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Comercio

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Cada dos semanas, un vendedor de cítricos llegaba en una de aquellas pequeñas camionetas de tres ruedas que yo recordaba de mi infancia. directamente de sicilia, prometían el rótulo de la puerta y los febriles anuncios del altavoz montado en el techo del automóvil, pero a buen seguro no venía desde el sur con aquel triciclo. Me imaginaba unas naves de almacenamiento ubicadas en alguna parte de la carretera entre Valmontone y Frosinone, quizá cerca del restaurante Hacienda, donde habría montañas de naranjas que unos proveedores sicilianos cargarían en sus triciclos de otros tiempos para, aureolados del ambiguo halo de su patria real o supuesta, hacer negocio en las pequeñas localidades con aquellos cítricos que nadie quería cosechar. En la plataforma de carga, traía naranjas sanguinas, prodigando un cariño especial a la variedad «moro», además de naranjas «blondas», clementinas y limones. Aparte del anuncio hablado, el conductor usaba una campana y un claxon tartamudo. Algunos olevaneses le compraban género, entre ellos, esporádicamente, la casera, que, cuando estaba junto al vehículo, miraba inquieta a todos lados como si no quisiera que la viesen. De tarde en tarde yo también le compraba naranjas. El hombre me miraba con gesto decepcionado y un tanto desdeñoso porque no pedía cuatro kilos, sino cuatro únicas piezas. No podía explicarle que era sólo una compra de duelo, una suerte de ritual de prueba. M. esperaba durante todo el año las pocas semanas de las naranjas sanguinas. Además, el triciclo, los anuncios del altavoz crepitante y la campana agitada por la ventanilla del conductor me recordaban mi infancia, cuando admiraba los tres ruedas italianos, que me parecían mucho más bonitos que las toscas camionetas del mismo tipo en que los vendedores de patatas recorrían, en otoño e invierno, las calles aledañas al Rin.

El hombre de las naranjas circulaba por el pueblo durante horas y horas, la bocina, la campana y los infatigables pregones del altavoz llegaban a mis oídos hasta el anochecer. Una y otra vez se producían discusiones con otros automovilistas porque avanzaba muy despacio, mientras con mirada anhelante buscaba a potenciales clientes y rozaba con indolencia las esquinas y los coches aparcados en las calles estrechas. El descanso del mediodía lo hacía en el cementerio. Estacionaba en un apartadero a escasa distancia de la entrada principal, donde el sol, cuando asomaba, daba en su vehículo. En una ocasión lo vi dormir con la boca medio abierta y la cara aplastada contra la ventanilla. Era el único de la zona que tenía un tres ruedas tan anticuado, posiblemente porque estaba en consonancia con la imagen de vendedor de naranjas sicilianas que quería encarnar.

A veces, llegaba un fontanero ambulante para ofrecer sus servicios. Sólo venía los domingos y se publicitaba para toda clase de arreglos que pudieran necesitar las cucine a gas. Pronunciaba, como por un grosero placer del arabesco, gase, a modo de palabra bisilábica con acento llano y un pequeño pero claro coletazo. Lavoro subito e immediatamente!, clamaba su megafonía, y entre los anuncios ponía una especie de música de marcha, quizá para causar alarma y conferir un deje de gravedad a la pregunta: «¿Precisa su cucina a gase de una reparación? ¿Está usted seguro? ¿Ha notado olor a gase últimamente?». Esta última frase engrosaba el repertorio más tarde, cuando todavía ningún ama de casa había salido corriendo a la calle con manos suplicantes para salvar el almuerzo. Tampoco aquel fontanero paraba en todo el día, a lo mejor hacía una escapada a Bellegra o Roiate, un pueblo de la sierra en el que únicamente vivían ancianos, pero nunca se ausentaba durante más de una hora. Según la ruta y el tiempo meteorológico, los pregones y la música sonaban nítidos o atenuados, pero siempre rebotaban en las laderas de la parte tramontana de Olevano, en la calle que pasaba entre las urbanizaciones a medio habitar, quebrándose y solapándose el tono y su eco, de modo que las palabras ya no se comprendían, a excepción de ese gase que persistía en el aire. Llegaba la primavera, los días se hacían más claros, la noche caía más tarde, florecían las mimosas y los pequeños narcisos blancos y el ornithogalum alrededor de los olivos, el verdor de la hierba de las laderas y de la llanura se volvía más intenso, y en los taludes se abrían agujeros de los que yo sospechaba que albergaban serpientes que pronto abandonarían el letargo invernal. Y en esos anocheceres aún fríos, atravesados por el canto del mirlo y colmados de una penumbra tenue y azul, irrumpía la temible pregunta del fontanero, que entretanto había renunciado a la esperanza de que hubiera alguna cocina defectuosa y que de su frase había retirado lo de subito e immediatamente, dejándola en una más simple: «¿Alguien ha notado olor a gase últimamente?».

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