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La historia de un éxito y fracaso terapéuticos simultáneos: los anticoagulantes en la FA

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Aunque se comercializaban desde el 1700, para mediados del siglo XIX se había descubierto que las sanguijuelas generaban una substancia que impedía la coagulación de la sangre y que en 1904 fue llamada Hirudina. Existe información sobre el uso de 4 millones de sanguijuelas durante 1960 en Rusia. Hoy en día se las usa en varios países con fines reumatológicos (inflamación articular) y en los EE.UU se comercializan a través de “Leeches USA” (Sanguijuelas EE.UU).

En 1915 investigadores alemanes detectaron la cefalina hepática (llamada HEPAtofosfátido) y la cefalina cardíaca (llamada cuoRINA). Los científicos notaban que cuando esta substancia se mezclaba con sangre de gato, esta no coagulaba. De aquí derivó el término “heparina” usado por primera vez en 1918 por Howell y Holt.

En 1920 se observó que parte del ganado en Dakota del Norte y la provincia de Alberta moría por hemorragias cuando los animales se lastimaban o eran operados. Al analizar el caso, se detectó que se debía a que el heno que comían estaba contaminado con el llamado “trébol de olor dulce”. Las vacas podían ser curadas con transfusiones de sangre proveniente de otras no afectadas. La substancia anticoagulante con un olor amargo detectada en el heno era la cumadina. A partir de 1939 esta substancia fue sintetizada y se transformó en uno de los anticoagulantes más usados, hoy en día bajo el nombre de Warfarina en los EE.UU. y Acenocumarol en nuestro país.

A partir de 1950 se hicieron decenas de estudios en los que pacientes con oclusiones vasculares recibieron anticoagulantes para prevenir ACV. Esta época se podría definir como la “fiebre de la anticoagulación” y puedo afirmar que aún en 1980, mientras hacía mi formación en ACV en la ciudad de Boston, vivíamos los coletazos de este frenesí anticoagulante ya que lo usábamos en una gran proporción de los pacientes que evaluábamos.

Esto es razonable porque en Boston vivía C Miller Fisher, el neurólogo pionero en el uso de anticoagulantes para la enfermedad cerebrovascular (y Caplan, mi mentor, se había formado con Fisher). Caplan solía relatar que hacia fines de la década de 1950 Fisher hacía la recorrida de sus pacientes con dos bolitas en el bolsillo de su guardapolvo: una verde y otra roja. Enfrentado con un paciente que tenía síntomas debido a la oclusión de una arteria cerebral, Fisher metía la mano en su bolsillo y sacaba una de las bolitas. Si la que sacaba era verde, el paciente recibía anticoagulantes. Si salía la roja, el paciente no los recibía.

Así Fisher “aleatorizó” a los pacientes en una de las primeras publicaciones realizadas con lo que podemos definir como una versión temprana de metodología científica. Tal era el reconocimiento de los estudios e interés de Fisher en la anticoagulación de pacientes que se llegó a decir —con un cierto humor— que las iniciales “MGH” por las que se conoce al Massachussetts General Hospital (Hospital General de Massachussetts) donde trabajaba Fisher —reconocido como uno de los “top 3” hospitales de los EE.UU.— en realidad significaba Must Give Heparin (se debe dar heparina).

Un caso especial de anticoagulación fue reportado hacia fines de la década de 1980 en la revista JAMA. El paciente era un hombre con educación limitada que trabajaba en el campo y recibió la indicación de tomar Warfarina como anticoagulante. Al poco tiempo le resultó incómodo tener que ir a la ciudad para los controles de anticoagulación y tampoco le atraía la idea del gasto que le significaba el anticoagulante. Coincidentemente notó que el compuesto en la fórmula del veneno para ratas que usaba en su granja era nada menos que… ¡Warfarina! Lo mismo que los médicos le habían indicado como tratamiento. El paciente empezó a tomar veneno de rata y a controlar su rango de anticoagulación haciendo un pequeño corte en su dedo y contando el tiempo que tardaba en dejar de sangrar. Así mantuvo el tratamiento hasta que sufrió una herida cortante en la cabeza trabajando con su pala y acudió a la sala de emergencias del hospital local.

Cuando lo examinaban, los médicos se sorprendieron por el profuso sangrado que no se detenía. Le preguntaron si tomaba alguna medicación a lo que él contestó: “sí, veneno para ratas…”. Incrédulos insistieron hasta confirmar que el método que usaba para mantener la anticoagulación estaba en un rango perfecto cuando le sacaron una muestra de sangre.

Las personas que tienen una tendencia a coagulación aumentada, o que ya han sufrido trombosis en las venas, deberían tomar un anticoagulante moderno previamente a un viaje de más de 5 horas en un avión. Algún paciente me ha preguntado si debía hacer esto porque viajaba en clase económica.

De hecho, se ha llamado coach class syndrome (síndrome de clase económica) a la ocurrencia de trombosis luego de un viaje en avión. Sin embargo, las trombosis luego de un vuelo prolongado ocurren con frecuencia similar tanto en clase económica como en clase ejecutiva. Lo que favorece la trombosis no es tanto la menor movilidad de las personas en el avión sino el efecto de deshidratación causado por la presurización en la cabina. El consejo para todo el mundo durante un vuelo prolongado es no tomar alcohol, tomar mucha agua y mover las piernas y brazos intermitentemente mientras se esté despierto. Normalmente los aviones están presurizados a 2000-2500 metros con excepción del nuevo 787 Dreamliner que tiene una presurización mucho más cercana al nivel del mar.

Entre los años 1980 y 1990 se completaron 18 estudios con más de 10.000 personas que evaluaron el efecto de los anticoagulantes para prevenir la formación de trombos en la FA. Los resultados se publicaron en la revista Annals of Internal Medicine en el artículo “Antithrombotic therapy to prevent stroke in patients with atrial fibrillation: a meta analysis” (Terapia antitrombótica para prevenir el ACV en pacientes con fibrilación auricular: un meta-análisis), a cargo de R.G. Hart y colaboradores.

La conclusión en forma terminante de todos ellos fue que el beneficio para prevenir ACV era muy significativo. De hecho, se puede usar este ejemplo como una de las muestras más contundentes de un efecto medicamentoso para prevenir una enfermedad, comparable a lo que ocurre con los antibióticos y las infecciones. Una infinidad de trabajos posteriores en las últimas dos décadas han mirado este tema desde todos los ángulos posibles confirmando una y otra vez la efectividad de la anticoagulación para prevenir las complicaciones de la FA, en particular el ACV.

En un análisis de múltiples estudios sobre tratamiento de pacientes con FA se detectó que la mayoría de los pacientes no recibían anticoagulantes o los tomaban en dosis inadecuadas. En otro estudio, a cargo de Y. Xian y colaboradores, titulado “Association of Preceding Antithrombotic Treatment With Acute Ischemic Stroke Severity and In-Hospital Outcomes Among Patients With Atrial Fibrillation” (Asociación del tratamiento previo con antitrombóticos con la severidad del ACV isquémico agudo y resultados intrahospitalarios en pacientes con fibrilación auricular) (JAMA 2017), el 80% de los pacientes con FA previa a un ACV no estaban tratados con anticoagulación.

Lamentablemente, una importante proporción de pacientes diagnosticados con FA por razones injustificadas no reciben anticoagulantes y en muchos otros la FA solo se diagnostica una vez que ocurre el ACV.

Recientemente la FDA (Food and Drug Administration de los EE.UU., entidad equivalente a nuestra ANMAT) aprobó un dispositivo de muñeca que diagnostica FA informando al paciente para que pueda consultar a la brevedad y se tomen decisiones terapéuticas. Se trata de un reloj comercializado por una de las empresas que también vende teléfonos celulares, computadoras portátiles, etc. En caso de no contarse con este dispositivo, si el pulso es irregular, un electrocardiograma podrá definir si se trata de FA.

Una de las razones por la que los tensiómetros electrónicos pueden mostrar “error” al hacer una medición de presión arterial se debe, justamente, a la presencia de FA. En ocasiones, es “paroxística”, lo que significa que aparece y desaparece rápidamente, por lo que para identificarla puede ser necesario un monitoreo continuo de 24 horas con un holter de ritmo cardíaco. Actualmente existen dispositivos de uso permanente (loop recorder) que permiten monitorear a distancia el ritmo cardíaco durante meses y aumentar así la probabilidad de detectar FA.

La importancia de esta arritmia radica en su alta frecuencia ya que afecta a 30 millones de personas en el mundo y a un 10% de las personas a partir de los 75 años. En tal sentido, los investigadores M. Aguilar y R. Hart en su estudio “Oral anticoagulants for preventing stroke in patients with non-valvular atrial fibrillation and no previous history of stroke or transient ischemic attacks” (Anticoagulantes orales para prevenir el ACV en pacientes con fibrilación auricular no valvular y sin historia previa de ACV o ataque isquémico transitorio), publicado en la Cochrane Database Syst Rev, en 2005, establecieron que en el caso de la anticoagulación para la FA, se deben tratar solamente 25 personas para evitar un ACV y deben ser tratadas 42 para prevenir una muerte. Estos números implican mucha efectividad del tratamiento. Por contrapartida, estos números significan que con frecuencia una persona no tratada sufre un ACV o la muerte por no recibir anticoagulantes.

Una vez diagnosticada, la FA deberá ser tratada con anticoagulantes. Idealmente se debe indicar un anticoagulante de nueva generación (dabigatrán, apixabán, rivaroxabán, edoxaban) antes que los de primera generación como la Warfarina y el Acenocumarol. Estos últimos tienen una variación muy significativa de su efecto por la interferencia con ciertos alimentos y características genéticas de quien los toma. Estas alteraciones no ocurren con los anticoagulantes modernos.

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