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II. LA TESIS DE LA SEPARACIÓN

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Una cuestión clásica del Derecho de Sociedades es la de si los administradores sociales deben lealtad y diligencia –tienen deberes fiduciarios– a los acreedores sociales o si sólo “deben” estos a los socios. Es opinión mayoritaria la segunda. Los administradores sociales son mandatarios de los socios8), únicos que forman parte del contrato de sociedad y, por tanto, sólo deben diligencia y lealtad a los socios. Esta afirmación no es incompatible con aquella según la cual los administradores han de asegurar que la compañía cumple con las reglas del capital social y con la de afirmar su responsabilidad por las deudas sociales si la sociedad las infringe y los administradores no proceden a pedir la declaración de concurso, a liquidar o a recapitalizar la sociedad (v., art. 367 LSC y la doctrina elaborada en torno a la llamada acción individual de responsabilidad). Todos estos deberes de los administradores sociales no se derivan del deber de diligencia o de lealtad. Son deberes concretos que la ley impone a los administradores –y socios en su caso– de una sociedad para proteger los intereses de terceros los cuales, lógicamente, podrán ejercer las correspondientes acciones de responsabilidad o de otro tipo en defensa de tales intereses. Por tanto, no nos dicen nada acerca de la interpretación que deba darse al deber de diligencia o lealtad9).

En realidad, las cuestiones que se discuten bajo la etiqueta de los deberes de los administradores en la proximidad de la insolvencia son cuestiones procesales de legitimación activa de los acreedores para exigir responsabilidad a los administradores por cuenta de la sociedad que, en nuestro Derecho, deben analizarse bajo el art. 240 LSC el cual legitima subsidiariamente a los acreedores para interponer la acción social de responsabilidad contra los administradores en caso de insuficiencia del patrimonio social para cobrar sus deudas. Este encuadre pone el foco convenientemente en la distinción entre la acción social y la llamada “acción individual” –en el Derecho norteamericano, del que proviene la discusión, entre la derivative y la direct action– y permite concluir que la doctrina que pretende extender los deberes fiduciarios de los administradores a los acreedores sociales cuando la sociedad se encuentra próxima a la insolvencia es un covert tool. Implica, simplemente, utilizar la brocha gorda para tapar un pequeño hueco formado en la delimitación del patrimonio –el de la persona jurídica o el del acreedor– dañado por la conducta del administrador. Si se ha “cubierto” ese hueco con una herramienta de “uso general” ha sido, probablemente, porque carecemos de experiencia en la aplicación del art. 240 LSC dado que su aplicación práctica ha sido casi inexistente.

Este planteamiento –los administradores sólo deben deberes fiduciarios a los socios uti universi o tienen que tener como objetivo maximizar el valor del patrimonio separado– no impide la adecuada protección de los intereses de los acreedores en situaciones como aquellas en las que la sociedad está próxima a la insolvencia en las que el conflicto entre socios y acreedores se agudiza. Se trata, simplemente, de atribuir dicha protección a las reglas legales apropiadas. Como se explicará más adelante, los partidarios de extender o desplazar los deberes fiduciarios de los administradores sociales desde los socios –el interés social– a los acreedores están tratando de resolver el conflicto entre accionistas y acreedores al que luego nos referiremos con unas reglas establecidas para resolver el problema de la desalineación de intereses entre un principal y su agente y enjuiciar las decisiones de aquel sobre el que pesan deberes fiduciarios cuando su deber de usar su arbitrio –discreción– en el mejor interés del beneficiario se ve en riesgo por la presencia de un interés propio que puede llevarle a incumplir aquél deber. Si queremos concretar qué obligaciones tiene un administrador frente a los acreedores de la sociedad cuando ésta está en crisis, lo que hay que preguntarse es qué deberes debe imponer el ordenamiento al administrador para proteger los intereses de unos terceros que pueden verse dañados por la conducta del administrador10).

Así, en nuestro Derecho, y aunque los administradores responden personalmente de las deudas contraídas por la sociedad cuando ésta se encuentre en causa de disolución y no se haya procedido promover la adopción de las medidas adecuadas (disolución o recapitalización art. 367 LSC), la protección de los acreedores se confía, en buena medida, a las normas sobre obligación de declarar el concurso, a las normas sobre concurso culpable o responsabilidad concursal y a las acciones rescisorias de la Ley Concursal (arts. 5 y 71 ss. y 163 ss. LC)11). La aplicación del Derecho Concursal transforma el gobierno corporativo al sustituirse a los administradores por los administradores concursales que, lógicamente, tienen deberes fiduciarios frente al conjunto de los acreedores. Las acciones rescisorias y la responsabilidad concursal además de las que prevén la subordinación de los créditos de las personas relacionadas con la sociedad deudora, en cuanto sancionan las conductas expropiatorias por parte de administradores y socios de control frente a los acreedores y permiten anular las transacciones concretas realizadas por la sociedad en el período previo a la declaración de insolvencia tienen un efecto disuasorio muy poderoso para reducir el volumen de este tipo de transacciones ineficientes y dañinas para los acreedores. Y, en tanto no se dé el supuesto de hecho objetivo del concurso pero la sociedad se encuentre en un “estado de crisis financiera” imponiendo a los administradores, no un deber de lealtad hacia los acreedores, sino un deber de cuidado relevante en el ámbito de aplicación del art. 1902 CC (duty of care in tort) o, en términos de Derecho continental, un deber legalmente impuesto a los administradores para proteger los intereses de los acreedores y de cuyo incumplimiento con producción de un daño puede resultar la responsabilidad frente a éstos de los administradores sociales12).

Valsan y Yahya están próximos a esta concepción pero no utilizan la idea de la persona jurídica como patrimonio separado cuyo valor ha de maximizarse sino que continúan con la idea de la sociedad como contrato aunque conceden que una concepción patrimonial –que se trata de manejar patrimonios de otros– es imprescindible “para un análisis adecuado de los deberes fiduciarios”. Si el papel de los administradores se modela en torno al trustee que es alguien que gestiona un patrimonio ajeno, los deberes fiduciarios de los administradores sociales tienen que ir referidos a un “patrimonio” que no puede ser otro que el patrimonio separado formado con las aportaciones de los socios 13).

En la misma línea va la propuesta de Miller/Gold de concebir los deberes fiduciarios de los administradores como “gestión fiduciaria con un objetivo más que en beneficio de personas determinadas”, esto es, donde los beneficiarios se difuminan y se sustituyen por un objetivo14). Esta sustitución es completa en el caso, por ejemplo, de los patronos de una fundación pero no lo es en el caso de los administradores sociales. Como ya dijeran Easterbrook/Fischel hace muchos años, hay que suponer que los socios celebran el contrato por el que se constituye la sociedad con un objetivo común a todos ellos que es el de maximizar el valor de sus inversiones. Y, si no es ese el objetivo común, habrán de reflejar cuál sea en el contrato social. Por tanto, es correcto y aceptable decir que los administradores sociales, en cuanto fiduciarios, deben lealtad “al fin común” –al interés social– y no a los accionistas en cuanto tales. Pero, bien mirado, son dos formas de referirse al mismo interés: el interés de los socios recogido en el contrato social, esto es, el fin común para cuya consecución han formado un patrimonio con sus aportaciones15). Dado que los socios pueden dar instrucciones colectivas a los administradores, la persecución del objetivo –de maximizar el valor del patrimonio social– orienta la actuación debida de los administradores a falta de instrucciones de los socios. Por tanto, la idea de “fiduciary governance” no es útil y su extensión entre los autores norteamericanos sólo se explica porque su dogmática societaria no utiliza el concepto de patrimonio.

A partir de la concepción del interés social como la maximización del valor de la empresa, puede aplicarse el Teorema de Modigliani-Miller (“the value of a corporation depends on its profitability and not on how the firm is financed”) y el de la separación de Fisher (“La decisión de los administradores sobre en qué invertir ha de basarse en elegir el proyecto de mayor valor esperado (VNP) y no en las preferencias de los accionistas o, de forma similar, de los acreedores") y examinar si los administradores están actuando en el “mejor interés” de la sociedad” ( art. 227.1 LSC) comprobando si, entre todos los proyectos de inversión que pueden abordar han elegido el que tiene un mayor valor neto presente (VNP)16).

Es irrefutable que, maximizando el valor de ese patrimonio separado, los administradores sirven al interés social y al interés de todos los interesados porque en situaciones normales, maximizando el interés social se protege igualmente el interés de los acreedores en recobrar sus créditos porque el interés de los accionistas coincide con el de los acreedores sociales en maximizar el valor de la empresa social en tal situación. Los primeros, porque así maximizan sus propias ganancias y los segundos, porque cuanto más alto sea el valor de la empresa social, más seguridad tienen en que cobrarán sus créditos. Como explica Engert:

“los acreedores desean la maximización del valor de la empresa social hasta que éste alcance la cifra correspondiente a la suma de todos los créditos existentes contra la sociedad. A partir de esa situación, son indiferentes respecto al valor de la empresa. Los accionistas, por el contrario y en la medida en que no sean a la vez acreedores sociales, son indiferentes respecto del valor de la empresa social en tanto este no alcance a cubrir todas las deudas sociales. Sólo cuando supera tal barrera, están interesados los accionistas en maximizar el valor de la empresa” 17).

Por tanto, puede admitirse con Valsan y Yahya que la protección de los intereses de unos y otros es el efecto de la actuación de los administradores de conformidad con el interés social y, por tanto, del cumplimiento por su parte de sus deberes fiduciarios pero no es el objetivo de la imposición de tales deberes18).

Se equivocan, sin embargo, a mi juicio, Baird/Henderson cuando proponen que “los deberes de los administradores deberían proyectarse hacia todos los inversores”19). Si por tales deberes entienden los deberes fiduciarios, no se entiende que, inmediatamente, pongan el ejemplo de un trust en el que el que ha creado el fondo fiduciario ha ordenado que los rendimientos del mismo vayan a C hasta su muerte y, a continuación, a D. En tal caso, surge un conflicto para el trustee. El interés de C es maximizar la distribución de los rendimientos del fondo durante su vida y el de D el de maximizar el atesoramiento de éstos hasta que muera C. Como en los ejemplos anteriores, sin embargo, no hay conflicto entre ambos si lo que intenta el trustee es maximizar el valor del patrimonio separado. El conflicto para el trustee surge porque también tiene atribuida la función de repartir entre dos titulares residuales que no tienen posiciones homogéneas los rendimientos y los activos que forman el patrimonio separado. La regla de la “imparcialidad” a la que se refieren los autores no es, pues, más que la regla por defecto en todas las divisiones que en el mundo han existido desde que habitábamos en la sabana: la igualdad20). Los autores cometen, pues, dos errores. En primer lugar, no distinguir el deber –fiduciario– de maximizar el valor del patrimonio separado del deber de reparto igualitario o imparcial del patrimonio entre sus titulares residuales. En el caso de los administradores, como hemos explicado, los distintos ordenamientos atribuyen ambas funciones a los administradores o solo la primera dejando la segunda en manos de los titulares residuales. En segundo lugar, confundiendo la posición de los accionistas con los demás inversores financieros en la sociedad. Sólo los primeros son titulares residuales –propietarios–, de manera que sólo ellos participan en la elección y control de los administradores y solo ellos tienen, en principio, derecho al “residuo”. Considerar a todos los inversores financieros, pero solo a los inversores financieros, equivalentes a la sociedad y, por tanto, equiparar sus intereses con el interés social no está justificado.

El problema de estos autores es que no distinguen las situaciones en las que se ha contratado respecto al reparto de los rendimientos y de los activos que componen el patrimonio separado y las situaciones en las que no hay contrato. Se refieren, in extenso, a los acuerdos entre venture capitalists y emprendedores que prevén, a menudo, que los primeros reciben acciones privilegiadas en la cuota de liquidación y que provocan que, cuando se vende la empresa porque las cosas no han ido como se esperaba, el emprendedor, titular de las acciones ordinarias, no reciba nada o casi nada del precio pagado por el adquirente de la empresa que va a los accionistas privilegiados21). Pues bien, en estos casos, no se trata de examinar si los administradores designados por los accionistas privilegiados infringieron su deber de lealtad al aceptar la oferta que dejaba sin nada a los accionistas ordinarios, sino si al hacerlo cumplieron o no el contrato. De nuevo, pues, los deberes fiduciarios no encuentran aplicación.

Las reestructuraciones de las sociedades de capital en crisis

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