Читать книгу Trilogía completa "Un gin-tonic, por favor" - Estrella Correa - Страница 7

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NUNCA DUERMAS CON EXTRAÑOS

Nueve años antes.

Facultad de Bellas Artes.

Paseo por el pasillo que conduce a la biblioteca cantando en silencio la canción que reproduce mi iPod, Bed of Roses de Bon Jovi. No hay mucha gente, aún queda bastante para los exámenes y es viernes por la tarde, debe haber sólo bichos raros. Yo tampoco estaría aquí si no necesitara un libro con urgencia. Llevo muy retrasado el trabajo de Dibujo Técnico Medieval y no quiero dejarlo por más tiempo.

Rodeo una estantería donde debe estar el libro que busco y a lo lejos observo sentado en una de las sillas al imbécil que me robó la novela. Debería ignorarlo, pero me doy cuenta de que la lee en este momento, así que decido hacerme la valiente e ir a pedirle cordialmente que me la devuelva.

Le doy un toquecito en el hombro.

—¿La has terminado ya? —susurro, estamos en una sala donde la gente viene a estudiar. Me mira y levanta levemente la comisura del labio.

—¿Te gusta? —pregunto.

Me escanea con la mirada de arriba a bajo y dice con una media sonrisa:

—Mucho.

—La novela —concreto.

—A eso me refiero.

Me pongo colorada al instante, se la quito de las manos y comienzo a caminar por el pasillo dirección «yo no sé dónde» cuando me coge de la cintura, me da media vuelta y me aprisiona contra una de las estanterías. Tengo su boca a dos centímetros de mi frente, baja la cabeza mirándome los labios y me doy cuenta de que contengo la respiración.

«Respira que te ahogas, idiota».

—Aún no he terminado. —Susurra.

—Yo... creí... —Digo con voz chillona.

Posa dos de sus dedos sobre mis labios haciéndome callar.

—Sshh, no queremos molestar. —Vuelve a susurrar.

Me quedo petrificada, sin embargo, mis piernas están a punto de flaquear. Me arde el estómago y las mejillas, y las manos me comienzan a sudar. Se acerca a mí poco a poco y siento que me va a besar. Cierro los ojos, abro un poco los labios para recibirlo y mi respiración se acelera tanto que parece un coche de carreras. Al segundo siguiente, tira de mi mano, me quita el libro y se aleja sin ni siquiera mirar atrás.

«Será cabrón».

Me repongo, encuentro el libro que he venido a buscar y salgo de ese lugar lleno de aire enrarecido. Empujo la puerta y el sol, aún en lo alto, me deslumbra. Guiño los ojos y, cuando los abro, lo tengo delante de mí, subido en un coche con la ventanilla bajada.

—Sube. —Ordena con una sonrisa torcida. Ni siquiera me mira.

—No. —Está loco si piensa que voy a hacer lo que me pide.

—Sube. —Baja un poco las gafas de sol Ray–Ban, lo justo para que le vea los ojos.

—Ni de coña. —Me cruzo de brazos.

—Sube. —Repite.

—Tú eres bipolar, ¿no?

Sonríe. Sonrío. Y subo.

Y ese fue el principio del fin.

Paramos ante un bloque de pisos muy moderno y suntuoso. Estoy un poco nerviosa. ¿Esta es su casa? ¿Por qué hemos venido aquí? Me empiezan a sudar las manos.

—Tranquila, sólo vamos a hacer tu trabajo de Dibujo Técnico Medieval. —Pienso que algunas veces soy un libro abierto.

Se me escapa un «Oh…» de entre los labios que suena a decepción.

Bajamos del coche, cruzamos la calle y nos adentramos en el edificio. Subimos en el ascensor un montón de plantas hasta llegar a un piso impresionante. Ninguno de los dos ha hablado por el camino. El ático tiene ventanales que van del techo hasta el suelo desde donde se ve casi toda la ciudad. Está inspirado en el París de los cincuenta, pero a la vez moderno y funcional. Todo en preciosos tonos grises y blancos.

—No flipes demasiado. Pertenece a mis padres. Lo ocupo hasta que pueda valerme por mí mismo —hasta ahora no se ha quitado las gafas de sol—. Antes lo utilizó mi hermano. Se fue al extranjero cuando se graduó y ahora me toca a mí disfrutarlo —me guiña un ojo.

Suspiro.

Yo disfrutaría mordiéndote esos labios.

—Pasa, siéntate, ponte cómoda, ahora vuelvo. —Desaparece entre una de las puertas que hay en el pasillo.

Al cabo de un momento aparece con un pantalón de chándal y una camiseta sin mangas. Está buenísimo.

—Espero que no te importe —se encoge de hombros.

No contesto.

«Cierra la boca, por dios. No es momento de decir ninguna tontería».

—¿Quieres tomar algo?

A ti..., a tus labios.

Carraspeo.

—Agua, por favor.

Aparece con dos botellas y se sienta a mi lado. Demasiado cerca. Huele de maravilla. Me ofrece, bebo y, temblando, la dejo sobre la mesa. Tuerce el gesto en una media sonrisa fingiendo que no se ha dado cuenta de lo nerviosa que estoy.

—¿Empezamos?

«¿A besarnos?», estoy a punto de preguntar. Por fortuna no lo hago y dejo la boquita cerrada.

Tras dos horas debatiendo y escribiendo sobre el estilo técnico en el medievo y convenciéndome a mí misma de que abalanzarme sobre él no es buena idea, decidimos pedir pizza y cenar algo. Son casi las diez de la noche y, si soy sincera, no como nada desde la una de la tarde.

—Pues sí que tenías hambre. —Sonríe al ver que me he zampado más de media pizza yo sola.

Me encojo de hombros, me pongo colorada y trato de ocultarlo.

—Me encantan tus mejillas sonrosadas. La primera vez que las vi te habías caído en mi regazo.

—Lo siento. La culpa fue de la mochila.

—Yo diría que fue gracias a ella. —Me guiña un ojo y sigue comiendo.

Terminamos de cenar. Hablamos. Nos reímos. Y... Me despierto relajada, oliendo a mermelada de frutas y sintiendo un calor muy satisfactorio alrededor del cuerpo. No me lo puedo creer. Nos hemos quedado dormidos en el sofá. Intento moverme, pero dos brazos me rodean y me aprietan con fuerza pegando su pecho a mi espalda. Me empiezo a poner nerviosa, es una situación un poco embarazosa.

—Álvaro..., Álvaro..., despierta. —Susurro moviéndome un poco.

—Mmmm —me abraza más fuerte.

Vuelvo a intentar soltarme, pero es imposible. Miro el reloj de diseño bizantino que cuelga sobre la pared. Las cuatro y veinte de la mañana. Muchas personas me considerarán una fresca, pero decido volver a dormirme entre esos robustos brazos y mañana que el sol salga por donde quiera.

*******

Actualidad.

Las cinco de la tarde.

No sé si empezar a ponerme nerviosa.

Le he contado a Sara mi cita de esta tarde y se ha partido de risa. Yo me he enfadado mucho. Ese tal Alex puede ser un asesino en serie, o un violador de Danis. Al final Fernando se sale con la suya y me encuentran en un cubo de basura. Descuartizada y quemada. Me doy pena.

—No seas tan dramática, vamos a darle una oportunidad. A lo mejor es un dios griego multimillonario que se enamora de ti y te lleva todas las noches al séptimo cielo —dice haciendo aspavientos—. Claro que también podría ser un friki de esos amigos tuyos que visitan la galería de arte, con gafas, bigote, traje gris triste y corbata azul salpicada de salsa verde.

—Muy graciosa. Mariano es muy majo —me parto de risa.

—Anda, dúchate. Después te vestimos. Si nos agrada, le abrimos y lo dejamos pasar. Si no nos gusta, le digo que lo sientes mucho, pero que hace unos meses solicitaste un voluntariado para hacer pozos de agua potable en pueblos indígenas y que hoy mismo te han llamado de Guinea Ecuatorial.

Nos descuajaringamos con las risotadas.

No sé qué haría sin ella. Hace tiempo perdí la confianza en la personas. Me llevé un par de meses casi sin hablar con nadie. Hasta que conocí a Sara. Me hizo comprender que todas las personas no son iguales y que no debo cerrarme al mundo. No le doy las gracias todo lo que debiera. Este es un momento como otro cualquiera, así que me tiro sobre ella, la abrazo y me la como a besos. Las dos rodamos por la alfombra.

—Te quiero, te quiero, te quiero.

Suena el teléfono y descuelgo sin mirar, todavía recuperándome del esfuerzo.

—¿Si?

—No me cuelgues.

—Treinta segundos —apunto seria.

Me pongo de pie.

—Lo siento. Creí que sólo éramos amigos. Dejaste bien claro que no teníamos nada serio.

—Y no lo teníamos, Jose. Deja de culparte por ello. Pero no quiero volver a verte. Hazme un favor y olvídate de mí.

—Yo sólo...

—Tú sólo te tiraste a otra —lo corto.

—Pero...

—¡Pero nada, joder! Éramos amigos. Cuando te conocí, te pedí sinceridad. Yo fui sincera contigo. No pedí exclusividad, pedí respeto.

Silencio.

—Olvídalo. Pasamos un buen rato. Lo pasamos bien.

—No me eches de tu vida, Dani...

—Te has ido tú. No me hagas responsable de tus actos —y cuelgo.

Hace mucho tiempo decidí que no volverían a hacerme daño y, aunque no siempre lo consigo, intento que no me afecten demasiado las cosas. Para ello tengo una pócima mágica, es una mezcla de no dejar entrar a nadie nuevo en mi vida, desconfianza, no esperar nada de nadie y, la más importante, que le den por culo a todo dios.

Conocí a Jose tres meses atrás. Hasta hace unas semanas nos acostábamos cuando nos venía en ganas, pero una noche decidió tirarse a una rubia con tetas de goma y labios llenos de bótox en el baño de un bar mientras yo pedía nuestras copas. Eso no se hace. Entendámonos. No acordamos exclusividad, pero, ¡coño!, ¡un poco de respeto en esta puta vida! Después de follarse a la tía, viene y me besa como si nada, pero, como soy muy viva, se lo noté en la mirada. En eso y en que olía a sexo, estaba despeinado, tenía el cuello lleno de carmín y la bragueta bajada. ¡Ah! y en que la rubia había salido tras él del baño y nos miraba con una cara mezcla de satisfacción y burla. Blanco y en botella.

Hay que ser gilipollas. Es un hombre, sólo digo eso.

Le di un guantazo. Creo que aún tiene mi mano señalada en la cara.

Que le den.

Y como tengo el corazón blindado, pues a otra cosa, mariposa.

A las cinco y media de la tarde mi «Club de la comedia» sigue sentado en la cocina trazando el plan.

—Vale, tú esperas en la habitación —me dice—. Yo abro la puerta —gesticula teatralmente—, si me doy cuenta de que es un loco asesino, se la cierro en las narices. Si empiezo a chillar, es que no me ha dado tiempo y está intentando matarme. En este caso, sales con el espray de pimienta y le rocías la cara con él. Si es un friki de la galería, le doy las gracias por venir y le digo que estás enferma. Si es un dios griego —enfatiza—, ¡oh! ¡dios mío! y espero que lo sea, le digo que pase, le ofrezco algo de beber y que espere en el salón mientras voy a darte la enhorabuena por la suerte que tienes, zorra —sonríe.

—Perfecto, no hay ningún fleco suelto.

Me sudan las manos. Llevo puesto un vaquero azul roto por las rodillas, unas Nike Crossfit blancas, una camiseta gris con el cuello caído hacia un lado en la que pone con letras plateadas "J’aime l’art", una pañoleta gris oscuro y una chaqueta verde militar dos tallas más grande. El pelo liso en una cola alta informal y los labios pintados de burdeos mate. Me miro en el espejo, estoy perfecta, pero debería darme igual porque no sé ni con quién he quedado. Bueno, por si las moscas.

Miro el reloj. Las seis menos cinco de la tarde. Suspiro.

Me siento en la cama. Suspiro.

Miro mis zapatos. Me tiro de espaldas sobre el colchón. Suspiro.

Enciendo la pantalla del móvil. Las seis en punto. Me levanto de un salto. Me enfado.

Me enfado mucho. Y me digo a mí misma que ahora mismo voy a terminar con esta tontería. Ni una locura más. Ese tal Alex puede ser cualquiera, un psicópata asesino, por ejemplo. O puede ser una broma. Alguien que tiene un humor muy, pero que muy negro.

Se acabó. Freno en seco mis vueltas por la habitación y voy a girar el pomo cuando este se abre y veo la cara de sorpresa de Sara que con una sonrisa me dice:

—Opción c, el dios griego.

Salgo despacio y me dirijo al salón. Sara viene detrás. Casi no hacemos ruido al andar. Al llegar, no veo a nadie en él. Giro el cuello ciento ochenta grados y junto a la ventana observo a una persona de pie mirando a través de ella. Debe medir al menos un metro noventa, la espalda ancha, hombros y brazos robustos, culo de impresión, piernas atléticas... «Madre mía, el dios griego. Si le acompaña la cara, me lo quedo!», pienso intentando disimular los nervios. Para mí es muy importante el tándem cara–culo, no es ningún secreto.

Como él no se percata de nuestra presencia y yo estoy petrificada, Sara decide tomar la iniciativa, carraspea y el dios griego se gira y atrapa mi mirada, penetrando hasta lo más profundo de mi ser. Me siento intimidada, casi violada, son sólo unos segundos, pero mi cuerpo se electrifica. Son los ojos más azules y excitantes que he visto nunca...

Espera, estos ojos los he visto yo antes...

—Dani —esa voz ronca…

Silencio.

Sara me da un pequeño empujón.

—Ho... hola..., señor Fernández.

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