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LAS EMOCIONES NOS CONDUCEN HACIA DISTINTAS DECISIONES

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Toda actividad humana —desde rascarse la barbilla hasta detonar una bomba atómica— es el resultado de una cosa: la voluntad de cambiar un determinado estado mental. Ese es el punto de partida. Y también la razón de que las emociones nos controlen. Cuando nos sentimos amenazados, o bien nos asustamos y salimos corriendo, o bien nos enfadamos y pasamos al ataque. Si nos falta energía en el cuerpo, experimentamos hambre y vamos en busca de comida.

Si viviéramos en un mundo perfecto, tendríamos acceso a toda la información necesaria antes de tomar alguna de las múltiples decisiones a las que nos enfrentamos en nuestro día a día. Cualquiera que estuviera pensando en comerse un sándwich sabría con exactitud qué nutrientes contiene, a qué sabe y si el pan está recién horneado. Eso le llevaría a dilucidar con precisión si el bocado elegido es el idóneo para reponer sus reservas energéticas. La elección sería del todo racional, pues habría sopesado de antemano todos los datos a su disposición. Si alguno de nuestros ancestros se hubiera encontrado también en ese «mundo perfecto» y se hubiera hallado frente a una colmena de abejas llena de miel, habría tenido acceso a toda la información sobre los riesgos y las oportunidades asociadas a dicho manjar: cuánta cantidad de miel contiene el panal, cuántas calorías tiene esa miel, cómo de vacías están sus propias reservas energéticas, qué probabilidades hay de que las abejas puedan picarle si opta por dar un paso adelante, qué otras amenazas aparte de estos insectos podría haber alrededor. Nuestro remoto amigo dispondría con facilidad de toda la información necesaria para salir airoso de la situación y tomar una decisión racional en cuanto a si llevarse o no la miel de la colmena. El único problema es que ni su mundo ni el nuestro eran ni son así.

Aquí es donde las emociones entran en escena, poniendo en marcha en nosotros diferentes tipos de comportamientos para que actuemos con decisión e inmediatez. Cuando tu yo consciente no dispone de suficiente información o tarda demasiado en contestar, el cerebro entrega su respuesta en forma de sentimiento: tienes un hambre canina, así que te comes el bocadillo. De igual modo, nuestro antepasado se decidía a ir a por la miel si el riesgo de que le picasen las abejas era pequeño o experimentaba una necesidad desesperada de alimentarse. Si la amenaza de picadura, en cambio, era demasiado grande, el miedo le hacía abstenerse de intentarlo.

En mi caso, por ejemplo, cuando estoy frente a la sección de golosinas del supermercado, el algoritmo evolutivo desarrollado en los humanos para evitar la inanición se manifiesta al instante en forma de un intenso deseo de llevarme un montón de ellas a la boca y empezar a mascarlas con avidez. Porque el cerebro no ha tenido tiempo de adaptarse. Es como si hubiera un mecanismo interior dentro de nosotros por el cual no acabamos de creernos que, en la actualidad, disponemos de una sobreabundancia de alimento, de manera que muchos de nosotros nos vemos incapaces de tomar una decisión racional al pasar junto al estante de las chucherías. La probabilidad de que seamos descendientes de la glotona María, en vez de serlo de Karin (quien, al no experimentar tal ansia de calorías, se arriesgaba a morir de hambre), es considerablemente mayor.

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