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Pueblo

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Por las mañanas iba al pueblo. Cada día por una calle distinta. Cuando creía conocer todos los caminos, en cualquier parte me salía al paso una escalera, una cuesta empinada o un arco que conducían hacia una vista panorámica. El invierno era frío y húmedo, y a lo largo de los angostos corredores y escaleras el agua crepitaba en la vieja piedra. Muchas casas estaban desiertas; hacia el mediodía había una gran quietud, casi una ausen­cia de vida. Tampoco el viento entraba a las calles, sólo el sol, que por lo general en invierno no se presentaba. Veía a personas mayores que, con su escasa compra, se doblaban para hacer frente a la escarpadura. Seguro que allí la gente tenía el corazón sano, ejercitado a diario en aquellas subidas, con o sin carga, y bajo el peso de la humedad invernal. Algunos subían despacio y de un tirón, otros se detenían y tomaban aire, el aire que podía tomarse en aquel lugar sin luz ni cualquier aroma de vida. Ni siquiera olía a comida en aquellos mediodías de invierno. Los domingos de más luz, en las primeras horas de la tarde, se oían los ruidos de platos chocando y voces apagadas desde las ventanas abiertas de la Piazza San Rocco. No había gatos merodeando. Los perros ladraban a los escasos transeúntes; si tenían un huesecillo, permanecían quietos.

Luego, un día, volvió a lucir el sol. Los ancianos salían de sus casas, se sentaban a la luz del Piazzale Aldo Moro y parpadeaban por la claridad. Aún estaban vivos. Se descongelaban como lagartos. Pequeños reptiles cansados, con abrigos acolchados con ribetes de piel artificial. Los zapatos de los hombres, torcidos por el uso. A las mujeres, el viejo carmín se les descascarillaba por las comisuras de los labios. Después de una hora al sol reían y hablaban. Gesticulaban acompañadas por el crujido de las mangas de poliéster de su ropa. En mi infancia fueron gente joven. Quizá lo fueron en Roma, golfos con zapatos amarillos y ciclomotores, muchachas que querían parecerse a Monica Vitti y llevaban grandes gafas de sol, que trabajaban en fábricas durante el día y que, cogidas del brazo, participaban de vez en cuando en manifestaciones.

Sobre el valle se dispersaban nubes de humo blanquecino, más ligeras que la niebla. Tras la poda de los olivos se quemaban las ramas. Sacrificios propiciatorios, realizados a diario, ante una plaga de parásitos que amenazaba la cosecha. En los olivares, tal vez los atizadores hacían visera con la mano, examinando qué columna de humo ascendía de qué forma. Sobre todas las cosas planeaba un suave olor a incendio.

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