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I. INTRODUCCIÓN: LA ECONOMÍA DE DATOS “DEBE SER” ÉTICO-NORMATIVAMENTE CONCILIABLE CON LA “SOCIEDAD DEL TRABAJO DECENTE”, SÍ, PERO ¿LO “ES”?

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En la representación constitucional de los mundos de vida, no solo para el tiempo de su aprobación, sino con vocación de perdurabilidad, sin perjuicio de los eventuales ajustes como “obra socioculturalmente abierta” (STC 198/2012, de 6 de noviembre), los “datos personales”, que se avistaban hace 40 años como un eje esencial de la modernidad para una vida ciudadana buena, debían ser objeto de una especial protección jurídica, en cuanto derecho civil fundamental (art. 18 CE). Asimismo, conforme a una comprensión aún más arraigada normativa y culturalmente, por ser esencial para los principios social y democrático de todo Estado constitucional de Derecho, “el trabajo”, sin constituir de una forma explícita su centro, como sí aparecía en el art. 1 de la Constitución de 1931 –y se refleja de manera análoga en el art. 1 de la Constitución italiana, por ejemplo–1, constituye un bien socioeconómico y ético-cultural que ocupa un lugar prevalente en el orden jurídico. Para probarlo basta con recordad que la regulación sociolaboral es la rama del Derecho más constitucionalizada de todas las ramas de Derecho privado, así como la seguridad social en el Derecho público-social. Otra cosa será el desigual rango formal de esta protección (MONEREO PÉREZ, J. L, 1996).

En consecuencia, si por separado, “datos personales” y el “valor del trabajo” reciben del orden constitucional, de conformidad con los estándares más asentados en el sistema multinivel de protección de los derechos cívicos y sociales de las personas, una protección reforzada, parece claro que la conjunción de ambos, la protección de los datos personales de las personas trabajadoras, no deberían suponer su devaluación garantista, sino más bien todo lo contrario. En última instancia, ambas dimensiones de la persona constituyen manifestaciones esenciales del valor-derecho fundamental de la dignidad humana (art.10 CE). Así lo viene reconociendo el TC en uno de los ámbitos, relativo a la protección de datos (ej. SSTC 25/2019, 25 de febrero –prohibición de cámaras ocultas como regla–y 27/2020, 24 de febrero –los datos en redes sociales deben gozar de la misma protección que fuera–), en el otro, relativo al valor de la condición humana de los sujetos productores, prohibiendo su reducción a cosa productiva (ej. STC 192/2003, 27 de octubre), y en la concurrencia de los dos (ej. STC 29/2013, de 11 de febrero) (GOÑI SEIN, 2018)

Paradójicamente, si transitamos desde la representación normativa de este esquema de protección a la representación real, a la observación de lo que acontece en la práctica, vemos que, si no se invierte, sí que el balance de situación cambia notablemente, hasta arrojar un claro desequilibrio a favor de la lógica de gestión económica. Sea por separado (datos personales y trabajo), sea, más intensamente incluso en su conjunción (la gestión de datos personales de quienes prestan servicios por cuenta ajena), la valoración que se obtiene es la de una profunda “(re)mercantilización” de ambos bienes, cuyo valor es tanto individual como colectivo. Datos (personales) y trabajo (persona prestadora) son cada vez más sometidos a las leyes y lógicas de los “objetos-bienes de mercado” a fin de maximizar su rendimiento productivo (valor económico), a través de la explotación más optimizada que proporcionan las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (NTIC), así como el tratamiento automatizado de datos, de todos, también los personales (gestión analítica de personas).

En el primer caso la situación es manifiesta, hasta calificarse hoy el tiempo económico como el de la “economía de los datos” y la “riqueza 4.0” (ONTIVEROS, E., 2017) el gran recurso de la actualidad y más de futuro (inagotable, gratuita buena parte de esta “materia prima” y de extracción de un creciente valor añadido a un decreciente costo –sistemas de gestión algorítmica y Big Data–). A ello se dedica el Título primero de esta obra, al que se remite. El plano normativo no es ajeno a esta faceta de los datos (personales) como valor de un gran mercado, al incluir la faceta de protección en la política de promoción y garantía de “la libre circulación de estos datos” en un mercado único (Reglamento 2016/679, 27 de abril –RGPD–). En virtud de ello, el consentimiento deja de ser el título preferente para el tratamiento de los datos y se convierte en uno más entre un amplio catálogo de títulos legitimadores (art. 6 RGPD). Entre ellos, ocupan un lugar primordial, central, el cumplimiento de obligaciones contractuales, así como, por lo que aquí más interesa, el ejercicio de poderes propios de los empleadores, incluidos “intereses legítimos” en el ámbito de la gestión del trabajo, no solo, que también, en el cumplimiento de obligaciones legales, más allá por supuesto de la seguridad y salud en el trabajo, en cuyo ámbito se permite hasta alcanzar datos de una protección especial (art. 10 RGPD)2.

En el ámbito propio del trabajo no hace falta mucha justificación para ilustrar aquella afirmación de su creciente “(re)mercantilización”, pese a la prohibición de la OIT de ir en esa dirección de identificar principalmente el trabajo, como condición para acceder y, para mantener, un empleo (trabajo retribuido mercantilmente), con un recurso productivo y una forma de “capital humano”. En consecuencia, lo que debe primar (también antes de su condición de persona productora, en su estadio previo del sistema educativo –valorado solo por su capacidad de crear personas empleables– para el mercado, más que ciudadanas –también digitalmente responsables–) su capacidad de rendir, de ser el sujeto productor objeto de optimización productivista, aun a costa de la devaluación de condiciones de vida y de trabajo. El propio éxito del concepto sociológico de “precariado” (híbrido entre la noción –contemporánea– de precariedad y la –antigua– de proletariado3) de cada vez más “legiones” de personas, así como el propio de “personas trabajadoras pobres”, que llegan hasta los preámbulos de las leyes más recientes4, son una firma constatación de estos procesos de primado de la lógica de bien de mercado en la regulación y gestión del trabajo/empleo respecto de la propia de bien ético-social, con clara erosión del estándar del trabajo decente preconizado por la OIT.

Que la intersección de ambos mundos de vida (economía de los datos y sociedades de trabajo) ambas cualidades humanas (datos personales, condición laboriosa) no solo no mejora, con carácter general, la situación, sino que incluso la agrava, multiplicando las situaciones de lo que se denomina “precariado digital”, vuelve a ser igualmente un “dato adquirido” y constatado. La “precarización sistémica” en un escenario de amenaza continua al volumen de empleo, por el ajuste de procesos de automatización, constituiría una doble característica cada vez más estructurante de los mercados de trabajo digitales, si bien, conviene advertirlo, hay otros sectores cualificados y de altos salarios monetarios (no necesariamente “salarios emocionales”: ej. sobreexposición a riesgos psicosociales por las altas jornadas y las sobrecargas). Volatilidad y segmentación reflejada por buena parte de los análisis (vid. MERCADER UGUINA, J., en el Título Segundo de esta obra)

De ahí que reverdezca con especial intensidad en este tiempo caracterizado por apuntar hacia una nueva era, la era digital, un tópico científico-social que hizo fortuna ya hace décadas, con el inicio de la última década del siglo pasado: ¿caminaríamos en la era digital y su economía de máxima rentabilización de los datos hacia una sociedad no solo “sin empleo humano”, sustituido por la automatización (más allá de la robótica), sino también sin “trabajo decente”, por la devaluación de las condiciones de empleo y/o de trabajo que conllevaría un buen número de empleos numerosos sectores de la economía digital –más allá también del tópico del trabajo en plataformas digitales–?5. Unos tópicos a los que se sumarían otros, como la perpetuación, sino el agravamiento de las brechas laborales más típicas de los denominados “mercados de trabajo segmentados”, de modo que la digitalización en vez de cerrar brechas, por su poder de superación de dificultades del pasado (barreras físicas, restricciones de movilidad, dificultades cognitivas, etc.), las aumentaría (de edad, de género, etc.). Así lo evidenció con pocos, pero contundentes, datos la profesora Marí Luz RODRIGUEZ en la clausura del Congreso Internacional al efecto tenido en la Universidad de Jaén los días 29 y 30 de septiembre, en línea, por otro lado, de diversos estudios en la materia, que evidencia la evidencia del problema6.

Tampoco las leyes más recientes parecen ajenas a este escenario, concebido con más o menos extensión e intensidad. Así, el preámbulo de la “ley del Ingreso Mínimo Vital” (LIMV), el Real Decreto-ley 20/2020, de 29 de mayo. En él, además de reflejar la razón de ser coyuntural de su creación jurídico-institucional (afrontar de forma eficaz la crisis económico laboral derivada de la tragedia pandémica, en la que se han perdido múltiples oportunidades de ocupación por las restricciones derivadas de la política de control del riesgo de contagio por covid19), se refleja otra más estructural, de ahí su inclusión como una rama con vocación de racionalización integral de las pensiones no contributivas, así como de la rama de protección por desempleo. A saber, el IMV:

“…es una política…que protege de forma estructural a la sociedad en su conjunto. Esta política actuará…como un seguro colectivo frente a los retos que nuestras sociedades enfrentarán en el futuro próximo: … cómo…transformaciones económicas asociadas a la robotización o el cambio climático, y en general una mayor volatilidad en los ingresos y los empleos, problemas frente a los que casi nadie será inmune…”

¿Augura el legislador que la inclusión por una renta social (un sucedáneo de renta de ciudadanía) no en virtud de un trabajo-empleo decente será el nuevo centro de las políticas de transición justa hacia una economía radicalmente digitalizada, automatizada?7

No parece, o al menos no queda claro. Porque, más recientemente, el preámbulo de una importante ley (a mi juicio más restrictiva y deficiente de lo que deriva de la loa que recibe de sí misma y de diversos comentaristas) en este ámbito de la economía digital, en el sector del trabajo de reparto en plataformas digitales (aunque este modelo de negocio conoce otro ámbitos extramuros de la –real o pretendida– presunción de laboralidad), afirma los efectos beneficiosos de lo digital en el empleo y el trabajo:

a) de un lado, se reconoce que las TIC “han tenido la virtualidad de transformar… las relaciones sociales, los hábitos de consumo y…han generado oportunidades de nuevas formas de negocio que giran, entre otros factores, en torno a la obtención y gestión de datos y a la oferta de servicios adaptados a esta… etapa”.

b) De otro, los métodos de cálculo algorítmicos “presentan un fuerte potencial para contribuir a mejorar las condiciones de vida de las personas”.

c) Finalmente, en esta línea de valoración positiva de esta ley laboral típica de una era digital, se reconoce que la innovación tecnológica “ha introducido elementos novedosos en las relaciones laborales, cuyas ventajas son evidentes”.

Para acreditar este efecto beneficioso de la innovación tecnológica en el desarrollo de las relaciones laborales (también en las relaciones de protección social –atención sanitaria y social–), se hará la recurrente llamada a la situación creada por la pandemia, cuyos “resultados de digitalización forzada”, para mantener la actividad económica y, por tanto una parte importante del empleo que precisa, habría derivado en otros de “digitalización acelerada”, con efectos estructurales. Lo que se conoce con ese mantra/tópico de “venido para quedarse”. Dejando de lado el riesgo de confusión entre la “tele-emergencia” (la doctrina judicial está dejando clara la distinción, obstaculizando el disfrute de derechos de compensación también para el teletrabajo de emergencia, a falta de acuerdo individual o convenio) y el “teletrabajo”, es evidente que la digitalización facilita un mundo más híbrido (trabajo presencial y en remoto), como refleja la Ley 10/2021, 9 de julio.

Sin embargo, la ley 12/2021 no responde realmente a la valoración positiva de la gig economy, sino a lo contrario, al rechazo institucional de la opción jurídico-laboral seguida para crear el vínculo de empleo sobre el que organizar esta prestación de servicios. Frente al modelo del emprendimiento individual y autonomía organizativa (trabajo autónomo y efecto derivado de “autoexplotación”), impone la opción de la laboralidad, asumiendo como generalizada en el sector la figura de las personas “falsamente autónomas”. En el marco de este pensamiento de la sospecha (no sin razones) institucional de fraude, no solo rechaza la vieja (2007) figura del “autónomo económicamente dependiente”, sino que se reclama un modelo de gestión algorítmica que acabe con la opacidad y sesgos difundidos de discriminación para promover otra más transparente y equitativa (art. 64.5 ET)

De este modo, afloran también en las leyes más recientes, con el lenguaje diplomático de las leyes acordadas, los “lados oscuros” de esta economía de datos y de gestión algorítmica, que pretenden ser corregidos con la presunción de laboralidad (actualización al entorno digital del viejo –y defectuoso– art. 8 ET) y la transparencia algorítmica. Si el trabajo en la economía de plataformas digitales de reparto (el problema es aún mayor en otras plataformas –transportes, Uber; trabajos de cuidar a domicilio; microtareas, del tipo “Amazon Mechanical Turk”, etc.8) refleja la crítica de sujeción de todo a la lógica del capital y del dinero, reduciendo “la persona humana al valor-precio de mercado” y disolviendo sus esferas de vida en una red de relaciones mercantiles, toda economía de datos busca maximizar el rendimiento, no solo de las máquinas (robots), sino igualmente de las personas. El imperativo digital de rendimiento productivo sería el principal “nuevo mandato de la sociedad del trabajo tardomoderna” (BYUNG-CHUL, H., 2017, p. 29).

Para estos análisis de filosofía socioeconómica, tal maximización por la economía digital del imperativo de presión por el rendimiento prescindiría de la típica “sociedad disciplinaria” (FOUCAULT) del trabajo industrial. Frente a las técnicas de control directo y la proliferación de obligaciones de no hacer (deber de obediencia y prohibiciones –no se puede–), en la sociedad del rendimiento digitalizado se optaría por las técnicas de incentivo y de liberación de límites –sí se puede: elegir el tiempo de trabajo, el salario que se quiere ganar, etc.–. En suma, la economía digital propondría un sujeto de rendimiento basado en la positividad del poder elegir por su mayor eficiencia respecto del sujeto de la subordinación (digital), basado en la negatividad del deber (BYUNG-CHUL, 2017, p. 27)

No queda nada claro que esta sociedad del rendimiento digitalmente maximizado sea el reflejo del tránsito, menos de la superación, de la “sociedad disciplinaria” (basada en el poder de control-saber) por la “sociedad del rendimiento” (basada en la persuasión a las personas trabajadoras para que interioricen en su inconsciente social y en sus pautas de trabajo el afán por maximizar la producción –concediendo incentivos y libertades en el desempeño de la actividad–), por su mayor productividad y eficiencia. Como acreditó la socióloga ZUBOFF, Shoshana en su capitalismo de (hiper)vigilancia (“surveillance capitalism”)9, la mutación de la información personal en general, y de las personas trabajadoras en particular, en una mercancía (mercantilización de datos personales) requiere de la constitución de sistemas de conectividad permanente y, por lo tanto, de una vigilancia continuada. De ahí se deriva un intenso poder de control (panóptico digital) y, por tanto, de autoridad (Gran Hermano) sobre las conductas, de presente y, aquí la mayor novedad, de futuro (predicción de conductas futuras, para propiciar productos y servicios adecuados a aquéllas –anticipación de conductas consumidoras que mejoren la posición de mercado: rendimiento–, o para evitar actitudes contrarias a las pautas de empresa –disciplina como garantía de rendimiento e instrumento de expulsión del no implicado–).

Sea como fuere, por lo que aquí interesa, en lo que convergen estos análisis es en la pérdida de privacidad en esta economía del dato, que precisa sistemas y poderes para una vigilancia continuada, de un lado, y en la no menos relevante pérdida de bienestar (salud) psicosocial, por esa permanente presión al rendimiento, de otro. En este sentido, sin filtro de prudencia o comisura, se concluye que:

“la violencia sistémica inherente a la sociedad (postindustrial) de los rendimientos… da origen a infartos psíquicos. Lo que provoca la depresión por agotamiento. Visto así, el síndrome de desgaste ocupacional…pone de manifiesto…más bien un alma agotada, quemada… (…). Estas enfermedades… remiten…a la incapacidad de decir que no [exige un paradigma de persona trabajadora flexible y disponible, más que obediente]… lo cual conduce… a una sociedad del ‘burnout’ o del síndrome de la persona trabajadora quemada”10.

El primer aspecto de los lados oscuros (a reequilibrar con los lados positivos o luminosos de la fuerza-poder de la digitalización y su maximización del rendimiento –eficiencia y beneficio–) resulta más conocido y ha sido objeto de significativos análisis desde hace décadas, en Europa (estudios en el Título III de esta obra colectiva: Michele TIRABOSCHI, Pilar RIVAS VALLEJO) y en América (Cristina MANGARELLI, Juan Pablo MUGNOLO). De todos modos, la cuestión dista de estar resuelta, como prueba decisiones jurisdiccionales recientes del máximo nivel que resultan polémicas, porque, en efecto, vienen a reafirmar que la aplicación del sistema tiende a hacer prevalecer el derecho de la persona empleadora a contar con instrumentos tecnológicos que aseguren su poder de dirección y control, con garantías de eficacia de su poder disciplinario, sobre los derechos fundamentales de la persona trabajadora. Sería el caso de la doctrina que primaría de una forma excesiva el derecho a la prueba del despido sobre el derecho a la protección de datos personales, infravalorando el régimen comunitario y su garantía de información específica sobre el fin de los sistemas de control tecnológico11

Sin embargo, el segundo, la creciente deriva de la sociedad del trabajo postindustrial y de digitalización del rendimiento hacia una “sociedad del cansancio” o del agotamiento psicosocial por los excesos de exigencia productiva (flexibilidad, disponibilidad, máxima transparencia), resulta más novedoso e inexplorado, pese al impulso muy notable que, normativamente, supuso para esta conexión entre lo digital y lo preventivo (MERCADER UGUINA, 2018, 93 y ss.; MOLINA NAVARRETE, C, 2021.a, 307 y ss.). Sería el caso del art. 88 de la Ley Orgánica de Protección de Datos Personales y Garantías de Derechos Digitales (LOPDGDD) cuanto, sobre todo, de la Ley 10/2021, trabajo a distancia (arts. 4, 16 y 18), especialmente relevantes en el contexto de ratificación iniciada del Convenio 190 OIT. De ahí la necesidad de un análisis más profundos y operativos, como los que se realizan en el Título V de esta obra y en una perspectiva española y comparada, europea y suramericana12. Las empresas suelen olvidar esta dimensión de la gestión digital y por eso encuentran a menudo correctivos jurisdiccionales (ej. SAN 104/2021, 10 de mayo).

En definitiva, sea por la pérdida de privacidad (derecho a la protección de datos que están consintiendo incluso los altos tribunales) sea por la sobrecarga de tiempos de trabajo en los entornos digitales (resulte de la explotación externa o de la “auto-explotación”), en los que la persona trabajadora se ve (libremente) obligado a permanecer en disposición y alerta constante (“always on”)13, la era de la economía de los datos y la gestión analítica de las personas trabajadoras que deriva de ellas (estudio de Cristina MANGARELLI en esta obra), pareciera abocar a una sociedad del trabajo postindustrial y tardomoderno asentada en el paradigma del “homo sacer”14. De ahí que se acepte devaluar la protección de la privacidad de la persona trabajadora de la que se sospecha ha incurrido en una falta laboral, aunque sea mediante una prueba que lesiona la protección de datos, o que pueda ser aceptado perfectamente el “nomadismo laboral”, incluso dentro de lo puestos físicos, pues la persona trabajadora no tendría identidad ni pertenencia por referencia a un puesto físico fijo, dado el carácter híbrido de la nueva organización del trabajo en aras de la eficiencia y el ahorro de costes (oficina de puestos calientes, SAN 180/2021, 27 de julio), sin que se trata de modificación sustancial, sino de un poder ordinario empresarial15

Con tan inciertos y ambivalentes escenarios, el inexorable avance por los imperativos de la economía de datos de nuestro tiempo y, por tanto, por su proyección en las técnicas y metodologías de gestión de las personas trabajadoras (analítica de personas), pondría a prueba la capacidad de supervivencia de la clásica “sociedad del trabajo decente” en una sociedad dominada por “la economía del conocimiento del dato”. ¿Quién ocupa realmente (no quien debe ocupar) el centro de las normas, políticas e instituciones en la gobernanza de los procesos de transición digital? ¿La “persona” o el “sujeto de rendimiento”?

De nuevo, para darle más concreción a las reflexiones volvamos la mirada a las leyes más recientes que tratan de ordenar, con mayor o menor acierto, los entornos digitales de trabajo de nuestro tiempo y de tiempos venideros próximos. En el citado preámbulo de la Ley 12/2021, de 28 de septiembre (“Ley riders”) se propone un nuevo modelo regulador de estos procesos de transformación digital –va más allá de la economía de plataformas, por lo tanto–, en aras de garantizar el funcionamiento efectivo de los mercados de trabajo “centrados en las personas” (estándar de la OIT pasado, presente y para el futuro), no solo por razones sociales, también por razones económicas: para que el tejido productivo sea “menos volátil y más resiliente ante los cambios”. El retorno a la función más clásica del Derecho (social) del Trabajo, “su función reequilibradora” de razones e intereses, que ha de garantizar tanto la “mejora de la productividad de las empresas” y la “gestión de los recursos humanos” (la ley cede a esta cosificación del sujeto productivo, pese a asumir la idea de persona en el centro) cuanto la razón protectora de la parte débil contractualmente sería:

“…la fórmula de compatibilidad que garantiza que la revolución tecnológica aporte sus efectos positivos de forma equitativa y redunde en el progreso de la sociedad en la que se ha instalado. Un mercado de trabajo con derechos [para las personas empleadas se sobreentiende, porque no es el mercado el que tiene derechos, sino las personas que en él trabajan] es garantía de una sociedad moderna, asentada en la cohesión social, que avanza democráticamente; un mercado centrado en las personas…”.

¿Realidad (constatación) o deseo (optimismo de la voluntad)? ¿Qué personas deberán ponerse en el centro de la regulación de la era digital, sólo las asalariadas o ha llegado el tiempo de una sociedad del trabajo sin apellidos, incluyendo otras formas de prestación de servicios, aunque no tengan un vínculo de empleo por cuenta ajena y subordinada16? Este horizonte, cuya principal valedora es la OIT, como propuesta-deseo para orientar la evolución del trabajo en la era digital, presente y futura, parece haber calado también en la Unión Europea. La Comisión ha presentado el Informe sobre la “Industria 5.0”, una fórmula que –émula con la japonesa relativa a la “Sociedad 5.0”– implicaría una evolución de la Industria 4.0 para centrarse en el ser humano (la persona), la sostenibilidad verde o ambiental y la resiliencia (COMISIÓN EUROPEA, 2021; Gráfico 1)


Gráfico 1. Fuente de imágenes: “Industry 5.0” EC.

En ese Informe se pone el acento en la referida compatibilidad, para una transición digital humana y socio-laboralmente justa, entre la innovación tecnológica y una nueva sociedad del trabajo, eso sí, transformada en los modelos de organización del trabajo y en las capacidades (competencias) profesionales necesarias para ocupar los nuevos empleos que se generan, atrayendo y desarrollando el talento, con enfoque inclusivo, para jóvenes y personas mayores. en la sociedad. De ahí que aliente un desarrollo de las tecnologías innovadoras centradas en el ser humano, haciendo de la Industria 5.0 una fuente para el empoderamiento, en lugar de reemplazar, a las personas trabajadoras, por las máquinas.


Gráfico 2. Fuente de imágenes: “Industry 5.0” EC.

La Comisión Europea, pues, parece lanzar un mensaje optimista sobre la posibilidad real de una “Revolución Industrial –RI– 4.0” (economía digital y de datos, gobernada por la Big Data, la gestión algorítmica y las decisiones de Inteligencia Artificial) armonizada con una “Sociedad del Trabajo Decente” (STD) adecuada a las nuevas realidades sociales y económicas derivadas de esta nueva era de innovación tecnológica. El paradigma que lo haría posible se llama ahora, en Europa, Industria 5.0, y en Japón, Sociedad Inteligente 5.0. Más allá del gusto por los nombres y la numeración más o menos redonda, a menudo casi cabalística, la clave de estos procesos está en la fijación de las condiciones para que esos procesos de transición realmente se den, resulten equitativos (como dice la ley 12/2021) y/o justos (como alienta la OIT), así como en los modelos de gobernanza (sobre estos puede consultarse el análisis den el último Título de este Libro colectivo). De todo ello se ofrecen cumplidos análisis en los diversos Títulos y capítulos que integran esta obra, que pretende ser sistemática, global y coherente, en el análisis de las principales condiciones para que tales procesos de transición sociolaboral equitativa y justa para las personas pueda ser tomada en serio.

En las páginas precedentes se han esbozado las principales cuestiones afectadas, a fin de ofrecer un panorama muy general que permita luego adentrarse en los estudios más detenidos para cada ámbito sociolaboral afectado por la transformación digital. En las pocas, que siguen haremos una breve incursión por una cuestión que a menudo ha quedado relegada: Si se asume que la transformación tecnológica hacia una economía del rendimiento de los datos es compatible con el surgir, o resurgir, de una sociedad del e-trabajo (trabajo en un entorno digital) decente, pese al actual contesto de precarización digital ¿cuáles son los rasgos, y las tensiones dialécticas17 (las pulsiones entre opuestos en busca de un reequilibrio transaccional) que caracterizarían a esa sociedad del e-trabajo decente? Tras una breve enunciación y delimitación del decálogo identificado a tal fin, se expondrán algunos ejemplos recientes, de la experiencia jurisdiccional, también en algún caso de la negociación colectiva, que permita esta nueva dimensión entre el conflicto de las dos “almas” que alientan el Derecho del Trabajo desde sus orígenes: “la social” (o la función distributiva en garantía de la dignidad humana de la personas productora) y la “económica (la función productiva en garantía del rendimiento empresarial que sostenga la empresa y con ella el empleo), un “alma económica” cada vez más “capital-digital”.

De la economía digital a la sociedad del e-work decente: condiciones sociolaborales para una Industria 4.0 justa e inclusiva

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