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—Mamá, ¿quién era José Antonio Primo de Rivera?

Mi madre palideció. Había otras madres alrededor esperando a sus hijas a la salida del colegio, e incluso una de las monjas que nos acompañaban hasta la puerta principal. Mamá no contestaba, así que insistí.

—Mami, que quién era José Antonio Primo de Rivera.

—Pues —titubeó por fin—, era el fundador de la Falange. Lo mataron en la guerra.

—¿Y qué es la Falange? ¿Y por qué lo mataron en la guerra?

Y ya esas preguntas se quedaron sin respuesta porque mi madre no sabía qué contestar. La Falange era un partido, pero no había otros partidos, porque estaban prohibidos. Si la palabra «partido» viene de «parte» y no había otras «partes» era muy complicado de explicar, sobre todo a una niña de seis años, y por una mujer que había vivido toda su vida inmersa en una realidad única, que no permitía que nadie preguntara ni se preguntara más de la cuenta.

Hicimos el camino a casa en silencio. Mi madre, seguramente, iba buscando una posible respuesta que no encontró. Y yo iba pensando que por primera vez me había quedado sin estampa de la Virgen porque la monja había hecho una pregunta que yo no había sabido contestar. Estábamos empatadas.

Cuando llegamos a casa, me fui directamente a mi cuarto. Oí que mi madre cuchicheaba algo con mi abuela. Probablemente le estaba hablando de mi pregunta. No entendí las palabras que intercambiaron porque hablaban en voz muy baja, como hacían siempre que no querían que yo, o las paredes, escucháramos su conversación. Mamá me había comprado una breva rellena de crema en la pastelería de la señora Nati, que estaba a medio camino entre la escuela y nuestra casa. No lo hacía todas las tardes, las brevas costaban dinero, pero sí de vez en cuando. Normalmente me la comía en la calle, antes de llegar al piso. Pero ese día masticaba tan despacio que la acabé en mi habitación, sentada en la silla que me había hecho mi padre para que pudiera hacer los deberes en el escritorio que había comprado para mí. Era un mueble articulado, con módulos que se podían subir y bajar a diversas alturas. La mesa para escribir estaba entonces a unos ochenta centímetros del suelo, y fue subiendo de posición conforme yo iba creciendo y sabiendo un poco más acerca de José Antonio, de la Falange y del abuelo en blanco y negro que salía mucho en la televisión.

El brindis de Margarita

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