Читать книгу Bar - Caiman Montalbán - Страница 18
ОглавлениеAntes de abrir el bar una breve tormenta de verano me azotó en plena calle. No aceleré el paso, dejé que la lluvia me empapara. El agua corría por mi cráneo. Una mojada caricia. Cuando entré en el bar estaba tan empapado que tuve que quitarme la ropa. Solo me dejé los calzoncillos y las zapatillas y tendí lo mejor que pude la ropa sobre la barra esperando que se secara. Se me puso la piel de gallina y me serví un vasito de vodka. Sobre el plato estaba puesto el último disco de la noche anterior, uno viejo de Pata Negra, pinché Ratitas Divinas y me dispuse a poner todo en orden. La barra estaba repleta de tristes vasos sucios y el suelo lleno de colillas. Cogí la escoba y comencé por el suelo.
Cuando empezó a entrar la gente ya me había vestido, pero la ropa todavía conservaba la humedad. Puse dos ron con cola más, los cobré y empecé a cortar limones. Apoyados en la barra dos tipos hablaban. Me sonaban sus caras.
—Bueno, tío... le has sacado una buena cantidad de polvos, que más quieres, no le pidas demasiado a la vida, la vida nunca da demasiado...
—Ya, ya... cuéntale eso a otro. Estoy mal, estoy muy mal. Me refiero a que sé lo que es estar realmente mal. Llegué a encontrar cierta grandeza en eso... quiero decir que prefiero estar mal mil veces antes que ser un gilipollas con falsas esperanzas, eso es solo un mal chiste... y no me jodas ahora con rollos... he sido un mal chiste durante estos últimos meses...
—Sí, muy bien... y ahora ¿qué?. ¿Te vas a arrastrar un rato? ¿vas a llorar? ¿me vas a arruinar la noche?
—Mira... para empezar no me toques los cojones, he mamado la calle lo suficiente como para saber que mi picha vale muy poco.
—No voy a llorar ¡payaso!, lo que me preocupa es que tengo un callo a la altura del corazón que me da miedo mirarlo. Ese callo puede echarlo todo a perder. No quiero despertar un día con las manos manchadas de una sangre que no sea la mía. Así que no me toques los cojones. ¿Lo has entendido?.
—Lo he captado.
—No te pregunto si lo has captado, ¡gilipollas!. Te pregunto si lo has entendido.
—¡Vale! ¡vale! ¡no me insultes!. Lo he entendido, lo he en-ten-di-do. Pero piensa, tío, un momento, sólo un momento: en el fondo te has librado de una buena, esa Rosalía era una autentica zorra... y no lo digo en sentido peyorativo... no te ofendas... tú me conoces... soy tu amigo... Esa clase de tías, y yo sólo conozco esa clase de tías, buscan todo el poder que les pueda proporcionar su chomino, el tipo de poder que se siente al tener a un pobre cabrón debajo de su tacón. Llámame misógino si quieres, pero el instinto seguirá siendo el instinto. Eres un puto blando, ¡reconócelo!. Yo lo tengo claro.
—¡Y tan claro!
—¡Que si hombre!, no sé si hablarte de mi truco... pero como eres tú, te lo voy a decir: yo soy borde por sistema, no falla, las muy putas confunden eso con ser interesante, o quieren confundirlo, porque en realidad quieren guerra, así se sienten vivas...
—Puede que tengas razón.
—Claro que la tengo chaval.
—Y ademas no tengo dinero ni para el autobús, ¡mierda!, ni dinero para el autobús tengo, y ahora esto... a tomar por culo. No me van a sacar del puto juego...
—¡Claro que no tío, tranqui!
—Sí, tú lo ves muy fácil, porque no estás aquí.
—¿Qué quieres decir?
—Nada.
—¿Qué no estoy dónde?
—En el infierno.
—No me vengas con grandilocuencias. Lo que pasa es que se te ha acabado el coño como cuando lo del chupete y estas rabioso...
—¿A que te meto una hostia que te rompo los piños?
—No tienes cojones...
Entonces empezaron a pegarse. Yo miraba desde la barra y dudaba si intervenir o no. Estaba tan húmedo y cansado que no me quería mojar más. Seguramente me habrían destrozado entre los dos como dos guepardos jóvenes y amigos destrozan a uno viejo y solitario en medio de ningún sitio. Así que me limité a observar. Alguien me preguntó:
—¿No vas a hacer nada?
—Son dos jóvenes guepardos y son amigos, tienen derecho a volcar su odio el uno en el otro. Yo no soy dios, si fuera dios ya habría acabado con ellos.
—¿Me pones una cerveza?
—¡Claro!
Seguían pegándose. Los dos estaban en el suelo forcejeando con los músculos en tensión y las camisas sacadas y las lenguas fuera y los gestos de anormales. Todo el mundo miraba confundido pero entretenido. Un espectáculo deplorable y ridículo. Uno lograba conectar mejor los puñetazos en la cara del otro, y éste, cuando recibía, ponía cara de sorpresa. Y yo pensaba: ¡Pero imbécil, de qué te asombras!. Pegarse significa recibir, sobre todo recibir y más vosotros que no tenéis ni puta idea de pelear, ¡so maricones!. Me repugnaba lo que estaba viendo. No tenían gracia. Se limitaban a arrastrarse como babosas borrachas. Una mierda, una verdadera mierda.
Finalmente decidí salir a la puerta y dar un toque a Hugo, el machaca, para que sacara toda esa basura del bar. Por el camino hacia la calle seguían gritando.
—¡Te voy a matar, joputa, te voy a matar!
—¡No tienes huevos! ¡no tienes huevos!