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EL PRECIO DEL ESTRÉS PROLONGADO

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La causa más común de depresión es el estrés prolongado. Para ti y para mí, se deriva de no poder encajar todas las piezas de nuestro día a día, de no llegar a todo lo que querríamos llegar; sin embargo, para nuestros antepasados, lo que desencadenaba su sistema de respuesta al estrés no era que tuvieran la bandeja del correo electrónico a reventar de mensajes o que la reforma del cuarto de baño resultara en un caos, sino los depredadores, el hambre, las enfermedades u otros seres humanos con ganas de matarlos. La exposición a un estrés de larga duración tenía relación con que su mundo estuviera lleno de inseguridad. Aunque hoy en día las amenazas ya no sean las mismas, la respuesta sigue viva en nosotros.

El cerebro interpreta que un fuerte estrés indica la existencia de peligros por doquier, así que no deja de tener su lógica que te apremie a retraerte y a taparte la cabeza con la almohada. ¿Y qué herramientas posee para empujarnos a eso? ¡Las emociones, por supuesto! Para distanciarnos de lo que traduce como una realidad llena de amenazas nos induce a un estado de depresión que nos lleva a aislarnos.

Si, hoy en día, el cerebro estuviera adaptado a la perfección a lo que le rodea, el estrés prolongado debería llevarnos a rendir aún más. Los problemas que angustiaban a mi paciente no se resolvían tapándose la cabeza con la almohada. Lo que ocurre es que el cerebro no se hace eco de tal razonamiento, pues no ha evolucionado en sincronía con el mundo presente. En cambio, la solución que adopta es alejarse de todo, ya que interpreta el estrés como una señal de que el entorno a nuestro alrededor está lleno de amenazas; cosa que, en efecto, fue así durante la práctica totalidad de nuestra existencia en la Tierra.

Si todo esto te parecen puras especulaciones, llevas parte de razón. Hay que tener cuidado con atribuir rotundas explicaciones evolutivas a nuestras emociones y comportamientos. Sin embargo, existen indicios que refuerzan la tesis de que una depresión podría ser la estrategia del cerebro para protegernos de un mundo peligroso. Dichas pistas las encontramos en un lugar inesperado: nuestro sistema inmunológico.

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