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Al día siguiente, tuvimos examen de religión como había dicho. Nos preguntó algo referente a la Santísima Trinidad y su misterio acerca de ser trino y uno, y esas cosas que nadie entendía. Y también nos pidió una reflexión acerca de la película. Yo volví a la carga con mis ideas acerca de lo que era o no herejía, y de lo que era o no era racismo.

A la semana siguiente nos dio las notas del examen: me había puesto un seis. Una nota malísima. Yo estaba acostumbrada a sacar nueve o diez en todas las asignaturas, menos en Matemáticas y en Educación Física. Pero un seis en Religión…

Me levanté y me acerqué a su mesa.

—Don Rafael, tengo un seis en el examen. Me extraña.

—¿Y por qué te extraña?

—Creo que me merezco más. Me parece que el examen está bien.

—Eso lo decido yo. Eres una insolente. Debes aprender a ser más humilde.

¿Más humilde? ¿Yo? ¿Que me creía casi todo lo que me decían, que hacía todo lo que me pedían?

—Eres muy soberbia. Y ese es un pecado muy grave.

Me dio tanta rabia que me entraron ganas de llorar. Le pedí permiso para ir al cuarto de baño y allí me desahogué. Me iba el corazón a toda velocidad y lloraba de impotencia ante lo que consideraba una injusticia. Cuando llegué a mi casa con la cara desencajada, mi madre me preguntó:

—¿Qué te pasa que traes mala cara?

—Que don Rafael me tiene manía.

—¿Cómo que te tiene manía?

—Sí. Por lo de la película de Jesucristo Superstar. Ya te conté ayer que le había dicho que no estaba de acuerdo con él. Y eso le ha molestado mucho. Así que solo me ha puesto un seis. Y de verdad, mamá, que el examen estaba por lo menos, por lo menos, para un nueve.

Era evidente que necesitaba un poco de humildad. Pero no ser tratada con injusticia.

—Mañana iré a hablar con él. No voy a tolerar que te tenga manía y que por eso te baje la nota.

—No, mamá, por favor. No vayas, que me va a dar mucha vergüenza.

—Por supuesto que voy a ir. Pero no le digas nada a tu padre.

Esta vez era al revés de lo habitual: era mi madre la que me pedía que no le contara algo a mi padre. En mis años de infancia y de pubertad me hice experta en ser guardiana de secretos, reina de silencios.

Lo dijo y lo hizo. Aquella fue la primera y única vez que mi madre fue al colegio para protestar por algo que me había ocurrido. Para ella y hasta ese instante, los profesores eran sagrados y siempre tenían razón. Si en Educación Física solo tenía como máximo cincos y por condescendencia de las maestras, si en Matemáticas tampoco pasaba del cinco porque se me daban fatal, la culpa nunca la tenían los profesores, sino yo, por torpe, por miedosa y por no trabajar lo suficiente. Pero si la nota era baja porque el profesor me tenía manía, no estaba dispuesta a tolerar tal injusticia.

Así que a la mañana siguiente, mientras estábamos en clase, llamaron a la puerta. Era la secretaria del centro que le pedía a don Rafael que saliera. Vi la silueta de mi madre en el pasillo y enrojecí. Deseé que se me tragara la tierra. Pero ahí estaba ella, como una mamá gallina defendiendo a su pollita, preguntándole al cura que por qué tenía manía a su hija, que lo único que había hecho la chica era decir su opinión. Que ella también había visto la película y que tampoco había visto nada que oscureciera la relación entre Cristo y la ramera, y que el hecho de que Judas fuera negro era por poner un toque de color, sin más, que todos somos hijos de Dios y que los negros pueden ser Judas, Cristo y san Pedro. Que en ningún lugar dice que Jesús o alguno de los apóstoles no fuera oscuro de piel; y que viniendo de donde venía, más fácil era que hubiera sido negro que blanco.

Todo esto me contó mi madre ya en casa mientras esperábamos a mi padre.

—Mamá, ¿cómo has podido decirle todo eso a don Rafael?

Tenía dobles sentimientos acerca de la presencia de mi madre en el colegio: por una parte, me sentía orgullosa de que mi madre me hubiera defendido. Pero, por otra, me daba vergüenza que mis compañeras pudieran pensar que era una niña mimada a la que mamá le sacaba las castañas del fuego. Afortunadamente, don Rafael no dio su brazo a torcer, y en esa evaluación me quedé con un seis, que se convirtió en un sobresaliente a final de curso, porque aprendí a estar calladita y a dejar en casa mis opiniones con respecto a la religión y a la sociedad. Al fin y al cabo, seguíamos en el primer semestre de 1975 y las paredes y las sotanas, incluso las que olían a orina rancia como la de don Rafael, seguían oyendo hasta los pensamientos más escondidos.

El brindis de Margarita

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