Читать книгу Bar - Caiman Montalbán - Страница 24
ОглавлениеUn vapor ácido e invisible se expande cuando empiezo a cortar medias lunas de limón. Me gusta colocarlas ordenadamente sobre un recipiente formando torretas vivas de un amarillo consolador, dispuestas a zambullirse en martinis blancos, combinados, o directamente en alguna pegajosa cocacola. A este lado de la barra es lo único orgánico que hay, aparte de mí. El contraste entre estos y los demás elementos que conforman el bar me causa tristeza, los siento solos, desarraigados de los robustos arboles donde nacieron, crecieron y maduraron. Traídos por cojones a un mundo extraño donde son sacrificados por su aroma y su color, por su belleza y fuerza. Sí, sí, me identifico con ellos aun siendo su verdugo.
Cuando empezó a venir, él también me daba pena. “El del gancho” había perdido su mano derecha en una caída en moto. Se la arrebató limpiamente una valla protectora, según me comentaran extraños amigos suyos sin preguntarles yo nada.
Pedía whisky y lo cogía malhumorado con su gancho. El primer trago bien, el segundo mejor, en el intento del tercero el vaso caía resbalando como una anguila, derramando la suficiente cantidad como para ser beneficiario de un seguro no escrito con derecho a una nueva.
Dos de cada tres caían inalterablemente a lo largo de sus visitas. Me empezó a oler mal. Yo lo sabía y él sabía que yo lo sabía. Él jugaba y yo le daba las fichas.
Más tarde sus fines cambiaron levemente. Creo que dejó de interesarle beber a buen precio. Tiraba las copas sistemáticamente sin dar sus generosos tragos iniciales. Como es lógico o lo hubiera sido, varias veces estuve a punto de desenmascararle incluyendo la penetración con su puto gancho vía anal. Me estaba exprimiendo los cojones, pero llegado a ese punto seguimos el juego: Estoy tullido y tú te jodes.
Cuando llegué a casa me dolía terriblemente la cabeza. Abrí un bote de Mahou y eché un trago, salí al balcón y contemplé las estrellas. Volví dentro y me hice una tortilla francesa a la que añadí dos rodajas de queso que se fundieron levemente. Un par de cucarachas se metieron a gran velocidad debajo de la lavadora. Encendí una vela y me zampé la tortilla. Me sentí mejor. Saqué la vela a la terraza y terminé la cerveza mientras me fumaba el último porro del día. Cuando me dormí tuve un sueño relacionado con mi amigo Capitán Garfio:
Me encontraba limpiando la bodega del bar. Entre extraños trastos allí almacenados encontré una especie de cizalla gigante, una enorme tijera metida en un saco junto a gruesos trozos de cable, todo grasiento. Todo lo vi claro. La cogí y comprobé su contundencia. Salí con ella a la calle y descapoté un coche como si se tratara de una lata de conservas. Supuse que el dueño lo agradecería pues hacía un calor tremendo. Ahora le daría mejor el aire. Con un cacharro como ese, cortar una mano debía ser como cortar limones, fácil y rápido. En una solitaria calle lo vi. Su gancho expuesto al sol producía destellos como agujas clavándose en el cielo. Le seguí con dificultad pues el sol me cegaba. El exceso de luz es como la tiniebla, no deja ver. Aun así, vi el chorro del color más rojo que he visto nunca salir de su brazo bueno pero inútil. Luego nos hacíamos amigos y el Jefe le contrataba, pues hacía unos trucos de magia con su par de ganchos con envidiable maestría. Era la delicia de la clientela. Al día siguiente me levanté como una rosa.