedaba muy preocupada, no solo por las palabras, sino por la cara de angustia que ponía mi abuela, que era muy poco dada a las manifestaciones emocionales en general.

—No puede ser, abuela. Han pasado muchos años. Todo el mundo quiere que vuelva eso que llaman «la democracia» —decía yo, sin saber muy bien de qué estaba hablando, pero segura de que «democracia» y «36» no eran lo mismo.

—También queríamos democracia en el 36. La teníamos, y mira lo que vino después. Tres años de guerra, de muertos y de hambre. Y muchos más años de más muertos y de más hambre. Y sin poder decir ni palabra si no estás de acuerdo con lo que hacen los poderosos. La palabra «libertad» está proscrita, niña.

—Pero nada es como antes. Ahora ya todo el mundo empieza a hablar de libertad, abuela.

Yo decía eso porque en el colegio, en las horas de tutoría, estábamos aprendiendo canciones protesta, de las que aún estaban medio prohibidas, pero que hablaban de libertad, libertad, libertad. Afortunadamente, el colegio de monjas al que había asistido de pequeña se había hundido en 1970 y a mí me habían cambiado al colegio del obispado que había al lado de mi casa. El director era un señor de bigote y casi calvo que no se dignaba a mirar a las niñas más pequeñas, que se llamaba José Antonio Labordeta, y al que todo el mundo conocía ya como cantautor de canciones críticas con el régimen. Tenía seguidores y detractores entre los profesores. Algunas maestras pertenecían a la Sección Femenina y no veían con buenos ojos su influencia sobre los chicos y las chicas del barrio.

—Bueno, pues tú a ver, oír y a callar. ¿Has entendido? Que no se entere nadie de lo que estás pensando. En este país, las paredes oyen hasta los pensamientos.

Y entonces yo seguía haciendo los deberes en la mesa camilla del cuarto de estar, que es donde pasábamos las tardes de invierno las tres mujeres de la casa mientras papá trabajaba en el taller. No teníamos calefacción, así que convivíamos siempre donde estaba la estufa, que era americana, tenía ruedas y se alimentaba de petróleo. A mí me encantaba aquel artilugio porque era como un robot al que podías llevar de un sitio a otro, o sea, de la cocina al salón y del salón a la cocina.

La abuela también había aprendido a callar y nunca se sabía lo que estaba pensando. La casa en la que vivíamos era suya: el bloque de pisos se había edificado sobre el terreno en el que había estado su parcela, la casita que fue destruida en la guerra. Ya muerto mi abuelo, a ella le había correspondido uno de los pisos y en él vivíamos los cuatro. Aunque la propiedad era suya, mi abuela tenía claro que el cabeza de familia era mi padre, y que era él el que tenía que tomar todas las decisiones. Había sido educada en que el hombre era el que mandaba y había aceptado que era ella la que vivía con mis padres y no al revés. En realidad, éramos nosotros los que vivíamos con ella, en su casa. Si hubiera querido, nos habría dado una patada y nos habría echado. Pero nunca lo hizo. Se habría quedado sola y eso no le gustaba. Tampoco le dimos motivos jamás.

Desde su silencio nos dominaba a todos. A mi madre, que siempre echó de menos que su madre fuera más cariñosa con ella. A mi padre, que era consciente de que estaba viviendo en casa ajena y de que, a pesar de ser hombre, tenía que estarle agradecido por haberlo acogido entre sus fogones cuando él no tenía ni dónde caerse muerto, como le recordaba mi madre cuando se enfadaba con él. Y a mí: mi abuela no me dejaba jugar con las muñecas más bonitas que tenía. Las colocaba en las estanterías más altas para que no las cogiera. Como ella nunca había tenido muñecas de niña, tenía miedo de que yo las pudiera romper y no me dejaba jugar con ellas.

—Abuela, pero yo las voy a cuidar mucho. No las romperé.

—Se quedan ahí arriba. Tienes otras para jugar.

—Pero si nunca he roto ninguna muñeca.

—Estas son más delicadas. Juega con las otras.

Y yo las miraba desde abajo, pensaba «qué bonitas son» y me aguantaba. Supongo que esa es una de las razones por las que acepto fácilmente todo lo que llega a mi vida, protesto poco y casi todo me parece bien. Como los demás miembros de mi familia, aprendí pronto que en esta vida hay que aguantarse, sin más.

El brindis de Margarita

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