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Voy a la cocina a beber un poco de agua. Los papeles y los recuerdos arañan y secan mi garganta y mi conciencia. Miro las noticias en el móvil: ya están introduciendo el féretro del dictador en el helicóptero. Los parlamentarios ingleses discuten sobre el Brexit por enésima vez, y el presidente de la Cámara de los Comunes lleva una corbata nueva. Todos los días lleva una corbata nueva. Me imagino su armario lleno de corbatas ordenadas por gamas de colores. Vuelvo al dormitorio y abro el armario de papá. No consigo ser ordenada ni siquiera para vaciar una casa. Voy de la mesilla al armario, de una habitación a otra, en vez de terminar con un mueble cada vez. En la puerta, en colgadores especiales, están sus corbatas. Dejo que las diferentes telas toquen mis manos. La seda, el poliéster, el algodón… Guardo dos, la de seda que le traje de alguno de mis muchos viajes a Italia, y la primera que le recuerdo, roja, con algún rombo suelto, como en un cuadro abstracto; miro la etiqueta, también es italiana, tal vez la compró él mismo durante aquel nuestro primer viaje. Están tan limpias y tan planchadas que tocarlas e introducirlas en una bolsa me parece una profanación. También conservan su olor. Doy gracias de que el tiempo y mi memoria hayan respetado el aroma y me sumerjo en él.

El silencio de mis pensamientos mientras aspiro el perfume de las corbatas se rompe cuando oigo ruido en la cocina. Vuelvo sobre mis pasos. Me he dejado el grifo abierto. Y el teléfono muestra todavía la página de El País que había abierto unos minutos antes. Siguen las mismas noticias. Y otra que no había leído antes: en Chile hay revueltas y el ejército está en la calle. Las imágenes de los tanques y los soldados cubiertos con cascos en Santiago me recuerdan a las imágenes en blanco y negro del golpe de Estado de Pinochet, el que acabó con la vida de Salvador Allende, con el disgusto mortal de Pablo Neruda, y con las manos cortadas de Víctor Jara en el estadio olímpico de Santiago en septiembre de 1973.

—«Te recuerdo, Amanda, la calle mojada» —canturreo casi sin darme cuenta.

El disco de Jesucristo Superstar llegó a mi vida al mismo tiempo que el de Víctor Jara, aunque se había publicado seis años antes. Y es que en aquel año de 1975 pasaron muchas cosas en mi vida: descubrí que entre Cristo y Judas me quedaba con el segundo porque era el único que se preguntaba cosas y no aceptaba sin más lo que parecía estar escrito por el destino, o por las leyes de Dios y de los hombres. También supe que era estupendo bailar canciones lentas con chicos que no fueran mis primos, y que tenían los ojos como Ted Neeley, el cantante que daba vida a Jesucristo en la película. Fue en un hotel de Mallorca, en septiembre, durante las vacaciones, justo antes de que empezara el último curso en el colegio. Yo tenía trece años y quería ser mayor. Y como era alta y «estaba muy desarrollada para mi edad», pues di el pego y me dejaron entrar en la fiesta del hotel.

—No deberías querer crecer tan deprisa —me dijo alguien en el hotel. Pero no le hice caso. A mis trece años quería tener por lo menos dieciocho.

También fue entonces cuando supe que a un cantante chileno de nombre Víctor Jara lo habían asesinado dos años antes por cantar canciones que mostraban un mundo más cruel y gris que el que reconocían los que lo habían silenciado para siempre. Canciones que nos enseñaba nuestro profesor en unas clases extraescolares por la tarde. Él era poeta, además de matemático, y le gustaba enseñarnos cosas más útiles que las ecuaciones, aunque tenía que hacerlo fuera del horario escolar. Así que obtuvo permiso para utilizar un local de la parroquia y allí cantábamos el corrido de «un hombre que fue a la guerra», la balada del «pongo en tus manos abiertas mi guitarra de cantor», y esa delicia trágica que era «Te recuerdo Amanda, la calle mojada», todas ellas canciones de Víctor Jara, al que habían cortado las manos y que había muerto desangrado en el estadio olímpico de Santiago de Chile como tantos otros. Su delito, cantar lo que ahora cantábamos nosotros en una sala de la parroquia. Y escribo «nosotros» porque en aquellas actividades extraescolares estábamos juntos los chicos y las chicas. Apuntarme a guitarra era casi la única posibilidad que yo tenía de relacionarme con chicos. El colegio era mixto, pero las clases no. Los varones estaban en otros pabellones, y tenían otro recreo. Solo cuando se hicieron obras en el suyo, compartimos espacio y tiempo en nuestro patio. Aquellas semanas de promiscuidad no me trajeron nada especial. No hablé con ninguno de los chicos, más ocupados en charlar e intentar ligar con las más guapas y menos tímidas, entre las que desde luego no estaba yo.

A mí me gustaba un chico que se llamaba Víctor, como el cantante. No sé por qué me gustaba porque jamás había hablado con él ni había sido mirada por sus ojos; ni siquiera había oído nunca su voz. Soñaba con él y escribía su nombre en mi diario una y otra vez. Hasta escribí versos dedicados a sus ojos verdes y a su cabello rizado. Nunca hablé con él, «con él, con él»…, como en la canción, pero lo amé en secreto, como se ama a esos trece años en los que tu héroe es Víctor Jara, Robert Redford o Carl Anderson, aunque defenderlo me supusiera bajar en tres puntos la nota de Religión.

En aquel tiempo yo era muy tímida porque era muy insegura. Con eso de que «estaba muy desarrollada para mi edad» era demasiado alta y tenía las tetas demasiado grandes. Mis gafas, mis cejas gruesas y el hecho de sacar las mejores notas de la clase me condenaban. Me llevaba bien con casi todas las niñas de la clase, pero era invisible para los chicos. Me apunté a Confirmación para relacionarme más con los muchachos, pero ni aun así. Me llevaba mejor con los cantantes de los discos, que también me parecían guapísimos, tanto o más que aquel Víctor de los ojos verdes.

Ellos sí que hablaban conmigo. Me contaban y susurraban canciones de amor, de lluvia, de campesinos, de luchas. Y lo hacían directamente a mis oídos, sin intermediarios. Y me lo repetían tantas veces como yo quería. Hacía girar el disco una y otra vez bajo aquella aguja que tenía la punta de zafiro. Alfredo Kraus, Víctor Jara, Ted Neeley, Donny Osmond, los Jackson Five, Camilo Sesto y Paul Anka convivían los sábados por la mañana con las danzas del príncipe Igor de Borodin, y con los «Ojos negros» del disco de canciones tradicionales rusas que mi padre había comprado a escondidas en la trastienda de un local en el que se vendían discos prohibidos.

Me enamoré de Kraus cantando a Francisquita, de Víctor Jara recordando a Amanda, de Neeley preguntándole a Dios que «why, why I should die?», de Donny Osmond en aquel disco que alguien me compró en la base americana, del niño Michael Jackson en los tiempos en que era una tierna criatura que cantaba y no tenía castillos como el ciudadano Kane. Del regreso de Melina que cantaba Camilo, que también fue Jesucristo en el teatro, y de Paul Anka, en un disco americano de verdad que nos había regalado mi madrina en aquel nuestro primer viaje, el del único pasaporte, el de los tres trenes y la carbonilla en el ojo. Me enamoré de ellos y de todos los chicos que, aunque hubiera sido por una milésima de segundo, me habían mirado, haciéndome creer que estaban locos por mí.

El brindis de Margarita

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