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También son de hierro las grapas que sujetan las fotos al pasaporte de mis padres. Lo introduzco en el archivador, al igual que he hecho con los otros. En el cajón también hay entradas de cine. Detrás, con la caligrafía de mi padre, los dígitos correspondientes a las fechas: 1970, 1971, 1972, 1973, 1974, 1975. Dos hombres y un destino, Love Story, El violinista en el tejado, Cabaret, Jesucristo Superstar. Solo de esta última hay tres entradas. Mis padres iban al cine una vez al año. A mi abuela no le gustaba quedarse conmigo.

—Los hijos son para los padres —dijo la primera vez que me dejaron los míos con ella para ir al cine.

Argumentaba que ella ya había criado a una hija sin ayuda, y que mi cuidado no le correspondía si la razón era tan mundana como que mis padres salieran al cine o a un restaurante. Por eso, la norma solo se rompía una vez al año y a regañadientes. Y lo hacía siempre para ver alguna de las películas americanas de las que todo el mundo hablaba. La de Newman y Redford le había gustado mucho a mi padre, a mi madre no, porque terminaba mal. Love Story había hecho llorar tanto a mi madre que se habían salido de la sala antes del final, que se presagiaba trágico. Por eso, a partir de ese año decidieron asistir a proyecciones de películas musicales: la del violinista les gustó porque mi madre era adicta a Topol, y Cabaret les pareció horrenda, sobre todo a mamá, porque se comían huevos crudos y encima la protagonista abortaba voluntariamente.

—¿Cómo permiten cosas así en un cine al que acuden familias honradas? —le preguntó mamá aquella tarde al acomodador cuando salieron.

—Señora, nadie la ha obligado a ver la película —le había contestado él, cosa que había molestado a mi madre, según se vislumbraba de la conversación que tuvo con papá durante la cena.

Para todas aquellas películas yo era aún pequeña. No estaban toleradas para niños. Tenían dos rombos.

En cambio, me llevaron a ver Jesucristo Superstar. Aprovechando que había crecido mucho y que estaba «muy desarrollada para mi edad», frase que oí mil veces durante mi pubertad, entré con mis padres en la sala, abarrotada de adultos y de jóvenes mayores que yo. Estaba a punto de cumplir los trece años, y aquella era mi primera película de mayores. Hasta entonces, Tarzán en todas sus variedades, y Sor Citroën, Marcelino pan y vino y Fray Escoba habían sido las cintas que había visto en el cine, la mayor parte de las veces con otras niñas del colegio. Entonces, había que tener mucho cuidado en las salas de cine: si tenías la mala suerte de que se sentara a tu lado uno de aquellos hombres que iban a lo que iban, estabas perdida. Tenías que abandonar tu sitio, decirle al acomodador que no te encontrabas bien y que querías un sitio en una esquina, aguantar su sonrisa condescendiente con el tipejo que había intentado meterte mano en las tetas o en la entrepierna, dejar que tu corazón volviera a acompasarse, e intentar ver la película olvidándote del incidente. Y, por supuesto, no contárselo a tus padres bajo ningún concepto: si lo hacías no te dejarían volver jamás al cine con tus amigas.

—Vaya mierda —pienso en voz alta, mientras recuerdo una vez en la que un tipo puso su mano sobre mi pierna. Se lo dije a mi amiga y ambas nos levantamos y nos marchamos del cine sin decir nada—. Qué asco.

Me acerco a la nariz la entrada de Jesucristo Superstar. Todavía me parece que huele al ambientador del cine. Fuerte, intenso, rancio como el terciopelo rojo de las butacas. Cada vez que veo una silla tapizada en ese color me viene a la memoria el aroma cerrado y febril de aquellos años en los que todo olía a armario clausurado, atrancado por fuera y por dentro.

Me veo aquel día sentada entre mi padre y mi madre para mayor seguridad. Enseguida la pantalla y la sala se llenan de música. El desierto. Un autobús. Un grupo de hippies que se bajan de él. En una colina, un negro empieza a cantar «My mind is clearer now». Hay que ver las imágenes y al mismo tiempo leer los subtítulos. Es la primera vez que vemos una película así. Todas las demás habían sido dobladas, conveniente y falsamente dobladas en muchas ocasiones. Me recuerdo tan concentrada como nunca antes había estado. Al rato, una mujer de rasgos asiáticos lava los pies a un hippy rubio y de ojos azules que interpreta a Cristo. Me fascinan todos los personajes. El negro, la china y el americano. La historia la conocemos, así que me concentro en reconocer algunas de las palabras que cantan, en disfrutar de la música y en esperar a ver si el rubio y la oriental se besan, que es lo que estoy deseando ver: en el pobre concepto que tenía yo entonces del cine, una película sin beso no era una película. Pero no, esa vez no llegó. De lo contrario, la censura habría cortado la escena, y la Iglesia habría montado en una cólera aniquiladora.

—No he entendido el final —les dije a mis padres—. Parece que han dejado al pobre Jesucristo en la cruz, mientras que los demás se van.

—No, no. Uno de los que sube al autobús cuando terminan es él. Es como si un grupo de actores hubiera estado representando la obra. Es algo así como «teatro dentro del teatro» —me explicó mi padre.

—Un lío —exclamó mamá—. Yo prefiero que las películas sean claras, que no me hagan pensar. No me gustan las películas que me hacen pensar. Además de pagar por ellas, te hacen trabajar.

El brindis de Margarita

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