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III. LOS CONFLICTOS ENTRE ACCIONISTAS Y ACREEDORES EN GENERAL Y EN LA FASE PRÓXIMA A LA INSOLVENCIA EN PARTICULAR

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El conflicto entre accionistas y acreedores existe porque los accionistas tienen incentivos para actuar oportunistamente en perjuicio de los acreedores, al menos, en cuatro formas22).

La primera es la de reducir el patrimonio social desviando activos en su favor conforme se aproxime una situación en la que la insolvencia de la sociedad sea previsible.

La segunda consiste en incrementar el endeudamiento de la sociedad, lo que provoca automáticamente una disminución del valor de las deudas de la sociedad (en la medida en que haya aumentado el endeudamiento de mi deudor, el riesgo de impago aumenta y, por tanto, el valor de los créditos disminuye).

La tercera consiste en la infrainversión. Una sociedad muy endeudada no tiene incentivos para invertir en nuevos proyectos rentables si los accionistas prevén que los beneficios de tales proyectos irán a pagar la deuda de la sociedad y no a repartirse como dividendos.

La cuarta consiste en el aumento del nivel de riesgo de los proyectos emprendidos por la sociedad. En la medida en que los beneficios de una inversión irán destinados a pagar a los acreedores, los accionistas tienen incentivos para elegir proyectos muy arriesgados que, si salen bien, producirán muchos beneficios (y, por tanto, les permitirán recibir una parte de ellos) pero que si salen mal serán a costa de los acreedores que no cobrarán sus créditos. Este último es el conflicto más saliente cuando la compañía entra en crisis. Si los administradores se dedican a maximizar el valor de las acciones en lugar de maximizar el valor de la compañía, tendrán incentivos para preferir proyectos más arriesgados pero de menor valor y desechar proyectos menos arriesgados pero de mayor valor si ese mayor valor va a los acreedores y el menor valor del primer caso a los accionistas.

Un famoso ejemplo de Rolnick que roza el absurdo23) permite aclarar los incentivos de accionistas y acreedores.

«Supongamos que un hombre, que tiene 200.000 dólares en efectivo, usa 100.000 para abrir un banco, banco que pasa a formar parte del Fondo de Garantía de Depósitos. Supongamos también que ofreciendo a los depositantes un tipo de interés algo más elevado que sus competidores, consigue 900.000 dólares en depósitos. El banco tiene ahora 1.000.000 de dólares de reserva (100.000 de capital y 900.000 en depósitos). Para “poner a trabajar” el dinero del banco, el administrador decide irse a Las Vegas, entrar en un casino y apostar en la ruleta todo el dinero del banco (el millón) al negro. Al mismo tiempo, apuesta los 100.000 dólares que le quedan (recuérdese que tenía 200.000 y sólo invirtió en el banco 100.000) al rojo. Desde el punto de vista del banco, la inversión (todo al negro) es extremadamente arriesgada, pero para su accionista (el hombre que apuesta) es perfectamente segura. En efecto, si sale rojo, el banco quiebra y sus acciones valdrán cero. Pero el hombre-accionista habría doblado su dinero particular y ahora tendría de nuevo los 200.000 dólares con los que abrió el banco. Si sale negro, él habrá perdido 100.000 dólares –los de su apuesta privada– pero el valor de las acciones del banco habrá aumentado en más de lo necesario para compensar dicha pérdida. En cuanto a los pequeños depositantes del banco, no tienen por qué preocuparse porque su dinero está protegido por el Fondo de Garantía» 24).

Por tanto, la discrepancia de intereses entre accionistas y acreedores sólo es relevante cuando el valor de la empresa social no es claramente superior al valor de las deudas sociales, es decir, cuando la sociedad está próxima a la insolvencia o a la situación de desbalance. Es más, en una situación normal, dar excesivo peso a la opinión de los acreedores podría llevar a la empresa social a no emprender proyectos arriesgados pero con valor neto positivo, es decir, a que las decisiones se tomaran por alguien que no es neutral sino adverso al riesgo. Obviamente, el conflicto se produce porque los socios son limitadamente responsables por las deudas sociales o, en el caso de los administradores que resultaran responsables del pago de las deudas sociales, porque tienen límites de riqueza25). Como han explicado perfectamente Bermejo/Rodríguez Pineau26):

esta escisión que la insolvencia provoca en la titularidad de cualquier patrimonio aumenta la posibilidad de que se den comportamientos oportunistas que redistribuyan valor en perjuicio de los acreedores. En efecto, en estas circunstancias, el deudor puede caer en la tentación de retener la explotación del patrimonio insolvente para gestionarlo conforme a su exclusivo interés, esperando que un golpe de suerte le permita recuperar la solvencia . Es más, en esa situación, concurren en el deudor todos los incentivos para tomar decisiones acerca de la explotación que tienen ex ante un valor negativo (p.ej., no instar la declaración de concurso e invertir en proyectos de alto riesgo que le salven de perderlo todo). Son lo que se conocen en el argot financiero como “ huidas hacia adelante ”. A fin de cuentas, si el proyecto fracasa, el deudor no pierde nada –o al menos, nada más de lo ya perdido una vez que era insolvente–; serán los acreedores los que pierdan, pues verán reducido el valor disponible en el patrimonio para darles satisfacción. Por el contrario, si el proyecto prospera, los acreedores sólo podrán participar en las ganancias generadas hasta el límite del valor de sus créditos, mientras que el deudor se apropiará del resto. Nótese que el problema no está tanto en que el deudor se embarque en operaciones arriesgadas, sino en que éste puede trasladar los efectos negativos de dichas operaciones sobre los acreedores, sin que aquéllos puedan participar plenamente en los efectos positivos de las mismas. Tal es, precisamente, el riesgo que el Derecho concursal ha de evitar, articulando los instrumentos necesarios para asegurar que, desde el momento en que se desencadena una situación de insolvencia –y no antes–, el deudor tome las decisiones relativas a la explotación del patrimonio contemplando el interés de sus titulares económicos, los acreedores (p.ej., propiciando que en un tiempo razonable adopte medidas prudentes de saneamiento patrimonial o, si esto no fuera posible, que solicite de inmediato la declaración de concurso). Sólo de este modo se puede alcanzar el objetivo central del concurso: que los acreedores exploten el patrimonio insolvente 27).

Y la negativa a utilizar los deberes fiduciarios para proteger a los acreedores en estas situaciones se formula diciendo que, también en la etapa próxima a la insolvencia, la maximización del valor de la empresa social sigue siendo la estrategia más beneficiosa para todos los interesados.

Por tanto, aunque pueda justificarse un deber ex bonae fidei ( art. 1258 CC) de la sociedad –y por tanto de los accionistas mayoritarios– a no perjudicar a los acreedores en esta situación, este deber tampoco sería un deber fiduciario, sino una concreción del deber de cumplir los contratos de buena fe. De lo que se sigue que, mucho menos, puede deducirse de estas situaciones un deber fiduciario de los administradores de la sociedad hacia los acreedores: los administradores, actuando como tales, no pueden deber a los acreedores lo que la sociedad tampoco debe a los acreedores28).

Las reestructuraciones de las sociedades de capital en crisis

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