Читать книгу Trilogía completa "Un gin-tonic, por favor" - Estrella Correa - Страница 10

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7

Y ME FUI

El señor cabrón enchaquetado engreído, Alejandro Fernández, irascible, dominante, serio y seguro de sí mismo que no me llama desde hace cuatro días, resulta ser el mayor benefactor de la galería. Intento mantener la compostura y hacer como que no nos conocemos de nada. Le doy la mano con la boquita bien cerrada para así evitar que se me escape alguna de mis apreciadas perlas.

«Hoy es uno de esos días que tenemos que filtrar».

Por una vez estamos de acuerdo.

—Encantada de conocerle, señor... Fernández.

—El placer es mío, señorita Sánchez —su tono de voz penetra en mí. No titubea, es imperturbable—. Ha hecho un magnífico trabajo.

—Gracias, pero no me puedo atribuir todo el mérito. Tengo un gran equipo.

El muy cabrón atrapa mi mirada sonriendo, ¡sabía dónde trabajaba y que me vería aquí! A su lado, colgada de su brazo, encuentro a una morena de impresión. Casi igual de alta que él y con cuerpo de modelo. Perfecto. La odio. La noche no hace más que mejorar. Como intuía, mujeres no le deben faltar, pero ¿era necesario restregármelo por la cara?

«No tenéis nada, Dani. Olvídate de él. Sólo te traerá problemas».

La siguiente media hora la pasamos hablando de arte y de subvenciones, así como de ventas y posibles compradores. Cuando puedo, me disculpo como una señorita y me voy al baño a intentar olvidar cómo la morena se lo come con la mirada y él le sonríe además de acariciarle la espalda en algunas ocasiones. Se nota la confianza que hay entre ellos.

Ojalá se ahoguen en un río.

Qué asco de vida.

Necesito un respiro.

«Ni siquiera os habéis besado. No puedes enfadarte porque se vaya a tirar a otra esta noche».

Mejor un chupito. Me tiro del pelo. Sólo quiero gritar. Y lanzarme por el borde del precipicio por el que llevo paseando toda la semana. Este sería un buen momento. Qué cabrón. Me dijo que se sentía atraído por mí de una forma que no lograba entender. Claro que eso no implica que no se tire a otras. Sólo que también quiere follar conmigo. Nada más. Todo aclarado. Pues no va a pasar nada entre ese dios griego y yo. Pero eso ya lo tenía decidido, ¿no?

«Claro que sí».

Entro en el baño de mi oficina y me despacho a gusto. Aquí puedo gritar un poco y nadie me oirá. Por suerte, Roberto abandonó la estancia hace tiempo. Lo he visto junto a Sofía y Sara, mirándome con desconcierto. Tiene que entenderlo, sólo somos amigos.

Cojo un vasito de plástico y lo lleno de agua. Preferiría un gin-tonic... y cinco chupitos de tequila, pero no es día de perder el sentido. Me siento en mi silla, apoyo la cabeza sobre el respaldo y cierro los ojos. Al instante siguiente siento un escalofrío recorrer mi piel y abro instintivamente los ojos. Ese olor... me atrae hacia él sin poder remediarlo.

Lo tengo frente a mí. No sabría descifrar su cara. Parece que se está divirtiendo, pero con su semblante serio nadie lo diría.

—No me esperabas —está relajado, con las manos metidas en los bolsillos.

—Debiste decírmelo —lo acuso. Él llamó a la galería el lunes para informar de que quizá llegaría un poco tarde. No fue Sara.

—Quería ver esa cara —asoma una sonrisa.

—Ya la has visto. Vete. La morena con tetas de silicona te estará echando en falta —me descubro. Mierda.

—Celosa... ummm —y se acerca despacio con mirada depredadora.

—Marina es sólo una amiga —sigue.

—Será mejor que no te acerques —me levanto—. No tengo un buen día.

—¿Me estás amenazando? —ríe divertido.

—No, te estoy advirtiendo.

Pero, cuando me quiero dar cuenta, lo tengo ante mí. ¿He dicho que mide un metro noventa? Me empiezan a sudar las manos y mi corazón ha decidido bombear tan fuerte que me mareo.

—No voy a follar contigo. Olvídate de mí —consigo balbucear.

—No lo dices muy convencida.

Puedo sentir su respiración sobre la mía. ¡Será creído!

—Tranquilo, hoy mojas seguro. Doña perfecta está esperando a que la lleves a casa y le arranques las bragas —ese pensamiento me aflige.

—Pero yo quiero arrancártelas a ti —posa sus manos posesivo sobre mis caderas.

Qué. «¡¡¿¿Qué, qué, qué??!!». Me derrito. Mis barreras se están bajando sin haberles ordenado que lo hicieran. Levantaos, joder.

Me aprisiona contra la pared y empieza a besarme el cuello, la cara, el lóbulo de la oreja... y, cuando creo que ya no puedo hacer nada para detenerlo, cuando creo que mi voluntad se ha vuelto a ir de vacaciones, le doy un empujón y lo aparto.

«Bien por ti».

Ni yo misma me lo creo. Ya me aplaudiré más tarde. Cuando tenga tiempo de hacerlo y sea capaz de coordinar ambas manos.

—No te acerques. Tú y yo no tenemos nada. Vete con la morena y déjame en paz —no sé por qué estoy tan enfadada.

«¡Porque lleva cuatro días sin llamarte!».

Gracias.

—¿Tú follarás hoy con tu amigo Roberto?

Cara de estupefacción. De es–tu–pe–fac–ción. No me puedo creer lo que ha dicho.

—Os vi el otro día en la discoteca. ¿A él lo dejas tocarte?

—¿Qué? ¿Pero quién coño te crees que eres? Tú no sabes nada de mi vida —escupo—. Beso a quien quiero cuando quiero —digo alterada.

Vuelve a acortar nuestras distancias y pasea su mirada de mis ojos a mis labios una y otra vez. Aprieta los puños. Parece realmente enfadado.

Se abre un poco la puerta y Berta asoma la cabeza.

—¿Todo bien?

Durante unos segundos nadie dice nada.

—Sí, el señor Fernández ya se iba —aprovecho la coyuntura.

Y con una última mirada aniquila la poca fuerza que me queda para seguir teniendo esperanzas en una noche que está abocada al desastre. Está muy cabreado. Algo me dice que él sólo se va de los sitios cuando quiere. Nadie lo obliga a marcharse. Y, efectivamente, sé que se va porque quiere. Ha sido él quien ha tomado la decisión.

Le pido a Berta que me deje sola un momento. Me repongo y salgo a hacer bien mi trabajo. Eso, ahora, es lo único que importa.

Eso y que Alex va a tirarse a la morena esta noche. Joder. Qué asco de vida. Con las miradas que esta le regala ahora mismo, se la folla en el baño si no se van pronto.

Para mi suerte y mi desgracia, sobre las doce de la noche veo que salen por la puerta. Sara, que es más lista que un niño a la hora de robar una golosina, se ha dado cuenta de todo e intenta darme ánimos con la mirada. Bueno, de todo no. Cuando le cuente la mini declaración de Roberto, se va a quedar a cuadros.

A la una y media de la madrugada no queda nadie en el local. La noche ha ido estupendamente. Obviando que el presidente de D'ARTE no ha aparecido y que Alejandro hace el amor a estas horas a alguien que no soy yo.

Puaj.

Sara desapareció hace media hora por la puerta. Alguien la esperaba en un coche. No ha querido decirme quién. Apostaría mi vida a que hoy no duerme en casa.

Aún quedan dos meses de trabajo por delante con esta exposición. Con suerte y si todo va como esperamos, viajaremos a París con ella en enero. Lo espero con ilusión. Para mí esa ciudad acoge las mejores obras de arte del mundo. Y, aunque vivir en ella despertaría viejos fantasmas, será una gran oportunidad.

Espero a que el vigilante de seguridad cierre las rejas a conciencia y me aseguro que he dejado la alarma puesta. Nos despedimos cordialmente y me dirijo a la parada de taxi que hay en la esquina.

Siento unos pasos tras de mí y me pongo un poco nerviosa. La calle está totalmente vacía y en el bolso que llevo no cabe el espray de pimienta. Para colmo, con estos zapatos no puedo salir corriendo en el hipotético caso de que tuviera que hacerlo. Estoy a punto de empezar los cien metros lisos en tacones de doce centímetros cuando una voz ronca y sensual me habla.

—Para.

Esa voz tiene un efecto que no logro comprender sobre mí. Me doy la vuelta y veo al cabrón enchaquetado (he decidido volver a llamarlo así tal y como están las cosas) con cara de enfado y atravesándome con la mirada. Me giro y sigo andando.

—No seas cría. Para —ruge y agarra mi muñeca poniéndome frente a él.

—Vaya. La morena te ha dado calabazas. O eso, o el polvo ha durado menos de lo esperado. No me digas, eres eyaculador precoz.

No sonríe. No tendré gracia. Pues a mí me parece que sí.

—No me la he podido follar —brama.

—¿Problemas de erección? ¿Tan mayor eres? —me cruzo de brazos. Quiero hacerle daño. No creo que jamás haya tenido un gatillazo.

—He ido a su casa, la he desnudado…

Me doy la vuelta y sigo andando. No quiero escucharlo. No tengo porqué. Entonces, me agarra del codo y pega su pecho a mi espalda.

—Vas a escucharme. No me la he podido follar porque sólo podía pensar en ti.

Todo mi cuerpo se estremece y comienzo a caminar. Esto no es buena idea.

—¿Qué cojones me has hecho? —grita sin seguirme—, ¡pero si ni siquiera te he besado! —alza las manos.

No. No nos habíamos besado. Hasta este momento. Me coge de los hombros, me da la vuelta y me atrae hacia él de manera posesiva, pero sin presionar demasiado. Tras una milésima de segundo que utiliza para asegurarse de que yo también quiero estar aquí, pega sus labios a los míos y me agarra la cara con ambas manos. Es un choque de trenes. Siento una explosión atómica dentro de mí. Me mareo de sentir todas las mariposas que revolotean en mi estómago.

Me devora. Lo devoro. Nos devoramos.

Me dejo llevar a donde quiera que me lleve. Y, tras unos segundos, me doy cuenta de que me está metiendo en una limusina. Sólo separa sus labios de los míos para ordenarle al chófer que nos lleve a su casa. Mandar se le da muy bien. Me di cuenta el primer día.

Pulsa un botón y una mampara con los cristales tintados sube separándonos del conductor.

Lo que viene a continuación también lo considero muy íntimo y personal, pero esta vez os lo pienso contar con pelos y señales. Un poco de envidia sana.

Se separa de mí, lo suficiente para sentirme huérfana y no lo bastante como para poder reponerme. Nuestras aceleradas respiraciones rebotan en todas direcciones. Me mira con cara de depredador, sonríe y vuelve a besarme de manera arrolladora. Me sienta a horcajadas sobre él e intento quitarle la corbata. Me peleo con ella unos segundos hasta que consigo aflojarla y sacarla sobre su cabeza. No puedo parar, mis manos tienen vida propia. A continuación, le quito la chaqueta y empiezo a desabrocharle la camisa. Él por su parte no está quieto. Ni quiero que lo esté, que conste. Intenta quitarme el traje, pero le aparto y me pongo de rodillas. Gruñe. No le ha gustado que me aleje. De momento me han surgido unas ansias devoradoras y sólo quiero que su virilidad me inunde. En esta posición le quito el botón, le bajo la cremallera y ante mí sale la verga más impresionante que he visto en mi vida. Sin dilación comienzo a chuparla con la lengua.

—Dios... —jadea.

Empiezo a succionar… con los labios, la lengua… y luego la meto hasta el fondo. Sus gemidos son considerablemente altos. Yo estoy al borde del orgasmo y aún llevo las bragas puestas. Sigo lamiendo aquello que tanto anhelaba sin saberlo y escucho entre suspiros cortados:

—Dani..., Dani, para... No quiero correrme en tu boca... No la primera vez.

Eso hace que pare en seco. No que no quiera correrse en mi boca, lo que ha llamado mi atención es que da por hecho que no será la única vez. La cosa promete.

«Habrá más veces, aleluya».

Me mira y ordena.

—Desnúdate.

Y yo lo hago. Normalmente no llevo bien que me manden, pero en esta ocasión hago una excepción. Me quito el vestido todo lo rápido que puedo. Me siento sobre el sillón de enfrente y de un tirón me arranca la ropa interior. Me abre las piernas y centra su mirada en mi sexo mientras me masajea las pantorrillas. La expectación me está matando. Acerca su boca despacio. Sopla y empieza a chupar mi clítoris ya de por sí muy hinchado. Nunca en mi vida había estado tan excitada. Lo necesito dentro y lo necesito ¡ya!

—Alejandro...

Él se sigue adentrando en mis profundidades con dos dedos a la vez que succiona sobre mi clítoris con sus labios.

—Fóllame..., por favor.

No hace falta suplicarle más. Se levanta. Saca un condón de un pequeño cajoncito. No quiero pensar por qué tiene eso tan a mano.

«Porque folla con otras, imbécil. Cada vez que le da la gana, por cierto».

Se lo pone y me penetra hasta el fondo de manera despiadada.

—¿Esto es lo que quieres? —sale y vuelve a entrar con fuerza.

No digo nada. No puedo.

—Dime, ¿cómo quieres que te folle?

Vuelve a hacer lo mismo y me estoy volviendo loca. No digo nada. Mi cerebro se ha desconectado y no consigo siquiera balbucear. Para y sé que no seguirá hasta que no obedezca y conteste a su pregunta.

—Te quiero dentro. Todo, toda la noche —y dicho y hecho.

En el coche. En el ascensor. En el recibidor. En la cama. En la ducha. En la cocina, dos veces.

Pensáis que todo ha ido de maravilla, ¿verdad? Pues no, no ha sido del todo así. Ahora mismo estoy recogiendo mis cosas para salir de aquí cagando leches. Mierda. Y no encuentro mi tanga. Creo que lo rompió en el coche. Mi mente depravada no me deja pensar con lucidez. Sólo tengo una cosa clara: debo desaparecer de aquí para siempre. Mis cinco sentidos se ponen alerta y el poco sentido común que me queda me grita que me vaya sin mirar atrás. Fue bonito mientras duró. Unas doce horas. Siete polvos en doce horas. Cuando se lo cuente a Sara, no se lo cree.

«No te lo crees ni tú…».

Bajo en el ascensor y el trayecto se me hace eterno. No es lo suficientemente rápido para lo que requiere el momento. Me tiemblan las piernas, estoy exhausta y confusa. El cansancio se hace patente y empiezan a aparecer las agujetas post- el-mejor-sexo-de-mi-vida (agujetas que nunca había tenido el placer de apreciar) y mi cuerpo las relaciona con su razón de ser, así que lo más intimo de mí empieza a palpitar, el ritmo de mi corazón se acelera y se me dilatan las pupilas. Me excito por momentos. Cierro los ojos y me vienen a la mente imágenes de la noche de locura y pasión que hemos vivido.

Mi respiración empieza a agitarse. Me toco el cuello con la mano y aprieto los muslos… Miradas, besos, susurros... Suspiros... Sexo desenfrenado.

El ascensor para con un ruido y las puertas se abren. Entra una pareja de ancianos con un perrito muy gracioso que empieza a olisquearme. No se aleja de mí, al contrario, está a punto de saltar sobre mi regazo. Su dueña tira un poco de él y me mira mal. Su marido la abraza por los hombros, tira de ella y se alejan como si yo tuviera la peste. Deben estar acostumbrados a que por este ascensor se paseen las conquistas del cabrón enchaquetado día sí y día también. No sé por qué, pero ese pensamiento me da rabia. Sé que no volveré a verlo. Y lo sé por cómo me ha echado de su casa, con cajas destempladas, sin pudor ni vergüenza. "Ya te puedes ir, gracias por venir". Bueno, vale. No me ha dicho eso exactamente, pero así lo recuerda mi mente. Claro que no os he contado nada.

La mejor idea sería guardármelo para mí porque no quiero dar pena, pero mejor lo cuento. Así cuando empiece a meter la pata –porque la meteré y será de dimensiones considerables–, se recordará que el tío bueno del traje y la corbata me echó de su lado como el que echa a un pobre perro enfermo que le molesta cuando llegan las vacaciones de navidad. Fue cruel e inhumano. Os lo cuento.

Tras el quinto polvo, el de la ducha –memorable por cierto–, salí del baño dispuesta a recoger mi indumentaria, vestirme y volver a dormir a casa. Eran las cinco de la mañana. Cuál no fue mi sorpresa cuando escuché a mi espalda:

—¿A dónde vas?

—A mi casa. Si no llego antes de que Sara se despierte, llamará a la policía. Y a Fernando. Y esto último me da mucho miedo. No tengo ganas de escuchar sandeces.

«Para de decir tonterías».

—Llama a tu amiga —me dio su móvil, que estaba sobre un mueble de caoba robusta que tenía al lado—. Dile que no irás a dormir esta noche.

Y no sé por qué, pero lo hice. Últimamente no sé muchas cosas, acato demasiadas órdenes y no acostumbro a hacerlo. Desde luego, esto no fue una sugerencia. Pero no me negué. Le dejé un mensaje a Sara en el contestador y puse el móvil sobre la cama. Empecé a estar un poco incómoda, pero al momento Míster Universo –debo de ser un coco a su lado– me lanzó una camiseta, se quitó la toalla y se puso unos bóxer blancos en los que casi no le cabía la entrepierna. Cuando conseguí dejar de mirarle y de babear, me puse la camiseta y, sin ningún tipo de ropa interior, me tumbé en la cama sin saber muy bien en qué postura quedarme. Alex se tumbó a mi lado, me rodeó la cintura con su brazo musculado y me atrajo hacia él pegando mi espalda a su pecho.

—Quiero repetirlo por la mañana.

No contesté. Preferí hacerme la dormida. No estuvo bien, fue apoteósico, de escándalo, vi fuegos artificiales. Es–pec–ta–cu–lar. Si mañana por la mañana se iba a repetir, quería que amaneciera pronto. Así que volví a cerrar los ojos. Me sentía tan reconfortada rodeada por esos brazos tatuados y pegada a su torso desnudo que dormí profundamente durante toda la noche.

A la mañana siguiente, sintiéndome húmeda y ardiente, abrí un poco los ojos y el dios del sexo estaba lamiéndome un pecho sin dejar desamparado el otro al que le estaba dando pequeños pellizcos con los dedos. Se dio cuenta de que estaba despierta y, sin dejar lo que estaba haciendo, miró hacia arriba y me sonrió. En ese momento me pellizcó un poco más fuerte y me sobresalté, gemí y su cara de malvado depravado hizo que me derritiera de placer un poco más. Empezó a subir por mi clavícula, el cuello, el lóbulo izquierdo, besándome, lamiéndome... Y cuando percibí su sexo frente al mío empujando, que iba a estallar si no me penetraba fuerte y pronto, me dice al oído:

—¿Café?

Se levanta y se va. SE VA. Me dejó sola. Desolada. Desesperada. Aturdida. Nunca había sentido tal desamparo. Como un bebé al que su madre le acerca el pecho y cuando lo va succionar, se lo aparta. Como si hubieran absorbido el aire de la habitación. Como si cayera por un agujero negro que no tuviera fin. Pero este cabrón enchaquetado no sabe quién soy yo. A chula no me gana nadie. Así que me recompuse, tiré de la camiseta hacia abajo y, sin ropa interior, me dirigí a la cocina. Por supuesto que quería café.

Entré y me senté sobre la encimera con las piernas abiertas, frente a él, que aún estaba de espaldas. «Este no sabe quién soy yo». Estaba sirviendo el café en las tazas. Sólo llevaba puestos unos pantalones de pijama caídos muy a la cadera. Volví a entretenerme observando esa grandiosa espalda llena de tatuajes. En ello estaba cuando se dio la vuelta y me miró. Me miró a los ojos, no percibí su intención, pero él sí que había descubierto la mía. Me lo dijo la dilatación de sus pupilas, que había convertido sus preciosos ojos color cielo en un negro intenso. Se acercó a mí despacio, cuando estuvo tan cerca que casi me tocaba, paró. Dejó mi café a un lado de donde estaba sentada y bebió del suyo sin dejar de mirarme como si no tuviera prisa, como si nada lo distrajera. Con un total autocontrol. Mi respiración estaba muy acelerada y el muy cabrón lo sabía. Intenté contenerla. Cogí la taza y di pequeños sorbos.

—Estás preciosa recién levantada.

Seguí bebiendo sin dejar de mirarlo. Dejó su taza a un lado. Yo dejé la mía al otro y respiré profundamente. Me agarró con sus grandes manos por las caderas y tiró de mí acercándome al borde de la encimera... y a él. Se pegó a mí cuanto pudo y pude sentir cómo su sexo palpitaba y estaba listo y preparado. Nuestras miradas entrelazadas. Nos retamos. Él había empezado el juego, pero iba a ganar yo, por supuesto. Me metí un dedo en la boca y lo chupé hasta dejarlo muy húmedo. Vi cómo sus pupilas se dilataban más si cabía y su ritmo cardiaco subió considerablemente. Me saqué el dedo de la boca, lo acerqué a sus labios sin dejar que lo tocara y bajé hacia mi sexo en busca de mi placer. Su expresión me indicaba que sabía qué iba a hacer. No logré conseguir descifrar si estaba de acuerdo con ello, o si prefería que no lo hiciera. De una manera u otra, yo sólo quería volverlo loco y que me hiciera suya una y otra vez en ese preciso instante.

Empecé a tocarme y no tuve que fingir que me gustaba. Gemí y cerré los ojos. Cuando los abrí, su cara de mala leche me indicó que yo iba a ganar en tres, dos, uno... Me apartó la mano con la que estaba gozando. Me cogió la cara y me besó de manera que me desbordó. Su lengua ejercía violencia sobre mi boca y sólo con su posesión estuve a punto de estallar. Se bajó los pantalones con una mano mientras la otra seguía sujetándome el pelo y guió su pene hacia mi entrada.

—Espero que estés preparada —sólo me estaba avisando. No iba a parar si no lo estuviera. Y sin pedir permiso me penetró. Fuerte y hasta el fondo. Eso es lo que necesitaba. Eso es lo que quería.

Tras llegar ambos al orgasmo, nos dejamos caer al suelo donde me folló de nuevo, fuerte y duro, antes de decidir levantarnos.

Fue su teléfono el que hizo que nos diéramos cuenta de que ya no podíamos más. Que eran las doce de la mañana y los dos teníamos responsabilidades. Se levantó, ayudó a que me incorporara y se alejó. Olía a sexo y a sudor. Necesitaba una ducha. Toda su esencia estaba resbalando dentro de mí y cuando me di cuenta me asusté, tarde ya. No es que me vaya a quedar embarazada, tomo la píldora, pero además siempre utilizo preservativo. Nunca se sabe lo que puede pasar y las enfermedades que te pueden transmitir. En realidad ni siquiera sé si alguna de las veces, aparte de la de la limusina, lo ha utilizado. Yo diría que no.

«Loca, estás loca».

Regañándome estaba cuando su voz robusta me hizo volver de mi mundo de fantasía y escuché cómo hablaba con alguien al otro lado de la línea.

—Ahora mismo no puedo, Marcus —silencio—. No, nada importante —silencio, esta vez más largo—. Dame media hora.

Y... silencio.

Escuché sus pasos acercándose.

—Tengo que irme.

—No te preocupes, ¿te importa que me dé una ducha antes de irme?

—Por supuesto que no. Pero no tardes, tengo prisa.

Salí de la cocina lo más rápido que pude. Me duché en dos minutos, me puse el vestido, me calcé, cogí el bolso y cuando llegué al salón, me estaba esperando junto a la puerta abierta.

Ni siquiera me miró.

—Te importa...

—Tranquilo, sé llegar sola a casa.

Y me fui. Sin mirar atrás. Y con una decisión en firme: no volver a verlo jamás.

No quiero que penséis que soy una monja de clausura que acaba de salir del convento y, después de acostarse con un tío, espera que la trate como a una princesa y que le pida matrimonio. No. No es eso lo que quiero. Me gusta pasarlo bien sin ningún tipo de ataduras. Hay una razón mucho más profunda e importante para que salga corriendo lejos de este tsunami que puede acabar conmigo. Hace mucho tiempo, parece que en otra vida, me partieron el corazón de tal manera que aún me faltan piezas para terminar de recomponerlo. No quiero, no puedo..., no voy a enamorarme de nadie. No deseo a nadie nuevo en mi vida. No quiero servirle mi corazón en bandeja a ningún hombre, jamás. No quiero que tenga la oportunidad de cortarlo a trocitos y comérselos despacio.

Juré que en cuanto encontrara a un hombre del que pudiera enamorarme, saldría por patas y me pondría a salvo, lejos del peligro. Y Alejandro puede enamorarme a mí y a cualquier persona, cuerda o loca, que se proponga. Así que eso es exactamente lo que estoy haciendo en estos momentos, correr como un ladrón que acaba de robar un banco y al que persigue la policía. Correr como una psicópata sin bragas por medio de este parque donde los niños juegan ajenos al mundo que les rodea. Donde los enamorados, pobres ilusos, pasean en barca y se juran amor eterno. Donde los mayores se sientan a dar de comer a las palomas. Y donde un día mi corazón volverá a dejar de latir.

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