Читать книгу Arboleda - Esther Kinsky - Страница 13

Celaje

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Por las mañanas, algunas veces, las nubes estaban tan bajas que los alrededores de la casa quedaban ocultos. Se oían los autobuses remontando con fragor, se oían las campanas del pueblo tocando cada cuarto de hora. Ruidos de otro mundo y nada más que nubes. Sobre mi cabeza, los rumores del pueblo coincidían con el graznido chirriante de las motosierras del cementerio. Los podadores trabajaban también con niebla, su vocerío se oía mejor a través de las nubes que a través del aire límpido, relatos breves e impulsivos de la tierra de los morţǐ que se producían como respuestas a los sonidos interrogantes de la tierra de los vii.

En el transcurso del día las nubes se disipaban, abriéndose, esparciéndose en blandos velos que se sumergían en los valles. Todavía flotaban un rato entre las encinas del escarpado barranco, un bosquecillo ralo e inservible donde las pistas libres entre los troncos se utilizaban para abandonar objetos en desuso. Unos objetos expelidos, estragados por la vida, colgaban de través entre árboles y arbustos, detenidos por los troncos en su rodadura por la pendiente: cocinas, camas, colchones; unos musgos finos reptaban sobre las sábanas manchadas de sueños.

Por las tardes, la llanura al pie de la colina de Olevano yacía fosca y severa bajo un alto celaje de lluvia que, sobre las cimas montañosas, flotaba en el cielo, de tonos terrosos y pavonados, y veteado de una luz amarillenta. Los montes volcánicos frente a Roma se recortaban nítidos y afilados por encima de un lejano brillo nacido detrás de ellos. A veces una remota franja de sol se abría camino hacia el sudoeste, iluminando por un momento las levitantes Lagunas Pontinas, que apenas podían adivinarse cuando la luz era otra. De los olivares por debajo del pueblo y más allá, en dirección a Palestrina, ascendía humo. Incansables, los campesinos prendían fuego a las ramas podadas de los olivos y la hojarasca infestada. Ocasionalmente, de una de las vetas amarillentas del cielo nublado brotaba un rayo de luz delgado y deslumbrante para caer de soslayo, como la indicación de un dedo, sobre una de las columnas de humo, como si ésta fuese la ofrenda elegida por una mano superior.

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