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vii / morţǐ

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En las iglesias rumanas hay dos lugares, separados uno de otro, donde los creyentes encienden velas. Puede tratarse de dos nichos en la pared, de dos repisas o de un par de candeleros metálicos con velas que flamean. El lado izquierdo alberga las velas para los vivos; el lado derecho, las velas para los muertos. Cuando fallece una persona por la que, en vida, se encendió una vela en el lado izquierdo, la vela ardiente es trasladada a la derecha. De los vii a los morţǐ.

Esta costumbre de encender velas en las iglesias rumanas solamente la he visto, pero nunca la he practicado. He visto arder las velas en los sitios que tenían asignados. He descifrado las inscripciones en sus respectivos lugares –nichos sencillos en una pared, saledizos, afiligranados candeleros de hierro forjado u hojalata calada– y las he leído como si fueran nombres que designan un espacio para la esperanza, vii, y otro para la memoria, morţǐ. Unas velas iluminan el futuro; otras, el pasado.

Una vez, en una película, vi cómo un hombre sacaba la vela encendida de una pariente del nicho de los vii para colocarla en el de los morţǐ. La pasaba del cómo será al ya fue, de la fantasmagoría del futuro a la inmovilidad de la imagen recordada. El gesto, en la película, conmovía por su sencillez y resignación, pero al mismo tiempo repelía por obediente y sobrio, el mudo cumplimiento de una regla.

Pocos meses después de ver esa escena en una película, murió M. Me convertí en superviviente, en doliente. Antes de sobrevenirle a uno la condición de doliente, se puede pensar la «muerte», pero todavía no la «ausencia». La ausencia es impensable mientras haya presencia. Para el doliente el mundo se define por la ausencia. La ausencia de la luz en el espacio de los vii ensombrece el resplandor en el espacio de los morţǐ.

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