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EMPEZANDO DESDE EL PRINCIPIO

Bajamos en el ascensor mientras nos retocamos los labios con Ruby Woo de MAC. Doce pisos dan tiempo para darnos también el colorete. Nos cubre el cuerpo dos mini vestidos de Asos negros de una de las colecciones exclusivas que conseguimos en rebajas a un precio maravilloso. El mío, palabra de honor. El de mi amiga, amarrado al cuello. Sara es ortodoncista. No le pega y no gana el dineral que debería. Trabaja como auxiliar en una clínica para un jefe déspota y endemoniado. De momento se conforma con eso y dice que está adquiriendo experiencia. Yo creo que le sobra valor para los hombres y le falta para volar sola profesionalmente. Pero confío mucho en ella y sé que un día no muy lejano tendrá los ovarios necesarios para hacerlo. Y le saldrá bien. Porque talento le sobra, pero además porque se lo merece.

No sé si podré bailar mucho esta noche sin caer al suelo con los doce centímetros de tacón que llevamos. Me van a impedir moverme todo lo que quisiera, pero, si lo pienso, no es tan mala idea. Si bailo poco, no tendré tanta sed y no estaré tentada de beberme hasta el agua de la lluvia, literalmente hablando. Aún recordamos la noche en la que acabamos las dos tiradas sobre el asfalto con la boca abierta tragando gotas de lluvia. Fue una noche memorable, grandes momentos que guardo con cariño dentro del corazón. Una historia muy larga, ya la contaré. No quiero entretenerme ahora.

Se abre el ascensor y al salir del edificio vemos el coche negro todoterreno de Roberto. Nos pita y nos saluda con la mano indicándonos que corramos para no mojarnos. Está cayendo una buena, pero me resulta imposible correr con estos zapatos. Menos mal que me gusta llevar el pelo como si acabara de follar. Lo que se dice follar, no follo mucho, pero con que lo parezca me vale.

«Esa es la actitud».

Al entrar, nos saludamos con besos y abrazos. Roberto arranca y nos disponemos a recoger a Sofía. Tardamos un poco en llegar porque vive bastante lejos de nosotras. En Conde Orgaz-Piovera. Todavía en casa de sus padres, en una zona residencial bastante cara. Es una niña bien. Miento. Es una niña muy pija, pero está loca del coño. ¡Es genial! Muy divertida y, al igual que Sara, tiene un cuerpo y una cara de escándalo. Impresionante. Alta, rubia, con ojos azules y cuerpo de modelo. Es modelo. Demasiado delgada para mi gusto. Creo que yo soy la única normal de nuestro pequeño grupo. Un metro setenta, pelo castaño, ojos verdes, tez morena y sin muchas curvas, a excepción de mis pechos que, aunque no llegan a ser excesivos, tampoco son pequeños. Esa soy yo. Y un poco seca. No me gustan mucho las personas. Supongo que son las experiencias las que me han hecho desconfiar del ser humano. No sólo desconfío, además creo que el concepto humano no es el que mejor nos define.

Ya los cuatro en el coche, Sara empieza a contarles lo poco que nos acordamos de la noche anterior. Lo poco o nada. Eso me hace recordar que aún no sabemos cómo volvimos a casa anoche. La oscuridad del coche hace que asome un fugaz recuerdo. Cruza mi mente un leve olor a cuero y visualizo por unos segundos unos asientos oscuros... Sara inconsciente a mi lado... y unos ojos azules clavados en los míos.... Se me ponen los vellos de punta..., son intensos..., me darían miedo si no me excitaran tanto. Esa sensación dura solo un momento, pero tan intensa que me recorre todo el cuerpo.

—¡Dani, Dani! —me despierta Roberto de mi ensimismamiento—, hemos llegado. Baja con cuidado. El suelo está muy húmedo. No sé por qué os ponéis esos tacones. Nunca entenderé a las mujeres —me ayuda a salir del coche dándome la mano.

Roberto, ese amigo genial que toda chica desea tener, te cuida y te respeta, te escucha cuando lo necesitas y te mima más a menudo de lo que mereces. No es gay, si lo estáis pensando, ni siquiera lo parece. Para no desentonar con las dos modelos de Victoria's Secret que tengo al lado, tiene el cuerpo muy definido, debe medir casi el metro noventa, ojos color miel y un pelo rubio alborotado que lo hace parecer un chico malo. Fotógrafo, pero hace las veces de modelo cuando la oportunidad se presenta y le pagan bien. Además, también escribe para varias revistas culturales. Él me consiguió el trabajo en la galería. Ese que tanto me gusta y me da de comer. Piensa que debería pintar, no vender arte, pero todo llegará. Aún no estoy preparada para que el mundo vea mi trabajo, bueno, para eso y para escuchar una mala crítica. Sólo me falta mi hermano diciéndome: "Ya te lo dije, debiste estudiar Derecho, o Empresa, yo te hubiera dado trabajo, o te hubiera recomendado, pero decidiste estudiar Bellas Artes". Parece que lo estoy escuchando ahora mismo. Espera, no es mi imaginación, lo estoy escuchando ahora mismo.

Miro hacia la puerta del restaurante en el que tenemos reserva y lo veo.

—Qué bueno está tu hermano. Me lo follaría hasta matarlo —suelta Sara.

—No seas loba y deja un poco para las demás. Yo me lo tiraría ahora mismo, aquí, en medio de la calle. —Dice Sofía como si fuera lo más normal del mundo.

—Tranquila, nos lo tiramos las dos a la vez. Seguro que no pone ningún inconveniente. —Rompen en carcajadas.

Me consta que son capaces de hacerlo. Lo de follárselo en medio de la calle no estoy segura, pero lo de tirarse a un tío las dos a la vez, ya lo he vivido, en vivo y en directo. Más o menos como lo de esta mañana.

Al escuchar las carcajadas, mi hermano mira hacia nuestro grupo, me ve y viene hacia nosotros. Me da un beso en la mejilla.

—Hola, Dani. Buenas noches, chicas —les sonríe—. ¿Qué tal, Roberto? —le tiende la mano—. ¿Qué haces aquí? —se dirige a mí otra vez. Me aparta un poco del grupo para conseguir algo de privacidad. Mientras hablamos, he de contener la risa porque la jauría que hemos dejado, justo a la espalda de Fernando, está que se sale y sólo les falta meterle mano.

—Vengo a cenar —me pongo seria—. Igual que tú. Roberto ha reservado —le digo un poco a la defensiva porque sé que cree que este sitio es demasiado caro para mí.

—No hace falta que tengas aquí una de tus pataletas... —me doy la vuelta para irme, pero me coge del brazo—. Vale, perdona. No te pongas así —mira su reloj—. Tengo que dejarte. He de entrar, llego bastante tarde y este cabrón retorcido... —dice más para sí que para mí, pero he decidido que voy a picarle.

—¡Ah!, has quedado con el cabrón retorcido del que me has hablado, ¿cuál es el problema? ¿Te has encontrado con la horma de tu zapato? —cruzo los brazos.

—No te pases..., es complicado. Debo entrar —vuelve a mirar su reloj—, no me conviene cerrar este trato habiéndolo mosqueado.

Me da un beso en la mejilla y se aleja adentrándose en el local.

—Hasta luego, chicas —se despide de mis amigas obsequiándolas con su sonrisa de cerrar tratos, y no todos laborales. Qué cabrón, cómo sabe ganarse a la gente. Al fin y al cabo, forma parte de su trabajo.

Entramos en The Paris y lo encontramos repleto de gente. Todos vestidos con elegancia. Tenemos que esperar en la barra y allí nos tomamos unas copas mientras aguardamos mesa. Siempre he creído que lo de reservar implicaba no tener que esperar, pero esa regla aquí no cuenta. Cuando nos informan de que la mesa ya está preparada y nos acompañan a ella, yo llevo tres copas y media de vino. No me cuesta andar por esos pasillos estrechos, pero tampoco es coser y cantar. Roberto me da la mano.

Nos acomodan en una mesa pequeña, al fondo de la primera sala. Existe otra contigua mucho más exclusiva y tranquila donde debe cenar Fernando. No lo he visto desde que hemos entrado. Pedimos la comida y otra botella de vino. A la media hora no cantamos 'María, la portuguesa' porque no es sitio ni lugar, pero ganas no nos faltan. Cinco copas de vino después, necesito ir al baño. El lugar está un poco lejos, por eso llevo aguantando desde que nos sentamos, pero ya no puedo aplazarlo más, necesito ir, o esto va a parecer una comedia deplorable con un final muy poco digno. Me levanto y siento un poco de mareo. La jauría se ríe y Roberto se ofrece a acompañarme, pero le indico que no hace falta, sólo ha sido un traspiés.

—Estoy bien. No te preocupes. Necesito descargar —le digo agarrando sus hombros y pegando mi cara a su oreja, bajito y riéndome. Él me acaricia el hombro y posa su mano sobre mí.

De repente, siento un cosquilleo en el cuello junto a la nuca, baja hacia mi estómago y se instala allí. Es instantáneo. Miro hacia atrás y no veo a nadie observándome, pero tengo la sensación de que alguien está detrás.

Le doy un beso a Roberto en la mejilla y desaparezco de la sala. Me parece poco posible llegar a mi destino sin dar un tropezón o un batacazo haciendo el ridículo. Sería fácil montar un circo en esta pijada de restaurante, en realidad me divertiría un mogollón. Podría caerme a conciencia. Valdría la pena ver la cara de Fernando al advertir que su hermana ha perdido totalmente los papeles en un sitio donde deben conocerlo muy bien.

«No digas tonterías, Dani».

Estupendo, llego sin problemas. Miro hacia atrás antes de entrar, me agarro al pomo de la puerta y compruebo que nadie se ha percatado de las dos veces que casi beso el suelo. Nadie se fija en mí, aunque durante todo el trayecto me ha acompañado la rara sensación de que me vigilaban.

Entro en el baño, lujoso y sobrado de espacio. A mi izquierda, un lavabo de mármol con dos pilas y grifos dorados. A mi derecha, tres puertas esconden los retretes. Entro en una de ellas y hago lo que he venido a hacer. Me quedo bastante más tranquila. Salgo, me lavo las manos, me (des)peino un poco y me vuelvo a pintar los labios. Contemplo mi imagen reflejada en el espejo. No estoy nada mal. El negro siempre me ha sentado bien. Hoy tengo el guapo subido. Tomo clara conciencia de que, no obstante, la falda quizá peque de corta. Tiro en vano de ella hacia abajo, no se puede sacar de donde no hay.

—La tela no va a ceder. —Escucho una voz grave y profunda que, inexplicablemente, me hace estremecer.

Miro hacia ese rugido y me encuentro a un tipo con cara de enfadado y apretando los puños. ¿Perdona? Un momento, ¿quién coño es este tío borde?, ¿qué le importa lo que lleve puesto?, ¿y qué cojones hace en el baño de señoras? Me ha leído el pensamiento porque sigue:

—El baño es unisex. —Su voz aparenta más bien una amenaza. Señala el cartel que lo indica sin dejar de mirarme. Su semblante serio me estremece. Lo juzgaría un tío que quita el hipo, macizo más que bueno, si no me cayera tan mal, así sin conocernos. Pero, madre mía, cómo le queda el traje, esos brazos torneados, esos labios carnosos, esa mirada azulada...

«¡Frena, Dani, que te embalas!».

Enfadada conmigo misma y por la reacción de mi cuerpo, opto por pasar de él y ni le contesto. Recojo mi mini bolso de Tous de la encimera, me hago la digna y salgo del baño sin mirar atrás. Sólo he recorrido un par de metros y, aún en el pasillo que separa el baño de las salas, el engreído me coge del codo y tira de mí. Me giro enfadada y le grito sin contenerme:

—Oye, no me toques, ¿quién te crees que eres?

No dice nada. Cada vez está más... ¿molesto? Sólo pasa un segundo, pero siento cómo intenta serenarse. Y, sin soltarme, baja acariciando la piel de mi brazo hasta rodear mi muñeca, me abre la mano y posa sobre ella el pintalabios que acabo de utilizar. En ese momento, algún tipo de electricidad recorre mi brazo hasta el estómago y de ahí baja a lo más profundo de mi ser. Sin soltarme, atrapa mi mirada y juraría que él siente el mismo latigazo que yo. Sus ojos vidriosos, su respiración y la manera de dejarse caer sobre una de sus piernas me lo confirman. Nos mantenemos así unos breves segundos hasta que decido que ya es suficiente y tiro de mi brazo para apartarme.

«¡Cabrón enchaquetado engreído!».

—Gracias —levanto la mano enseñando el pintalabios. Y giro sobre mi cuerpo rezando para no caerme mientras logro llegar a mi mesa.

—¿Qué te pasa? Parece que has visto un fantasma —me dice Sara con una sonrisa.

—Sí, un fantasma. Tú lo has dicho —y seguimos con nuestra cena, riéndonos de todo y de nada en particular.

Tras hora y media y dos botellas más de vino, terminamos de cenar y salimos de aquel sitio que me tenía un poco asfixiada. Al salir a la calle, vuelvo a reparar en Fernando, se acerca a mí y con desdén me apunta que ya he bebido suficiente.

—No, sólo un poco. La noche es joven y tú deberías serlo también —contesto.

—Por favor, compórtate un momento, voy a presentarte a... —y aparece ante mí el cabrón engreído enchaquetado de hace un rato que me mira con gesto serio.

—Dani, él es Alejandro Fernández. Alejandro, te presento a mi hermana pequeña, Daniel.

—Dani. Encantada de cono... cerle.

Al darnos la mano vuelve a recorrerme la electricidad de hace un rato y los dos nos soltamos ante tal descarga de energía.

—El placer es mío —dice secamente.

Nos quedamos en silencio y mi hermano salva la situación sin proponérselo despidiéndose de mí. El hombre de metro noventa, perfectamente ataviado, de ojos azules y cuerpo de escándalo, me mira sin disimulo. Me siento una niñata que no sabe manejar la situación. Se da media vuelta y yo me quedo sin saber qué coño ha pasado.

3

EN LOS BRAZOS DE MORFEO

Nueve años atrás.

Facultad de Bellas Artes.

Dos semanas en la facultad y aún no acierto con el horario de las asignaturas y mucho menos dónde se ubican las clases. Estoy bastante perdida. Por eso hoy he decidido levantarme más temprano y no llegar tarde, pero de nada me ha servido. Ahora mismo corro por un pasillo sin saber si es el adecuado. Freno en seco en cuanto leo «Sociología de la Comunicación» en un cartelito marrón con letras blancas. Presumo de atinar con la puerta. La abro con cuidado y, sin hacer mucho ruido, me deslizo hacia la última fila intentando no llamar demasiado la atención, pero fracaso estrepitosamente en mi propósito. Tropiezo con el bolso que alguien ha dejado en el suelo y pido perdón bastante ruborizada. El calor se apodera de mi rostro.

Mientras me siento, escucho a lo lejos:

—Vuelve a llegar tarde, señorita...

—Sánchez —concluyo—. Disculpe, no volverá a ocurrir.

Mal empezamos. Esto no puede terminar bien. Giro la cabeza hacia mi derecha y me están observando los ojos más negros y profundos que he visto en mi vida. Sin bajar la vista hacia su boca, su mirada me hace entender que se está riendo... de... ¿mí?

—¿Qué te hace tanta gracia? —susurro.

El dueño del regazo sobre el que he caído no contesta, vuelve a sonreír y gira la cabeza. Pasa de mí.

¡Será imbécil…!

«Estupendo, te has sentado al lado del simpático de la clase», me dice mi subconsciente.

El profesor habla sobre la estructura de la parte general, el aspecto más común de la comunicación. Intento atender y escuchar, pero el dueño de esos labios me tiene obnubilada, son carnosos, rosados..., deben de ser dulces y caramelizados. Posee una mandíbula cuadrada, pelo castaño, ojos negros... Si a esta cara le acompaña un buen culo..., ¡me lo quedo! Como diría Marta, mi compañera de juergas del instituto a la que no veo desde hace más de dos meses, está de «coge pan y moja». Y huele a hierba fresca y frutas del bosque..., a mermelada…

«Es imbécil... Pero cómo será besarlo...».

Cuando me doy cuenta, ha terminado la clase y espero que todos se marchen para poder disculparme con el profesor. Aprovecho para visualizar si mi nuevo no-amigo tiene el culo que me imagino. Y... efectivamente, lo tiene. ¡Madre mía! El muchacho es una escultura griega; la espalda cuadrada, cintura estrecha, piernas torneadas... Con la boca abierta, se me cae la baba. Me obligo a espabilar antes de que el profesor Ramírez se vaya de la sala. Me levanto y le pido disculpas prometiéndole que no volverá a ocurrir.

Hoy no me da tiempo de volver para comer en el piso compartido donde vivo, así que decido quedarme en la facultad y estudiar un rato antes de la siguiente clase por la tarde. Me compro un sándwich y una botella de agua en la cafetería y me tumbo en el césped bajo un árbol. Estamos en el mes de octubre y todavía hace una temperatura maravillosa. Como siempre, me pongo a leer una novela romántica y así desconecto un poco de todo.

Respiro tumbada boca arriba, con mis Ray-Ban puestas, escuchando Story de Maroon 5 en mi iPod y los pies descalzos sobre la hierba. La sombra fresca de la arboleda me baña el cuerpo entero.

¡Qué tranquilidad...!

En ese momento alguien se sienta a mi lado y me pregunta por lo que leo. No lo escucho. No lo siento.

Al instante siguiente, esa misma persona, tira del cable de mis cascos y me llevo un susto de muerte.

—Pero, ¿de qué vas? —le digo con mala cara.

—¿Qué lees? —pregunta sin preocuparse.

—Y tú eres...

—Álvaro.

—Y te sientas a mi lado porque...

—Nos conocemos de clase.

—No nos conocemos. Es más, creo que te reías de mí.

—Veo que me recuerdas. Algo es algo —sonríe.

—Atrévete a quererme.

—¿Qué? —pregunta totalmente desconcertado.

—'Atrévete a quererme'. Es el libro que estoy leyendo.

Nos quedamos unos breves segundos en silencio mirándonos, se recuesta a mi lado, se pone su iPod y cierra los ojos. ¡Y vuelve a pasar de mí! No hay quien entienda a los tíos. No es que tenga mucha experiencia con ellos, pero los odio. Me quedo observándolo y decido no pensar demasiado. Hago lo mismo, me tumbo, cierro los ojos y, escuchando música, me quedo un poco traspuesta.

Al cabo de un rato, abro los ojos y miro hacia donde estaba mi nuevo amigo imbécil y grosero, pero se ha evaporado. Recojo todo y vuelvo a clase. De camino a mi destino, caigo en la cuenta de que me falta la novela. Vuelvo sobre mis pasos unos metros para recogerla, me la he debido dejar tirada en el césped, pero freno en seco porque creo saber quién se la ha llevado prestada.

*******

Actualidad.

Bailamos en el Club Adara. Me muevo demasiado con estos zapatos… y bebemos en exceso…, desfasando. Otra vez.

No sé muy bien dónde está Sara. Desapareció con un tipo hace más de una hora. No pude ver de quién se trataba. Roberto y Sofía brincan a mi alrededor como si el mundo fuera a acabar mañana.

Empieza una canción bastante sensual para el ritmo que llevamos y quiero ir a sentarme, pero Roberto cree que no es buena idea, me coge de la cintura, me aprieta contra él y comienza a movernos de una manera muy erótica. Casi prohibida. «¡Ay, Robertito, no me hagas esto que hace mucho que no pillo cacho!». Mi amigo empieza a darme suaves besos por el cuello, sube hacia mi oreja izquierda y, cuando me quiero dar cuenta, me está metiendo la lengua hasta la garganta.

Joder.

Joder.

Joder.

Bien aprisionada entre sus dos grandes manos y tan pegada a él..., que siento cómo sus partes íntimas cobran vida propia.

Vale, yo no le pongo impedimento alguno, lo dejo hacer. No sé muy bien por qué, pero esta noche necesito cariño, mucho cariño. Juro por las plataformas de Lady Gaga que jamás con anterioridad había intentado nada conmigo, ni siquiera se me había insinuado. Esto tiene que parar..., pero... ¿por qué? Me encuentro tan calentita y a gusto entre sus manos..., besa tan bien..., tiene unos pectorales tan... duros…

Enredo mis dedos en su pelo, lo despeino mientras nos besamos hasta que Sofía se da cuenta de la situación y empieza a gritar que qué cojones estamos haciendo. Nos separamos sonriendo, me paso el dedo pulgar por el labio inferior y Roberto sólo acierta a decir que lo siente.

—¡No lo sientas, joder! ¡Qué bien besas!

Y los tres nos partimos de risa.

Seguimos bailando rodeados de gente que mueven sus cuerpos desinhibidos. Una pareja de tres a mi lado, dos chicos y una chica, deberían buscar un sitio más tranquilo para terminar lo que han empezado.

El club Adara es inmenso, una gran sala con cuatro barras que rodean una increíble pista de baile de tres alturas. Gogós por todos lados subidos en jaulas, salas vips y reservados que cuelgan en alto desde donde se ve toda la discoteca. Cinco modernas lámparas de lágrimas negras y dos metros de largo, a juego con las cortinas negras y doradas que separan tres estancias, le dan un halo de sobriedad y elegancia al club. Por algo es el más conocido de todo el país. Cuatro canciones después, decido ir a la barra más cercana a por algo de beber. Durante todo el trayecto repito en mi cabeza una y otra vez que voy a pedir agua.

Agua. Agua. Voy a pedir AGUA.

—Un gin-tonic, por favor.

«Tócate el coño, Dani».

Pero no rectifico.

Mientras espero que me pongan la bebida, vuelvo a notar ese cosquilleo en la zona baja de la nuca y un escalofrío me recorre la piel.

—Ese gin-tonic está de más, ¿no cree, señorita? —me advierten al oído.

Giro la cabeza y a medio metro de mí se encuentra el dueño de los ojos más azules e intensos que he tenido el placer de admirar. «El cabrón engreído enchaquetado», pienso. ¡Mierda! A lo mejor está aquí Fernando, el que faltaba para un fin de fiesta apoteósico.

Nos quedamos mirándonos y ni siquiera sonríe. Qué coño hace aquí. No pega nada en este sitio. Divago. Chaqueta y corbata no es la ropa que el protocolo indica para estos casos, pero qué bien le sienta. Qué bueno está y cómo tiene que ser en la cama ¡Un animal!

«¡Céntrate, Dani, por dios!».

Sigo divagando. Pero qué me pasa hoy. Este hombre no me gusta lo más mínimo. Necesito echar un polvo, o mejor dos. Con él. Tiene que ser una bestia en la cama, y en el sofá́, y en el coche, y en la ducha... Este aguanta por lo menos tres asaltos.

«Céntrate. Céntrate... ¡Céntrate, ya!».

Intento ser educada.

—Hola, señor... como se llame. Si a usted no le importa, y seguro que no porque, entre otras cosas, no nos conocemos de nada, voy a beber lo que desee, o mi cuerpo aguante...

—Tu cuerpo no aguanta más —me corta.

—Claro que sí, no sabes tú —hasta aquí ha llegado mi educación— lo que este cuerpecito es capaz de aguantar —le suelto contoneándome.

¡Uy! Que me caigo… Vale, estoy flirteando, cosa que no se me da muy bien. Y borracha perdida aún menos. Me agarro a la barra y me sonrojo. Lo admito, lo he dicho con toda la intención, no me importaría que este adonis me lleve al límite, que compruebe lo que mi organismo es capaz de soportar.

—Dile a tus amigos que te vas. Te voy a llevar a casa —dice con cara de "te estoy perdonando la vida y no te das cuenta".

Muy bien. Se acabaron las tonterías. No lo conozco de nada y, aunque no me importaría verlo desnudo, no tiene por qué decirme todas estas cosas. A lo mejor lo ha enviado Fernando. Mi hermano es tan retorcido como para hacer algo así.

—Tu copa, guapa —dice la camarera. Saco la cartera de mi bolsito, pago la bebida, me doy media vuelta y me voy. Espero no verlo más..., a no ser que sea quitándose la ropa frente a mí, claro. En ese caso puedo hacer una excepción.

«Creo que has bebido demasiado».

Yo también lo creo.

Llego donde bailan todos y Sara ha vuelto a unirse a la fiesta. Aunque fiesta la que se habrá tirado en alguna esquina del local. No puedo imaginarme quién puede ser el afortunado. Pero me intriga ese halo de misterio con el que trata el tema. Seguro que lo conozco.

Seguimos bailando y Roberto vuelve a sobarme. Me da igual. Lo dejo. Yo también quiero jolgorio en alguna esquina oscura del club. Podría ser un buen final para esta noche. Pero voy a ser sincera. Tampoco recuerdo el final de esta noche de fiesta.

Intento abrir un ojo y después otro, pero los vuelvo a cerrar de golpe porque la luz que entra por el gran ventanal de mi habitación quiere dejarme ciega, la muy hijaputa. Me tapo la cabeza con la almohada y vuelvo a escuchar ruidos en la habitación de esa mala amiga que ayer me prometió que no se traería nadie a casa. Por los colosales gruñidos debe estar echando el polvo del siglo. Esta vez tiran el tabique que nos separa si no terminan pronto. No exagero, la lámpara del techo se mueve como si fuera el camarote de un crucero en medio de una tormenta descomunal.

Bostezo y trato de levantarme. Un momento. Me miro. Estoy en pijama.

Si no recuerdo cómo conseguí llegar a casa, cómo pude ponerme el pijama. Siempre me despierto sobre la cama revuelta y con la ropa del día anterior, oliendo a alcohol y muerta del asco. Esta vez no es así. Qué raro. Cómo conseguiría hacerlo yo sola, porque estoy sola, ¿no? Miro a mi alrededor y me cercioro de que es así́. Compruebo que debajo de la cama no hay nadie escondido. Cosas más raras me he encontrado ahí debajo.

Me encamino a la ducha y me doy un baño de agua caliente que dura más de lo necesario. O no, según como se mire. Me pongo un chándal y me dirijo a la cocina. Esta vez no hay sorpresas. No veo culos de premios internacionales que me miran con un solo ojo, ni tríos mañaneros sobre el sofá.

Me tomo el café leyendo las noticias en mi iPhone y decididamente llego a la conclusión de que al mundo se le ha ido la olla.

—Buenos días, amor —me besa Sara en la mejilla—. ¿Dónde está tu hombre? —¿Me lo dice a mí? Miro a mi alrededor, sin embargo llego a la conclusión de que habla conmigo, no hay nadie más en la habitación.

—¿A quién te refieres? ¡Mierda! —se me cae el alma a los pies, la he cagado pero bien—. Me he acostado con Roberto. No, no, no, no... —me tapo la cara y gimoteo.

Tierra trágame y no me escupas nunca.

—Tranquila, os devorasteis en medio de la pista, pero no. Me refiero al tío bueno con cara de perdonavidas que anoche nos trajo a casa y a ti, señorita, te metió en la cama —me señala con un dedo.

Qué cojones hice anoche. Y por qué Sara lo recuerda y yo no.

—Deja de fumar maría, te está afectando. Nadie me acompañó anoche. Me acordaría —o eso creo.

Sale de la cocina con dos cafés, uno en cada mano, y me deja sin saber nada más. Le chillo y ordeno a voces que vuelva, pero ella tiene mejores planes en la habitación del placer que disipar mis lagunas.

Vuelvo a leer las noticias en el móvil y me doy cuenta de que tengo dos mensajes de WhatsApp y un mensaje de texto. Miro antes los WhatsApp.

El primero es de Jose pidiéndome que lo llame. Sí, un día de estos. El segundo son muchas caritas preocupadas acompañadas a una frase: "Lo siento, se me fue de las manos. Espero que me sigas queriendo".

Le contesto: "No te preocupes, Roberto, los dos somos culpables. Besas muy bien". Lo acompaño de una sonrisa enorme y un guiño de ojos. No le voy a dar importancia.

Me voy a la cama, me tiro sobre ella y leo el mensaje de texto.

De Alex.

Hoy a las 13:31 a. m.:

"Dos noches seguidas. Eres una irresponsable. Anoche te podían haber violado y hoy no te acordarías. Esto tiene que acabar. Supongo que tampoco recordarás que hoy te recojo a las seis en punto de la tarde. Que te sirva de recordatorio".

"Supongo que tampoco recordarás...", ¿es que tengo que acordarme de algo? Vuelvo a mirar el remitente. Esto lleva la firma de Fernando. Pero no. Es de Alex. Pero, ¿Quién coño es ALEX? Esto me está sacando de mis casillas. Parece que sabe de mi vida más que yo y se cree mi padre. Va listo si piensa que voy a quedar con él: ¡Vete a la mierda!, chillo al móvil.

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