Читать книгу Arboleda - Esther Kinsky - Страница 8
Territorio
ОглавлениеEn Olevano Romano vivo algún tiempo en una casa en lo alto de una colina. Conforme uno se va acercando por la tortuosa carretera que asciende desde la llanura, distingue el edificio de lejos. A la izquierda de la colina de la casa está el viejo pueblo, como acodado en torno a la empinada ladera, de color rocoso y tonos grises que varían según la luz y la intemperie. A la derecha de la casa, un poco más arriba en la montaña, se halla el cementerio, anguloso, de hormigón blancuzco y orlado de árboles negros, altos, esbeltos. Cipreses. Sempervirens, el imperecedero árbol de los muertos, una réplica a los nada severos pinos que se yergue recortada contra el cielo.
Camino bordeando la tapia del cementerio hasta que la carretera se bifurca. En dirección sudeste atraviesa olivares, y entre campos vinícolas y bambúes enmarañados se vuelve pista rural que pasa rozando un ralo conjunto de árboles. Abedules, tres o cuatro, huéspedes errantes, mensajeros dispersos rodeados de olivos, encinas y cepas, que se alzan torcidos sobre una suerte de promontorio junto a la pista. Desde el promontorio uno mira hacia la colina de la casa. El pueblo queda ahora de nuevo a la izquierda, y el cementerio, a la derecha. Un coche pequeño se mueve por las calles del pueblo, alguien cuelga ropa en la cuerda de tender bajo las ventanas. La ropa dice: vii.
Cuando, en el siglo xix, se venía aquí a pintar, aquel promontorio debía de ser un buen mirador. Tal vez los pintores, al sacar el pañuelo del bolsillo de la casaca, esparcían, distraídos e incautos, semillas de abedul de su patria color norte. Una flor de abedul arrancada al pasar y olvidada hace tiempo que formó pequeñas raíces allí, entre la hierba. Los pintores se secarían el sudor de la frente y seguirían pintando. Las montañas, el pueblo, quizá también pequeñas columnas de humo elevándose en la llanura. ¿Dónde estaba el cementerio? La tumba más vieja que encuentro es la de un berlinés fallecido en 1892. La segunda más vieja, la de un olevanés de mirada audaz y tocado con un sombrero, nacido en 1843 y muerto en 1912.
Por debajo de los abedules errantes, un hombre trabaja en su viña. Corta el bambú, poda los tallos, les quema las barbas telarañosas, los iguala en longitud. Con los tallos monta unos armazones, estructuras complicadas alrededor de las cepas en trance de brotar. Carga los puntos de intersección de varios tallos con una piedra. Allí las viti medran entre los vii a lo lejos, a la izquierda; y los morţǐ, algo más cercanos, a la derecha.
Es invierno, anochece temprano. Al caer la oscuridad, el viejo pueblo de Olevano queda sumido en la luz amarilla de las farolas. A lo largo de la carretera de Bellegra y a través de las nuevas urbanizaciones del lado norte se extiende una maraña de farolas de cruda blancura. Arriba, en la ladera, el cementerio planea en el resplandor de las innumerables lamparitas perennes que brillan ante las losas o, alineadas, en las cornisas de los panteones funerarios. Cuando la noche es muy oscura, el cementerio iluminado por las luces perpetuae flota como una isla en la negrura. La isla de los morţǐ sobre el valle de los vii.