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PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

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Tienes en tus manos un libro sobre la inadaptación de nuestro cerebro a la realidad digital en la que vivimos. Acaso te preguntes: ¿tiene mucha importancia el tema durante la crisis del coronavirus, un momento en el que los móviles y otros dispositivos se han convertido en la tabla de salvamento que nos pone en contacto con el mundo exterior?

Yo creo que sí. Más que nunca. Pero empecemos desde el principio.

En la actualidad, los adultos dedican al móvil unas cuatro horas al día. Los jóvenes, entre cuatro y cinco. Nuestros hábitos se han transformado en los últimos diez años a una velocidad sin parangón en la historia de la humanidad. ¿De qué manera nos ha afectado este cambio tan drástico? Examinar a fondo esa cuestión fue lo que me impulsó a escribir este libro. Decidí que mi punto de partida sería averiguar qué opinaba la ciencia al respecto. ¿Qué dice la investigación sobre nuestro nuevo mundo digital? ¿Cómo influye este en nuestro estado de ánimo, nuestro sueño y nuestra capacidad de concentración? ¿En qué medida se ven perjudicados los niños y los adolescentes? ¿Condiciona su rendimiento escolar? ¿Qué es lo que de verdad sabemos de todo esto, más allá de la especulación y la subjetividad?

Enseguida me di cuenta de que el problema no se reducía meramente a cuánto usamos el móvil. En mi trabajo como psiquiatra, desde hace tiempo me ha llamado la atención que cada vez es mayor el número de gente que busca ayuda para paliar su malestar psíquico. En Suecia, por ejemplo, uno de cada ocho adultos toma medicación antidepresiva; una cifra similar a la de muchos otros países. Dicho aumento se ha producido desde 1980 de forma paralela al incremento de nuestro PIB y nuestra capacidad adquisitiva. ¿Cómo es posible que nos sintamos cada vez peor si materialmente vivimos mejor?

INSTA-BRAIN. Cómo nos afecta la dependencia digital en la salud y en la felicidad surgió como una manera de comprender esta paradoja. ¿Por qué tantas personas sufren ansiedad a pesar de contar con tantas comodidades? ¿Por qué va en aumento la gente que se siente sola si estamos más conectados que nunca con lo que nos rodea? Al ir tratando de contestar a estas preguntas, fui siendo consciente, poco a poco, de que la verdadera respuesta tiene que ver con el hecho de que el mundo en el que vivimos hoy es algo extremadamente extraño para nosotros. Un «desajuste» que afecta a nuestra vida emocional.

Los automóviles, la electricidad y los smartphones son cosas que, tanto tú como yo, percibimos como naturales (no en vano, los dos primeros siempre han estado con nosotros). Sin embargo, lo cierto es que la realidad moderna, tal y como la concebimos en la actualidad, no es más que un abrir y cerrar de ojos en el marco de la historia. Durante el 99,9 % de nuestro tiempo en la Tierra, los humanos hemos vivido como cazadores y recolectores. Y nuestro cerebro aún no se ha adaptado al nuevo estilo de vida digital; es el mismo que hace diez mil años. ¡Desde un punto de vista biológico, cree que todavía sigues en la sabana!

«¿Y qué más da? No voy a irme al monte a vivir de cazar corzos», podrías pensar. Por supuesto, pero ser conscientes de que no hemos cambiado mucho desde los tiempos prehistóricos ayuda a comprender por qué tenemos necesidades tan arraigadas dentro de nosotros. Necesidad, por ejemplo, de dormir. De practicar deporte. De relacionarnos unos con otros.

Si las ignoramos, dejamos de sentirnos bien. Y, por desgracia, al parecer es algo que hacemos cada vez más. Con cada año que pasa, dormimos menos. En la mayoría de los países occidentales, el número de jóvenes con problemas de sueño se ha disparado en la última década. En Suecia, por ejemplo, la proporción de adolescentes que se ven obligados a buscar ayuda en este sentido ha incrementado un 800 % desde el cambio de milenio.

Asimismo, cada vez hacemos menos ejercicio —nuestro estado de forma ha empeorado con los años— y no socializamos de la misma manera que solíamos hacerlo. El número de gente que experimenta sentimientos de soledad crece; sobre todo, entre los jóvenes. ¡Esto es algo que comenzó a ocurrir mucho antes de que nos pusiéramos en cuarentena!

Las investigaciones en torno a la materia muestran con claridad que el sueño, la actividad física y el contacto cercano con los demás son factores que nos protegen del riesgo de que nuestra salud mental se deteriore. El hecho de que hayamos reducido el tiempo que le dedicamos a estas tres cosas explica que, a pesar de haber mejorado en otros aspectos de nuestra vida, nos sintamos peor de lo que deberíamos. Hemos perdido dicha protección.

Pero este «desajuste» entre la sociedad moderna y nuestra historia evolutiva no solo proporciona importantes claves para entender nuestra vida emocional, sino también otras realidades. Fijémonos en la crisis del coronavirus. ¿Por qué hemos reaccionado de forma tan drástica, hasta el punto de que el planeta entero se paralizó en la primavera de 2020?

Si eres una de esas personas que, a veces, se desvelan por la posibilidad de sufrir una enfermedad, supongo que, además de la COVID-19, te preocupa el cáncer o que te dé un infarto, pues, a fin de cuentas, estas son las causas de mortalidad más comunes en el mundo occidental. Sin embargo, históricamente, la mayoría de la gente no ha fallecido ni por una ni por otra enfermedad. Durante el 99,9 % del tiempo que el ser humano lleva en la Tierra, las razones más habituales por las que nuestros ancestros pasaban a mejor vida eran el hambre, el homicidio, la deshidratación y las infecciones.

Esto significa que nuestro cuerpo y nuestro cerebro no han llegado a evolucionar hasta el punto de desarrollar algún tipo de mecanismo de defensa biológico contra el cáncer o contra un ataque cardíaco. En cambio, para lo que sí están preparados es para protegernos del hambre, la deshidratación y las epidemias. Y lo más probable es que a tu cerebro y al mío se le dé bien esa tarea, ya que somos descendientes de aquellos que sobrevivieron a tales calamidades.

Que la muerte por inanición representara una amenaza gigantesca para nuestra supervivencia hizo que desarrolláramos una fuerte ansia de calorías, la cual impulsó a nuestros antepasados a engullir con fruición las pocas frutas altas en energía que tuvieran la suerte de encontrar. Sin embargo, ese deseo irrefrenable acarrea consecuencias negativas en este mundo moderno en el que el acceso a la comida es casi ilimitado. No es de extrañar, en este sentido, que la diabetes tipo 2 y la obesidad se estén extendiendo como una plaga por todo el planeta.

Vale, ¿y qué tiene eso que ver con el coronavirus? Bueno, como te señalaba, un factor que también ha contribuido a moldearnos biológicamente es que muchos de nuestros antepasados murieran de enfermedades infecciosas. Por un lado, desarrollamos un fantástico sistema inmunológico; por otro, una determinada clase de conductas y rasgos orientados a la prevención. Tan importante es lidiar con la presencia de virus y bacterias en nuestro cuerpo como evitar su entrada en nuestro organismo.

Un ejemplo de estos rasgos es el de ser capaces de detectar si alguien a nuestro alrededor está enfermo con solo mirarlo. Además de ello, poseemos un fuerte instinto para obtener información sobre otras personas infectadas, algo que siempre ha sido vital a la hora de saber de quién es prudente mantenerse alejado.

Esa es la razón por la que nos cuesta tanto dejar de ver las últimas noticias en torno al coronavirus con las que estamos siendo bombardeados noche y día desde la televisión, los ordenadores y los móviles. Es como si hubiéramos sido absorbidos por un huracán mediático que, de manera constante, nos actualiza el número de infectados y muertos en todos los rincones del mundo. Como consecuencia de ello, mucha gente experimenta un tremendo estrés en este momento.

Por supuesto, nuestras herramientas digitales son importantísimas en la gestión de la crisis. Podemos trabajar a distancia desde casa y mantenernos en contacto con nuestros seres queridos sin necesidad de verlos. Para mí, de hecho, durante la cuarentena, el móvil se ha convertido en mi salvación a la hora de relacionarme con el mundo más allá de las ventanas de mi apartamento, donde las paredes se me caen cada vez más encima, conforme pasan los días.

De este modo, nuestros dispositivos digitales son una especie de puente con el exterior. Aunque también pueden causarnos problemas. Hoy en día, los rumores y las teorías conspiranoicas se extienden más rápido que el propio virus a través de las redes sociales. Es cierto que la difusión de rumores es parte natural de una crisis; sin embargo, antes, estos se daban solo entre algunas personas. En la actualidad, llegan a millones en un par de horas. La propagación de información falsa o errónea ha sido tal que la propia Organización Mundial de la Salud (OMS) cree que sufrimos una «infodemia» derivada de la pandemia.

¿Por qué somos tan vulnerables a la desinformación? ¿Y qué podemos hacer al respecto? También estas son preguntas que intento responder en las páginas que siguen.

¡Por supuesto, un libro titulado INSTA-BRAIN. Cómo nos afecta la dependencia digital en la salud y en la felicidad también trata acerca de las pantallas que nos rodean! Existe una razón personal por la que me decidí a escribirlo. Hace un año, me di cuenta de que dedicaba tres horas diarias al móvil. El descubrimiento me dejó pasmado. ¡Tres horas!

A pesar de saber que era una pérdida de tiempo, no podía alejarme del teléfono. Podía estar sentado en el sofá viendo las noticias cuando notaba cómo mi mano se dirigía hacia el aparato ¡de forma casi automática y contra mi voluntad! Siempre me había gustado leer; sin embargo, de repente, me costaba concentrarme. Si llegaba a un capítulo que requería de una gran atención por mi parte, solía dejar el libro a un lado. Sé que no soy el único al que le pasa algo así.

Después de investigar, me di cuenta de que, igual que uno se puede introducir en un sistema informático ajeno aprovechando una programación deficiente, también nuestro cerebro es susceptible de ser «hackeado». Eso es lo que han logrado hacer algunos astutos empresarios. Han sacado al mercado productos que juegan con nuestra atención y consiguen arrebatárnosla. Si crees que eres tú quien toma la decisión cada vez que sacas el teléfono del bolsillo, estás muy equivocado. Tanto Facebook como Snapchat o Instagram han logrado con mucho éxito infiltrarse en los sistemas de recompensa de nuestro cerebro, hasta el punto de acabar por apoderarse de todo el espectro publicitario mundial en diez años. En las páginas que siguen, veremos los trucos de los que se han valido.

Hay quien piensa que tenemos que adaptarnos a las nuevas tecnologías. Desde mi punto de vista, eso es una equivocación. No somos nosotros los que debemos adecuarnos a ellas, sino al revés. Las redes sociales podrían haber sido creadas para que la gente se juntara en la vida real, para no perturbar nuestro sueño y para motivarnos a hacer ejercicio físico. Podrían haber servido para prevenir la difusión de información falsa. La razón por la que no ha sido así es, lisa y llanamente, de tipo monetario. Cada minuto que pasas dentro de Facebook, Instagram, Twitter y Snapchat vale su peso en oro, ya que implica nuevas oportunidades publicitarias. El objetivo de estas empresas es robarnos la mayor cantidad de tiempo posible. Algo que saben hacer muy bien a través de una suerte de carrera armamentista digital en la guerra por captar tu interés y el mío. Es decir, cada vez le prestamos más atención a las redes sociales y menos a otras cosas.

Por supuesto, es innegable que la tecnología nos ayuda de muchas maneras en nuestras vidas y que ha llegado a ellas para quedarse. No obstante, hemos de ser conscientes de su lado bueno y de su lado malo. Solo entonces podremos demandar al mercado —y obtener de él— productos orientados a un mejor funcionamiento de nuestras facultades mentales y nuestras emociones; productos que, en lugar de explotarla, estén en consonancia con nuestra naturaleza humana.

En otras palabras, debemos entender bien cuáles son nuestros condicionamientos biológico-evolutivos y cómo estos pueden jugar contra nosotros en esta nueva realidad digital en la que vivimos. Espero que el libro que tienes en las manos contribuya a una comprensión más profunda de todos estos aspectos.

ANDERS HANSEN

17 de abril de 2020

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