Читать книгу Insta-brain - Anders Hansen - Страница 8

LA EVOLUCIÓN: LA BASE DE LA VIDA EN LA TIERRA

Оглавление

Tú y yo somos el resultado de un proceso natural carente de sentido y finalidad: la evolución. Esta no es mala ni buena; tampoco se propone informarnos sobre el mal ni el bien. Solo es una condición previa básica para la vida en la Tierra y lo que impulsa nuestra adaptación al entorno. Pero ¿qué pasa realmente cuando la evolución permite la adecuación de todas las especies al medio ambiente en el que se encuentran? Tomemos como ejemplo a un grupo de osos de América del Norte que fueron ampliando cada vez más su hábitat hasta acabar llegando a Alaska, por donde empezaron a deambular bajo el frío ártico. Se trata de unos animales de pelaje marrón con obvias dificultades para camuflarse en la nieve; razón por la cual las focas, sus únicas presas disponibles en aquellos parajes, solían advertir su presencia rápidamente. Es decir, el hambre amenazaba su existencia.

Entonces, en uno de los óvulos de las hembras, se produce un cambio aleatorio en un gen —lo que se conoce como mutación—, el cual da lugar a que su pelo se vuelva blanco. La cría nacida con la nueva pigmentación lo tendrá más fácil que las demás a la hora de atacar por sorpresa a las focas, se le dará mejor obtener alimento y sus posibilidades de supervivencia y, por tanto, de reproducción aumentarán. Sus pequeños también tendrán el pelaje de igual color, por lo que, asimismo, les resultará más fácil sobrevivir y tener hijos. Y así de manera sucesiva. Durante un determinado periodo, competirán con los osos pardos, pero, al cabo de unos diez o cientos de miles de años, todos los úrsidos de Alaska tendrán el pelaje tan blanco como la nieve, de modo que pasaremos a llamarlos osos polares.

Un rasgo heredado que incrementa las opciones de supervivencia y de reproducción, y que va haciéndose cada vez más común, progresivamente. Así es como todas las plantas y los animales, incluidos los seres humanos, se adaptan a su entorno. La evolución es un proceso lento y penoso, que va cincelando poco a poco características como, por ejemplo, el color blanco de un oso polar. Tiene que pasar muchísimo tiempo para que se produzcan cambios significativos en las diferentes especies.

Pensemos, en lugar de en el anterior animal, en un ser humano que vive en la sabana hace, digamos, cien mil años. Se llama Karin, y la encontramos abalanzándose sobre un árbol lleno de sabrosas frutas, dulces y ricas en calorías. Tras comerse una, se queda satisfecha. A la mañana siguiente, vuelve a tener hambre, de modo que decide volver a por más; sin embargo, el suculento manjar ha desaparecido. Alguien se le ha adelantado y se lo ha llevado todo. En ese mundo en el que vive Karin, que las ramas se hayan quedado vacías puede convertirse en una cuestión de vida o muerte, ya que entre el 15 y el 20 % de sus congéneres muere de hambre.

Imaginemos ahora a otra mujer, María, también de la sabana. Uno de sus genes ha sufrido una mutación que influye en su percepción del sabor del azúcar. Cuando se come una fruta dulce, se libera en su cerebro una gran cantidad de una sustancia llamada dopamina, la cual desempeña un papel importante en nuestras sensaciones de bienestar y en la motivación que nos lleva a hacer una serie de cosas (encontrarás más información sobre ella en la página 62).

La consecuencia de dicho cambio es que María pasa a experimentar un fuerte deseo de zamparse todo el contenido del árbol. Así pues, no se contenta con comerse unas cuantas frutas, sino que engulle tantas como puede. No tardará en sentirse a punto de estallar y en alejarse de allí tambaleándose tras el atracón. A la mañana siguiente, se despierta y vuelve a apetecerle un desayuno rico; no obstante, cuando regresa, se da cuenta de que alguien se ha llevado las pocas frutas que sobraron del festín del día anterior. Por supuesto, son malas noticias; sin embargo, como comió mucho el día anterior, aún tiene reservas energéticas para ir a otro sitio en busca de alimento. Que María es una mujer con más posibilidades de sobrevivir que las demás no es complicado de concluir. Las calorías que ha almacenado en su cuerpo en forma de grasa abdominal la protegen contra la inanición si encuentra dificultades para encontrar comida. También tiene más probabilidades de transmitir sus genes y tener hijos. Estos últimos, teniendo en cuenta que los antojos calóricos de su madre dependen de un gen, heredarán ese rasgo y verán aumentadas, al mismo tiempo, sus opciones de supervivencia y reproducción. Además, pueden entrar en juego factores medioambientales. De ese modo, irán naciendo, poco a poco, cada vez más y más niños con una fuerte necesidad de calorías y una mayor probabilidad de sobrevivir. Este imperioso anhelo energético se desarrollará con lentitud a lo largo de miles de años, pero, a buen seguro, se convertirá en una característica cada vez más común entre la población.

Ahora, transportemos a Karin y María al mundo de hoy, lleno de restaurantes de comida rápida. La primera ve un McDonald’s, entra, se come una hamburguesa y se va, satisfecha y razonablemente llena. Entonces, aparece la segunda, pide dos menús con patatas fritas, Coca-Cola y helado, y se marcha bien atiborrada del local. A la mañana siguiente, tiene hambre de nuevo y, al dirigirse al restaurante, comprueba con deleite que este se encuentra tan lleno de alimentos como el día anterior, de modo que pide que le pongan lo mismo que ayer.

Al cabo de un par de meses, su cuerpo presenta ya las consecuencias de su glotonería. No solo ha engordado varios kilos de más, sino que también ha comenzado a desarrollar diabetes tipo 2. A su organismo le resulta difícil manejar los altísimos niveles de azúcar en la sangre. Es decir, los roles se han invertido. El ansia de calorías que había hecho sobrevivir a María en la sabana es incompatible con el mundo actual. El mecanismo biológico que nos ayudó a subsistir durante el 99,9 % de nuestro tiempo en la Tierra pasa, de repente, a ser más perjudicial que beneficioso.

No se trata de un razonamiento hipotético. Es exactamente lo que ha ocurrido. Hemos trasladado a la realidad moderna el ansia calorífica que la evolución desarrolló en nosotros hace millones de años. En la actualidad, las calorías son casi gratis. Y dicha transición se ha producido en solo un par de generaciones; en tan poco tiempo que aún no hemos podido reaccionar al respecto. Es decir, desde un punto de vista puramente biológico, nuestro cerebro sigue respondiendo ante la presencia de cada caloría al grito de: «¡Vamos, métete eso entre pecho y espalda, mañana puede que no haya más!».

El resultado de esta tendencia es evidente: los problemas de obesidad y de diabetes tipo 2 están extendiéndose por todo el planeta. Hemos de admitir que no sabemos con exactitud lo que pesaban nuestros antepasados, pero podemos hacernos una idea echando un vistazo a las tribus africanas que continúan viviendo en sociedades preindustriales y presentan un índice de masa corporal (IMC) medio de alrededor de 20 (el rango más bajo dentro de lo que se considera un peso normal). Hoy en día, en Estados Unidos, dicho promedio se sitúa en 29 (lo cual está al límite de la obesidad), y en Suecia en 25 (sobrepeso).

Estos problemas son particularmente graves en países que, en pocas décadas, han experimentado un rápido salto de la pobreza a un nivel medio de vida; en otras palabras, en apenas unas generaciones se ha pasado de la siempre amenazante hambruna a la cultura de la comida rápida propia de las sociedades occidentales.

Pero no son solo nuestras características físicas las que pueden encontrarse mal sincronizadas con el mundo moderno que nos rodea; lo mismo ocurre con las mentales. Pongamos que María se hallaba preocupada de manera constante por los múltiples peligros que la acechaban en su día a día, y que siempre estaba planeando cuidadosamente la forma de evitarlos. Es muy probable que su destreza a la hora de sobrevivir se agudizara al ver cómo tantas y tantas otras mujeres de su época morían por accidente, a manos de otra persona o devoradas por un animal. Sin embargo, al echar a andar por un mundo mucho más seguro como es el nuestro, su activo sistema de alerta cae en desuso, lo que hace que se sienta mal y sufra de ansiedad y diversos tipos de fobias.

Ser hiperactivos, estar al acecho de forma constante y tener una gran capacidad de distracción —esto es, de desviar rápidamente la atención de un estímulo a otro—, nos permitía evitar el peligro y aprovechar las oportunidades que nos iban surgiendo por el camino. Quizás eso que susurraba de repente entre los arbustos podía ser algo comestible; así que, ¡a rebuscar en ellos! En la actualidad, idéntico comportamiento impulsivo y la misma sensibilidad ante las impresiones circundantes provoca que los niños no se concentren en el colegio, hace que les sea complicado estarse quietos en clase y, por lo tanto, sean susceptibles de ser diagnosticados de TDAH.

Insta-brain

Подняться наверх