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1.2.4. ARBITRAJE COMO INSTRUMENTO DE LA DIGNIDAD DE LA AUTONOMÍA DE LA VOLUNTAD DE LA PERSONA

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18. Con el máximo respeto a la opinión mayoritaria de mis compañeros del Tribunal en la que se sustenta la Sentencia, manifiesto mi discrepancia con su fundamentación jurídica y con su fallo, que, en mi opinión, hubiera debido ser de inadmisión de la cuestión de inconstitucionalidad o, cuando menos, desestimatorio. 1. El arbitraje es un medio alternativo de resolución de controversias, pero no un equivalente jurisdiccional. Estoy en desacuerdo con la naturaleza que la sentencia de la que disiento atribuye a la institución del arbitraje. Parece considerar que es simplemente un sucedáneo del ejercicio de la función jurisdiccional, “un equivalente jurisdiccional”, como así lo denomina, cuando, a mi juicio, como medio alternativo de resolución de controversias constituye una institución con contenido propio. Es cierto que inicialmente la doctrina constitucional explicó su naturaleza como “equivalente jurisdiccional” (SSTC 43/1988, 233/1988, 288/1993, 176/1996), pero posteriormente tan desafortunada expresión se ha ido matizando gracias a una jurisprudencia constitucional que ha ido evolucionando hacia una doctrina mixta, en la que, como elemento esencial, se subraya la naturaleza contractual del arbitraje en sus orígenes; y, como lógica consecuencia, se admite el carácter jurisdiccional en sus efectos. El fundamento del arbitraje radica, pues, en la voluntad de las partes, si bien para su efectividad requiere de la asistencia judicial, dado que no tendría sentido un mecanismo de resolución de conflictos cuyas decisiones no tuvieran carácter ejecutivo o carecieran del valor de cosa juzgada y no pudieran invocarse con tal carácter ante los poderes públicos y ante los tribunales. Sostengo, por consiguiente, que en nuestra Constitución el arbitraje no tiene su asiento en el art. 24, que consagra el derecho a la tutela judicial efectiva, sino en el art. 10 CE que proclama la dignidad y la autonomía de la persona, en relación con otros preceptos en los que se desarrolla este principio (por ejemplo, los arts. 33 y 38 CE). Esta es, por otro lado, la doctrina sentada en la última jurisprudencia del Tribunal Constitucional sobre la materia, que haríamos bien en no abandonar. Como ejemplo puede citarse la STC 9/2005, de 17 de enero. En ella se declara que el arbitraje es un medio heterónomo de arreglo de controversias que se fundamenta en la autonomía de la voluntad de los sujetos privados, lo que constitucionalmente lo vincula con la libertad como valor superior del ordenamiento. Este modo de comprender la naturaleza jurídica del arbitraje permite configurar adecuadamente como características esenciales de esta institución la neutralidad, la prevalencia de la autonomía privada y el establecimiento de una intervención judicial limitada y reglada, fundada, a su vez, en el principio de Kompetenz–Kompetenz y en la presunción en favor de la correcta actuación del órgano arbitral en cuanto a los límites y ejercicio de sus facultades decisorias. La sentencia de la que discrepo asume sin mayores explicaciones la teoría de la naturaleza jurisdiccional del arbitraje y con ello empaña, a mi juicio, la aplicación plena de estos principios. Entre otras cosas, no permite explicar bien el abandono de las facultades inherentes al ejercicio de la jurisdicción, ni la sumisión a la autonomía privada de aspectos relativos a su ejercicio, ni la autonomía de los árbitros para decidir sobre el ámbito de su decisión sin otro control que el limitado a posteriori. Probablemente condicionada por esta concepción jurisdiccional del arbitraje la sentencia llega a la conclusión apodíctica de que cuando viene impuesto por la ley lesiona de manera intolerable el derecho a la tutela judicial efectiva; y se abstiene de considerar la posible influencia de otros principios y valores constitucionalmente protegidos, como es en este caso la defensa de los consumidores. En mi opinión, sin embargo, en el arbitraje no debe verse una suplantación de las decisiones judiciales, sino una institución de rango fundamental en un sistema jurídico basado en la libertad, con respecto a la cual la actividad judicial aspira a mantener el mínimum de protagonismo, solo el necesario para garantizar la resolución pacífica de aquellas situaciones de conflicto jurídico que el propio arbitraje no puede resolver por sí mismo (bien por ser necesaria una actividad ejecutiva de restricción de los derechos de las partes no consentida por estas, bien por faltar presupuestos o requisitos básicos para la existencia o validez del arbitraje). En definitiva, creo que si hubiéramos partido de la configuración del arbitraje como un sistema de resolución de conflictos de naturaleza mixta, es decir, basado en el principio de autonomía de la voluntad (art. 10 CE) que se apoya en su fuerza ejecutiva, en su efecto de cosa juzgada y en la posibilidad de control judicial de las garantías esenciales de tal procedimiento, hubiera sido ineludible analizar si en el contrato de seguro de defensa jurídica, origen de esta cuestión de inconstitucionalidad, existía o no cláusula de sumisión al arbitraje (parece que la respuesta afirmativa se hubiera impuesto) y si el legislador puede imperativamente en casos excepcionales imponer a una de las partes la aceptación de un convenio arbitral para la celebración de un determinado contrato o, por el contrario, si la imposición de esta obligación comporta la ausencia injustificada de voluntad de aceptación del arbitraje por una de las partes y debe entenderse de modo absoluto como una lesión absoluta del art. 10 CE y del art. 24 CE de modo que deba declararse inconstitucional la norma cuestionada. Nada de ello se ha hecho en esta Sentencia de la que discrepo, en la que simplemente y sin realizar ponderación alguna de los intereses generales y valores constitucionalmente protegidos, se afirma y da por hecho que el convenio arbitral debe ser siempre el resultado de una confluencia formal y actual de las voluntades de las partes, por lo que obligar legalmente a una de ellas a someterse al procedimiento arbitral para celebrar un determinado contrato vulnera su derecho a la tutela judicial efectiva, cualesquiera que sean las circunstancias concurrentes. Sin duda esta doctrina es consecuente con la idea de que el arbitraje es un “equivalente jurisdiccional” y, por ello, de la misma naturaleza, como ejercicio de un poder del Estado, a la jurisdicción a la que se refiere el derecho reconocido en el art. 24 CE. Por lo demás, tampoco se considera en la sentencia que el derecho a la tutela jurisdiccional constituye un derecho fundamental que, como todo derecho, admite modulaciones o limitaciones; que se trata de un derecho de configuración legal subordinado a la efectividad de la protección de los derechos e intereses de las personas; y que, en el caso del arbitraje, su contenido esencial queda garantizado mediante la impugnación del laudo, como el art. 53 CE impone a toda medida legislativa reguladora de un derecho fundamental. No está suficientemente justificada la relevancia de la cuestión de inconstitucionalidad. Considero que el auto de planteamiento de la cuestión de inconstitucionalidad no contiene un juicio de relevancia suficiente para la admisión de la cuestión de inconstitucionalidad. Como sintetiza la reciente STC 23/2017, de 16 de febrero, “[e]s doctrina constitucional que corresponde al órgano judicial proponente realizar el juicio de aplicabilidad y relevancia de la norma legal cuestionada, y que, por ser la elección de la norma aplicable una cuestión de legalidad ordinaria, este Tribunal debe limitarse a realizar un control externo sobre el juicio realizado por el órgano judicial, que excluye la revisión del criterio judicial acerca de la aplicabilidad de la norma, salvo que resulte con toda evidencia errado, porque sea notoriamente inconsistente o equivocada la argumentación judicial sobre la aplicabilidad al caso de la norma cuestionada (por todas, STC 38/2014, de 11 de marzo, FJ 3), o, como señala la STC 60/2013, de 13 de marzo, FJ 1 b), porque ‘de manera notoria, sin necesidad de examinar el fondo debatido y en aplicación de principios jurídicos básicos, se advierta que la argumentación judicial en relación con el juicio de relevancia resulta falta de consistencia’ [STC 43/2015, de 2 de marzo, FJ 3]. En tales casos, sólo, mediante la revisión del juicio de aplicabilidad y relevancia es posible garantizar el control concreto de constitucionalidad que corresponde a la cuestión de inconstitucionalidad, en los términos en que ésta es definida por el art. 163 CE [SSTC 87/2012, de 18 de abril, FJ 2; 146/2012, de 5 de julio, FJ 3; 60/2013, de 13 de marzo, FJ 1 b); 53/2014, de 10 de abril, FJ 1 b), y 82/2014, de 28 de mayo, FJ 2 a)]” (FJ 2). La formulación del juicio de aplicabilidad y relevancia aparece recogida en el (FJ 1, apartado 2–C, letra b), del auto de planteamiento, en el que se concluye que “en el suplico de la demanda se solicita el nombramiento de árbitro para el examen de la controversia surgida entre el instante Sr. P. y la aseguradora R., encontrando su apoyo legal, exclusivamente, en el art. 76 e) LCS... La meridiana claridad de la pretensión deducida haría incluso innecesaria cualquier otra argumentación sobre dicho extremo, si bien ha de resaltarse que la pretensión del instante se apoya en la obligación legal que para la aseguradora, a falta de convenio arbitral que conste justificado, impone el art. 76 e) LCS y del que se deriva que proceda el nombramiento de árbitro sustituyendo la voluntad de la aseguradora para someterse a arbitraje, conforme a lo preceptuado en dicho art. 76 e) LCS”. Considero que, con lo razonado al respecto en el auto de planteamiento, no puede darse por cumplida la carga de exteriorizar el juicio de aplicabilidad y relevancia que incumbe al órgano promotor de la cuestión, “sin que este Tribunal pueda ‘sustituir, rectificar o integrar el criterio de los órganos judiciales proponentes’ ” [STC 134/2016, de 18 de julio, FJ 2 a), con cita de las SSTC 166/2012, de 1 de octubre, FJ 2, y 221/2015, de 22 de octubre, FJ 2]. Esta apreciación se basa en que en el presente caso la Sala proponente se limita a subrayar, como ya se ha dicho, que la norma aplicable es el art. 76 e) de la Ley de contrato de seguro (LCS) que obliga a la aseguradora a someterse a un procedimiento arbitral, cuando lo cierto es que en la demanda se advierte de la existencia en la póliza de una cláusula contractual que reconoce el derecho del asegurado a someter la discrepancia a un procedimiento arbitral y que, por esta razón el actor entiende que no es necesario un posterior convenio arbitral para ponerla en vigor. Para el demandante, por consiguiente, existe convenio arbitral desde el momento mismo en el que se suscribió de común acuerdo la póliza en la que expresamente consta su derecho al arbitraje. Como es sabido, no solo el art. 76 e) LCS otorga un derecho subjetivo al adherente–consumidor a someter la controversia a arbitraje, sino que el art. 76 f) LCS impone a la aseguradora la obligación de insertar en sus pólizas prerredactadas una cláusula en la que se recoja el reconocimiento de tal derecho y en el caso examinado el demandante se funda en el carácter vinculante para las partes contratantes de la cláusula arbitral efectivamente introducida en el contrato por la parte predisponente. Por esta razón, aprecio que la validez del fallo no depende directamente del análisis de la constitucionalidad del art. 76 e) LCS (como expresamente supone el auto de planteamiento), sino del valor que se reconozca a la cláusula contractual, como tal vinculante para la aseguradora, de reconocimiento del derecho del consumidor al arbitraje y sobre esta cuestión era indispensable que se pronunciase la Sala proponente. Lo verdaderamente discutible, en efecto, es el valor que deba atribuirse a esta cláusula en función de venir impuesta en la póliza en virtud de lo dispuesto en el art. 76 f) LCS, que es el artículo realmente relevante para resolver la cuestión. Sin embargo, esta posibilidad ha sido descartada por el tribunal proponente sin mayor explicación que la de entender, al margen de las reglas sobre interpretación sistemática, que “es en el primero donde se impone esta suerte de arbitraje obligatorio y no en el segundo que podría contemplarse como una facultad de opción si la dicción del art. 76 e) no fuera imperativa” (...). (E)n el presente caso, este Tribunal es competente para pronunciarse sobre la adecuación del art. 76 e) LCS a la Constitución Española. Así es porque la primacía no tiene un alcance general, sino que se encuentra referida exclusivamente a las competencias propias de la Unión (Declaración del Tribunal Constitucional 1/2004, FJ 3, respecto de la non nata Constitución europea). Es decir, opera respecto de las competencias cedidas a la Unión por voluntad soberana del Estado. Como pone de manifiesto el órgano judicial en el auto de planteamiento de la cuestión, la primacía del derecho comunitario alegada por el demandante no es argumento válido para sustentar la adecuación del precepto al ordenamiento jurídico español. En materia de consumidores, el art. 169.1.° TFUE estableció que “para promover los intereses de los consumidores y garantizarles un alto nivel de protección, la Unión contribuirá a proteger la salud, la seguridad y los intereses económicos de los consumidores, así como promover su derecho de información, a la educación y a organizarse para salvaguardar sus intereses”. Para alcanzar dichos objetivos, la Unión contribuirá, según establece el apartado segundo del citado precepto, mediante (i) medidas que adopte en virtud del art. 114 en el marco de la realización del mercado interior y (ii) medidas que apoyen, complementen y supervisen la política llevada a cabo por los Estados miembros. Este segundo tipo de medidas se adoptarán por el Parlamento Europeo y el Consejo con arreglo al procedimiento legislativo ordinario y previa consulta al Comité Económico y Social (art. 169.3.°), lo cual no obstará para que cada uno de los Estados miembros mantenga y adopte medidas de mayor protección que deberán ser compatibles con los tratados que deberán ser notificadas a la comisión (art. 169.4.°). El art. 76 e) LCS impugnado establece el arbitraje a favor de los consumidores, como así exige la Directiva 87/344/CEE y el precepto impugnado no mantiene o adopta medidas de mayor protección para los consumidores que las previstas por la legislación europea. Por otro, es la propia Directiva la que prevé que dicho arbitraje se establecerá sin perjuicio de cualquier derecho de recurso a una instancia jurisdiccional, sin precisar cuál deba ser y cómo deba funcionar. Precisamente sobre la compatibilidad constitucional de este extremo, es decir, sobre el desarrollo que el Estado otorgue a dicha posibilidad ofrecida por la propia Directiva, es sobre lo que, desde la perspectiva de una posible vulneración del art. 24 CE, nos corresponde pronunciarnos y no desde el parámetro fijado por el Derecho de la Unión. La cuestión que debe dilucidarse por este Tribunal es, por consiguiente, si la imposición del arbitraje a la otra parte, en este caso al empresario–predisponente, vulnera su derecho a la tutela judicial efectiva (art. 24 CE) en los términos que determina la legislación dictada en el ejercicio de la competencia estatal y omitir cualquier interpretación del art. 203 de la Directiva 2009/138/CEE. Alternativamente, no cabe más solución que plantear una cuestión prejudicial (...). La limitación del derecho a la tutela judicial efectiva de la compañía aseguradora no puede considerarse inconstitucional Como dice la sentencia de la que discrepo, partiendo de la doctrina de este Tribunal acerca de la constitucionalidad del mecanismo del arbitraje cuando es fruto del concurso de voluntades de ambas partes del litigio, hay que plantearse si se alcanza la misma conclusión cuando la sumisión a este mecanismo de resolución de conflictos queda en manos de uno solo de los litigantes, como sucede en la norma recogida en el art. 76 e) LCS. Pero la cuestión no debiera haberse limitado exclusivamente a resolver este interrogante, sino avanzar algún paso más, que es precisamente lo que no se ha hecho. En mi opinión, una vez alcanzada la conclusión de que la falta de convenio arbitral limita el derecho a la tutela judicial efectiva (art. 24 CE), deberíamos habernos cuestionado si estamos o no en presencia de una de esas posibles excepciones a la restricción de la libertad individual en pro de la salvaguarda de los intereses generales de las que habla la STC 11/1981, de 8 de abril, dado que “la autonomía de la voluntad como máxima expresión de la libertad del individual ‘es un principio del derecho que preside la vida jurídica, pero no hay inconveniente para que, en ocasiones, pueda presentar excepciones, siempre que la limitación de la libertad individual que supongan se encuentre justificada. La justificación puede hallarse en el daño que el puro juego de las voluntades particulares y las situaciones que de él deriven, puede irrogar a los intereses generales’ ”. Efectivamente, a mi juicio, la imposición de un arbitraje del art. 76 e) LCS, en la medida en que el legislador español no ha previsto soluciones alternativas que remedien la falta de consentimiento libre al procedimiento arbitral, limita el derecho a la tutela judicial efectiva garantizado en el art. 24 CE, pues se impide a las aseguradoras el acceso a la jurisdicción de los Juzgados y Tribunales de Justicia que, ante la falta la voluntad concurrente de los litigantes, son los únicos que tienen encomendada constitucionalmente la función de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado (STC 174/1995, de 23 de noviembre, FJ 3). Por ello, en principio, pudiera pensarse que resulta contrario a la Constitución que la Ley de contrato de seguro suprima o prescinda de la voluntad de una de las partes para someter la controversia al arbitraje, denegándole la posibilidad de solicitar la tutela jurisdiccional. Sin embargo, expuesta tal línea de principio, se repara enseguida en que para resolver la cuestión planteada no basta con llegar a la conclusión de que cuando el arbitraje no se sustenta en un previo convenio arbitral y no se prevén mecanismos de revisión de fondo del laudo de obligado cumplimiento se vulnera el derecho de acceso a la jurisdicción, sino que debemos preguntarnos si la restricción del ejercicio del derecho a la tutela judicial efectiva que impone el art. 76 e) LCS cuestionado está justificado, al hallarse en uno de aquellos supuestos en los que de permitir el juego de las voluntades particulares se causaría daño a los intereses generales y si el obstáculo de acceso a la jurisdicción impuesto en la norma cuestionada es arbitrario o caprichoso. Pues bien, si partimos del mandato constitucional que atañe a todos los poderes públicos, a los jueces y al legislador de velar por la protección de los consumidores y usuarios (art. 51 CE), se concluye sin especial dificultad que la finalidad del art. 76 e) LCS es la de otorgar una especial protección al asegurado en su condición de consumidor, pues resulta notorio que se encuentra ante una situación de desigualdad debida a la compleja naturaleza y contenido del contrato de seguro, especialmente en determinadas modalidades como la aquí examinada. Se puede afirmar en este sentido que el contrato de seguro es el prototipo sobre el que se asienta la defensa de los consumidores y usuarios. En efecto, hay que destacar que el ámbito de aplicación de este especial arbitraje del art. 76 e) LCS viene identificado por la propia condición de las partes en el procedimiento arbitral, un empresario y un consumidor en una controversia que, también, tiene su origen en un acto de consumo: la contratación de un seguro de defensa jurídica que suele concertarse mediante un documento contractual predispuesto por el empresario y a cuyas condiciones generales se adhiere el consumidor sin previa negociación. Es evidente, por consiguiente, el desequilibrio existente entre los contratantes en el momento de la perfección del contrato y durante el transcurso de la relación contractual. Por ello, el legislador, cumpliendo el mandato establecido en el art. 51 CE, ampara al asegurado tanto estableciendo los requisitos que se exigen a las aseguradoras para poder suscribir riesgos y operar en los mercados, como otorgando una serie de derechos al consumidor tendentes a reequilibrar su posición y regulando el contenido de los clausulados con normas imperativas, imponiendo la irrenunciabilidad de los derechos y la salvaguarda de que se aplique la interpretación más favorable para el asegurado. De este modo, en el contrato de seguro se restringe a su grado máximo el principio de la autonomía de la voluntad (art. 9 CE) que cede ante el de protección de los consumidores (art. 51 CE) (...) [STC 1/2018, de 11 enero 2018: Voto Particular Voto particular que formula el Magistrado don Juan Antonio Xiol Ríos, (RTC 2018, 1)].

19. La paradójica desprotección del consumidor como consecuencia de la declaración de inconstitucionalidad del art. 76 e) de la Ley de contrato de seguro Trasladadas las anteriores consideraciones al contrato de seguro de defensa jurídica que nos ocupa, para entender el funcionamiento y la finalidad de la norma cuestionada hay que partir del hecho de que el objeto de este contrato es la cobertura del riesgo de necesidad de asistencia jurídica, a la que el asegurador debe responder con los medios idóneos que permitan la defensa de los intereses del asegurado, ya sea mediante la asunción de gastos jurídicos originados por una defensa realizada por terceros, ya mediante la prestación directa de los servicios jurídicos. Parece obvio que el interés que se protege en la Ley de contrato de seguro es el del asegurado–consumidor, en tanto que el objeto del seguro es la prestación a favor de este, de los servicios de defensa jurídica frente a terceros. Es precisamente aquí, en el previo conflicto existente entre aseguradora y beneficiario sobre la prestación de la defensa jurídica, donde el principio constitucional de protección del consumidor ha de inspirar la interpretación material del derecho de acceso a la jurisdicción (art. 24 CE). Una situación en la que de no existir tal norma imperativa se crearía una patente situación de debilidad e indefensión para el asegurado, pues a la par que requiere de defensa jurídica frente a un tercero, mantiene precisamente con aquel que le tiene que defender una controversia sobre el contenido de su contrato de defensa jurídica que, de no ser resuelta con la debida agilidad y objetividad, amenaza con dar al traste con la efectividad de sus derechos. Siendo ello así, se puede afirmar, en primer lugar, que nada obsta para que en determinados supuestos el legislador no haga prevalecer la autonomía de la voluntad de los particulares e imponga las reglas contractuales. La concepción jurídica y social del liberalismo económico que parte del presupuesto ideológico de la libertad de las partes contratantes, así como de la igualdad de las mismas en materia contractual, no lleva necesariamente a concluir que solo son válidos los contratos concluidos por el juego de la autonomía privada. Una concepción social del Derecho y de la economía no puede por menos de tratar de proteger especialmente determinados intereses puestos en juego en la contratación, como son por regla general los de la parte económica más débil. A ello hay que añadir que en nuestro ordenamiento jurídico no existe una regla que establezca la presunción de que el Derecho legal de ordenación de los contratos sea siempre dispositivo, sino que será la propia ratio y finalidad perseguida por la norma la que nos diga si debe sacrificarse el principio de autonomía de la voluntad en pro de la defensa de otros intereses que el legislador estima más valiosos o dignos de protección, como lo es la tutela de los consumidores y usuarios. En segundo lugar, respecto a la alegada inconstitucionalidad de la norma cuestionada por la falta de posibilidad de revisión del fondo del laudo arbitral entiendo que contrariamente a la opinión mayoritaria de mis compañeros, de nada serviría que el legislador español haya impuesto la obligatoriedad del arbitraje para el asegurador como medio de dirimir el conflicto suscitado entre ambas partes (por ejemplo, sobre la libre elección de abogado y procurador, limitaciones subjetivas u objetivas del seguro, divergencias en la minutación o la viabilidad de la pretensión del asegurado) si, posteriormente permite que el empresario–asegurador replantee esa misma controversia en la jurisdicción ordinaria. Si ello sucediera no solo se restaría a este mecanismo extraprocesal de resolución de conflictos de su elemento esencial que es la vinculación al laudo arbitral con efecto de cosa juzgada y fuerza ejecutiva, sino que, desde luego, se difuminarían las ventajas de sencillez, agilidad, celeridad y economicidad que el arbitraje posee. Efectos todo ellos que, por lo demás, deben reputarse beneficiosos para ambas partes contratantes y para el tráfico jurídico en general, pues brindan certeza, a la par que evitan o restringen la posibilidad de discutir nuevamente, en sede judicial, un asunto que ha sido ya resuelto con anterioridad. Como puede apreciarse con dicha norma no solo se protege al consumidor, sino el interés general, pues se obtiene respuesta fundada al litigio y se evita el abuso de las vías de derecho por medio de la recurrente alegación de hechos que ya han sido resueltos con el consiguiente riesgo de obtener resoluciones distintas sobre un mismo objeto. Por ello debiéramos haber concluido que del precepto cuestionado no puede decirse, ciertamente, que imponga un obstáculo arbitrario o caprichoso para acceder a la tutela judicial efectiva, pues responde a la plausible finalidad de proteger a los consumidores como parte débil del contrato de seguro de defensa jurídica, otorgándoles la posibilidad de optar por un medio ágil y económico a la solución de las controversias existentes con el asegurador. Sin embargo, el hacerlo de forma que no puede revisarse posteriormente en sede judicial el fondo del asunto, si bien es una limitación del derecho a la tutela judicial, no es arbitraria, pues solo configurando el recurso al arbitraje del modo en que lo ha hecho el art. 76 c) LCS se garantiza la efectiva protección del asegurado–consumidor y, como fin último el interés general. De nada sirve, ya se ha dicho, un arbitraje que pueda ser replanteado posteriormente en vía judicial, porque se convierte en un mero trámite previo sin verdadera efectividad y supone la agregación de nuevas cargas llamadas a lastrar el ejercicio del derecho de acceso a la justicia. Creo que la eficacia de las normas de protección de los consumidores se mide, no solo por la equidad de sus normas, sino también por la existencia de cauces sencillos, rápidos y gratuitos o de escaso coste a través de los cuales puedan hacer exigibles sus derechos cuando estos no hayan sido respetados adecuadamente. Con esta Sentencia, sin embargo, se origina la paradoja de que la puesta en marcha del arbitraje queda en manos de la aseguradora, pues se exige su consentimiento en el convenio arbitral y, en consecuencia, el derecho del consumidor al arbitraje que le otorga la ley queda condicionado a la voluntad de la parte más fuerte del contrato de seguro, especialmente en el seguro de defensa jurídica, por cuanto el asegurado depende de su efectividad para la solución de la situación litigiosa en la que está implicado. No deja de ser una ironía que el art. 76 e) LCS nazca como norma de transposición de una directiva comunitaria cuya finalidad es la protección del consumidor en el contrato de defensa jurídica y que por ello se obligue a los Estados miembros a articular a favor del consumidor “un procedimiento arbitral u otro procedimiento que ofrezca garantías comparables de objetividad” (art. 203 de la Directiva 2009/138/CEE) y que en esta Sentencia se haya concluido que el ejercicio de tal derecho debe condicionarse al previo consentimiento de la aseguradora y se declare la nulidad con efectos ex tunc de un precepto legal vigente durante largo tiempo y promulgado para cumplir con la obligación el Estado de trasponer una directiva comunitaria. No puedo, en último término, aceptar que la lesión del derecho a la tutela judicial se encuentra en la imposibilidad de revisión del fondo del laudo, porque, si ello fuera así, inconstitucional no sería el art. 76 e) LCS, sino en general todo el procedimiento arbitral previsto en la Ley de arbitraje [STC 1/2018, de 11 enero 2018: Voto Particular Voto particular que formula el Magistrado don Juan Antonio Xiol Ríos, (RTC 2018, 1)].

20. Cada vez con más intensidad, se señala por la doctrina el alejamiento de lo que se denominó en un principio ya remoto “la naturaleza equivalente jurisdiccional del arbitraje”, que es una “desafortunada expresión” según el Magistrado del Tribunal Constitucional don Juan Antonio Xiol Rios (tal como dice en su voto particular a la STC 1/2018, de 11 de enero). El arbitraje, se dice, tiene más anclaje, en su fundamentación, con el art. 10 CE (dignidad y autonomía de la persona) que con el art. 24 del mismo texto constitucional. Es, esencialmente, un medio heterónomo de arreglo de controversias, con fundamento –se insiste– en la autonomía de la voluntad y más basado en la libertad que en una “suplantación” o sustitución de las decisiones judiciales. Y eso se destaca en la nueva LA/2003, que toma, para el Derecho español, la internacional Ley Modelo. La Exposición de Motivos de la LA. no deja lugar a dudas, tanto en lo referente a su cercanía y obligaciones respecto de la Ley Modelo, como a las continuas referencias a la libertad individual, como fundamento arbitral. Juan Burgos Ladrón de Guevara escribió en La Ley (n.° 6745/2007) lo siguiente: “Observamos cómo la esencia del arbitraje en orden a su naturaleza viene conformada por el principio de la autonomía de la voluntad de las partes, que apertura el nacimiento del arbitraje, cuyos efectos dependen de la propia naturaleza del arbitraje, ya que la decisión arbitral plasmada en el laudo proviene del convenio arbitral al que las partes se han sometido expresamente”. Más adelante añade: “La LA/2003 de arbitraje acentúa el carácter convencional del mismo, no sólo en sus orígenes, sino también en su desarrollo, al subrayar la naturaleza jurisdiccional de la cuestión arbitral en orden a la ejecución del laudo arbitral”. El ya mencionado Magistrado Xiol Rios, en la Revista La Notaría (nov.–dic. 2007), escribió: “La nueva regulación del arbitraje consagra como el principio más importante que gobierna esta institución el principio de autonomía de la voluntad, verdadera piedra angular en que descansa toda la institución arbitral. Son las partes las que tienen todo el poder...”. Y más adelante, continua: “El respeto al principio de la autonomía de la voluntad que ha sido subrayado por el Tribunal Constitucional como fundamento de la institución del arbitraje, se erige en un principio capital en un mundo globalizado, en el que el arbitraje aspira a un papel propio definidor de nuevas realidades jurídicas y de nuevos procedimientos de solución de conflictos mediante la armonización de los intereses en pugna”. Muy importante es lo indicado en la STSJM de 2 junio 2016, n.° 46/2016: “... La imparcialidad de los árbitros es una de las garantías necesarias para la realización del arbitraje. A diferencia de los miembros del poder judicial, que llevan ínsita la Característica de imparcialidad por su sistema de nombramiento y por su sujeción a un estricto régimen de incompatibilidades y prohibiciones, los árbitros deben asegurar antes y durante la realización del arbitraje la ausencia de cualquier vinculación con alguna de las partes o con la relación jurídica objeto de controversia. Por ello, la Ley de Arbitraje desde su exposición de motivos resalta ‘el deber de todos los árbitros, al margen de quien los haya designado, de guardar la debida imparcialidad e independencia frente a las partes en el arbitraje’, estableciendo como garantía de ello ‘su deber de revelar a las partes cualquier hecho o circunstancia susceptible de poner en duda su imparcialidad o independencia’, sin hacer un ‘reenvío a los motivos de abstención y recusación de jueces y magistrados, por considerar que no siempre son adecuados en materia de arbitraje ni cubren todos los supuestos’, ni establecer un procedimiento de recusación, ‘sin perjuicio de poder hacer valer los motivos de recusación como causa de anulación del laudo’. Conforme a este propósito, el art. 17 de la misma Ley dispone que todo árbitro debe ser y permanecer durante el arbitraje independiente e imparcial y que, en todo caso, no podrá mantener con las partes relación personal, profesional o comercial. Complementa esta prohibición, para establecer una garantía adicional de transparencia, el ap. 2 del mismo artículo determinando que la persona propuesta para ser árbitro deberá revelar todas las circunstancias que puedan dar lugar a dudas justificadas sobre su imparcialidad e independencia y que el árbitro, a partir de su nombramiento, revelará a las partes sin demora cualquier circunstancia sobrevenida. Esto es, obliga al árbitro, antes y después de su nombramiento, a informar a los litigantes, inmediatamente, de la concurrencia en él de cualquier circunstancia que pueda poner en cuestión su imparcialidad o independencia, pudiendo además las partes, como establece el mismo precepto, en cualquier momento del arbitraje, pedir a los árbitros la aclaración de sus relaciones con algunas de las otras partes. En suma, que, poco a poco, se pasa, en lo que se refiere al arbitraje, de una naturaleza sustitutiva o alternativa a la jurisdicción –el llamado ‘equivalente jurisdiccional’– a una fórmula de solución de controversias fundada en el principio de autonomía de la voluntad (art. 10 CE), que es la base, y al margen de la fundamentación del art. 24 de las Constitución, siendo la intervención judicial de carácter excepcional (según la más importante llamada ‘Teoría mixta’) y disciplinada por la regulación del derecho a la tutela judicial efectiva, que tiene rango constitucional”(art. 24 CE). A todo lo expuesto, no puede ser obstáculo ni causar extrañeza que la LEC 1/2000, de 7 de enero, destaque en el arbitraje el olvidable aspecto procesal y jurisdiccional. Y tampoco ha de sorprender que tal Ley, equipare el arbitraje al proceso judicial, siendo para ella el laudo arbitral un equivalente a una resolución judicial. El alejamiento del arbitraje de un planteamiento estrictamente jurisdiccional a otro de naturaleza mixta, en los términos descritos, tiene importantes consecuencias prácticas. A las diferencias entre los procedimientos arbitrales y los judiciales, ya hicimos referencia en nuestra Sentencia 25 abril 2017, n.° 3/2017. Ahora, con más radicalidad indicamos que nada tienen que ver unos con otros, siendo distintos los objetos respectivos (un laudo arbitral en el procedimiento arbitral y una sentencia control de la validez del laudo en el procedimiento judicial), y respondiendo a principios diferentes (antiformalismo y procedimiento dispositivo en el arbitral y justamente lo contrario en el judicial). Como se dice en la Exposición de Motivos, en la remisión al cauce del juicio verbal (art. 42) “se trata de lograr la necesaria rigidez” (...) [STSJ Asturias CP 1.ª 3 abril 2018 –n.° 2/2018–, (AC 2018, 791). Vid. STSJ Asturias CP 1.ª 12 abril 2018 –n.° 3/2018–, (AC 2018, 792)].

Diez años de Jurisprudencia Arbitral en España

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