Читать книгу Bar - Caiman Montalbán - Страница 23
ОглавлениеDi un paseo antes de entrar en el bar. Hacía buen día, no demasiado calor. Corría una suave brisa que me permitía divagar con la suficiente cordura como para no aberrar demasiado. Me senté en un parque lleno de cagarrutas. Entre el escaso espacio que dejaban libre las cagarrutas unos niños jugaban. Parece que lo pasaban bien, aunque sospeché que no. Yo de pequeño casi nunca lo pasaba bien. Lo intentaba, pero nada. Me daba vergüenza e intentaba disimular. Me fijaba bien si los demás niños reían para reír yo con ellos y que no se notase mi total falta de estímulo por lo lúdico. A veces pensaba que ellos también fingían, pero terminé desechando esa idea. Me mareaba.
Un verano fui recluido en casa de mi tío Barrabás para que mis padres pudieran fumarse unos petardos por Nepal. Mi tío era de la vieja escuela. Me gustaba verle beber Soberano en aquella gran copa. Aparte de eso mi única diversión consistía en caminar por aquel barrio con las manos en los bolsillos, dando patadas a los botes mientras veía jugar a mi odiado primo con un hombrecillo de plástico articulado, con múltiples complementos y un interés que me parecía desmedido. El caso es que yo me reservaba mis opiniones y un día bien adentrado agosto, mi tío me regaló uno de esos pequeños monstruos musculosos, perfectamente equipado, para poder participar en esas supuestas guerras de plástico. Ni siquiera tenía polla. Habían castrado cualquier posibilidad lejana de hacérselo con la Barbie Superstar. Hijos de puta. Puse cara de agradecimiento y acepté mordiéndome la lengua. Y allí tenía a mi primo todos los días insistiendo a que jugara con su puto gusarapo. Y claro, yo no podía decir que se fuera a la mierda. Tenía que seguir con la farsilla. Luisito cogía su muñeco y lo movía lo más convincentemente posible. Yo lo intentaba pero me sentía ridículo. Era un suplicio horroroso. Al cabo de una semana no pude aguantar más. Cogí de un armario un bote de gasolina para mechero y cerillas. Cuando bajamos a la calle con toda esa mierda para desarrollar una batallita más, organizada por el bujarra de Luisito, mostré más interés del acostumbrado. Luisito parecía encantado. Cuando el campamento estuvo montado y Luisito, ensimismado, colocaba el trípode de la metralleta en la retaguardia por si venían los chinos, yo me encontraba rociando debidamente todo el montaje. Fue al encender la cerilla cuando Luisito miró. —¡Han llegado los chinos! —grité. Fue la fiesta. Luego llegaron las hostias de mi tío que también resultaron muy reales.
Mientras pensaba en todo eso una chica bien dotada se acercaba al parque con su perro. Sacudía su húmedo pelo a un lado y después al otro, recién duchada, andando como de puntillas, con unos movimientos un tanto mecánicos. Supuse que lo habría visto hacer a alguna joven y prometedora actriz de esas que pasean por la orilla de las soleadas playas californianas donde parece que pasean ese tipo de chicas en las películas. Pensativa y melancólica. Muy bien, pero no entendía que hacía ahí.
Mientras tanto el chucho, ya dentro del parque, trabajaba su ano en una nueva y fresca cagarruta ante la sonrisa de algún pequeñajo. Para entonces y habiendo esquivado una vasta cantidad de secas mierdas, ella había llegado al lugar del fétido suceso y colocándose delante del todavía humeante montón, sin risa, sin fruncido ceño, adaptándose un guante de plástico, lo recogió eficazmente y lo metió en una bolsa de papel rosa. Después siguió andando, balanceando toda esa mierda con gran naturalidad. Me enamoré. A pesar de lo reducido del parque no me ofreció una sola mirada. Me dolió. Finalmente y ante mis ojos de carnero degollado la vi perderse con su perrito por la playa. Al salir de allí pisé tres mierdas y los niños reían, reían, reían.