Читать книгу Trilogía completa "Un gin-tonic, por favor" - Estrella Correa - Страница 18

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NO LO DIGAS

—¡Estás loco! ¡Loco! ¿Me has oído? —grito.

Alejandro tiene los nudillos llenos de sangre. Le acaba de dar un puñetazo a Jose en la cara y lo más probable es que le haya roto la nariz. Medio gimnasio está agolpado en la puerta viendo lo que ocurre. Qué vergüenza.

—¡Tú!, ¡tú me vuelves loco! —me apunta con el dedo—. Joder —se queja, abre y cierra la mano, le debe doler un poco.

—Te lo tienes merecido —doy la vuelta y me voy.

No puede pegarle un puñetazo a una persona porque esté hablando conmigo, resulta algo bastante irracional. Me está acusando de volverlo loco, ¿yo?, ¿a él? Me tiene mareada de dar vueltas. Tanta indecisión me tiene exhausta.

Ahora me acerco a ti.

Ahora me alejo.

Ahora te acerco.

Ahora te alejo.

Me posee con pasión diez veces en dos días y luego desaparece durante una semana. Soy una marioneta en sus manos. De esto es de lo que tengo que salir huyendo. Joder. Este hombre es bipolar.

Voy en dirección contraria a mi destino, pero ya encontraré la forma de volver cuando se haya ido. Me esconderé como una rata tras la esquina y, cuando lo pierda de vista, saldré de la alcantarilla y me iré a casa. Sí. Necesito irme a casa. Para escapar de él tengo que pasar por la puerta del gimnasio, por delante del club de fans que ha salido a ver el espectáculo. Los saludo con la cabeza, en esas estoy cuando Alejandro me levanta y, como si fuera un saco de patatas de un kilo y medio, me carga sobre su hombro derecho y me aleja de allí diciéndome que me calme. Pero si yo estoy muy calmada. Tú eres el descerebrado que ha aparecido de la nada, le ha dado un puñetazo a Jose y ahora me lleva en hombros por medio de la calle. Levanto la cabeza mientras nos marchamos y los espectadores se han quedado atónitos. Les digo adiós dramáticamente con la mano y me encojo de hombros. La función ha llegado a su final.

No llegamos a su coche ni a donde quisiera llevarme. Se adentra en un callejón estrecho, oscuro y desolado. Me deja en el suelo, me aprisiona contra la pared y se apodera de mi boca de manera urgente. Me está aplastando, pero reacciono besándolo como si se fuera a acabar el mundo al minuto siguiente. Me agarro a su cuello y lo acerco más a mí. La necesidad que tengo de él es tan intensa que hasta duele. Durante estos días no me he permitido pararme a pensar en cuánto lo necesito y lo echo de menos, pero este beso me confirma que la vida sin él jamás podrá ser igual.

Jadeo.

Gruñe.

Me muerde fuerte. Me hace daño.

Seguimos devorándonos y noto el sabor metálico de la sangre adentrándose en mis papilas gustativas. No puedo parar. Llevo anhelándolo toda la semana. ¡Toda la vida! Ahora mismo es como si no hubiera existido nadie antes que él. Una espiral de emociones se apodera de mi cuerpo y mi mente. Pero la irracionalidad sobresale entre ellas y me pide a gritos que no vuelva a alejarlo de mí, que no me separe de él jamás.

Una puerta se abre a nuestro lado y un hombre muy bajito y calvo sale de ella dando un portazo, bolsa de basura en mano. El ruido nos hace volver del planeta a cien años luz donde nos encontrábamos. Se separa de mí aún jadeando y tiene que agacharse para poder acompasar su respiración. Yo estoy apoyada aún sobre la pared que me aguanta y no me deja caer. Las piernas me tiemblan y mi pulso está tan acelerado que casi hiperventilo. Me agarro el pecho e intento tranquilizarme. Estoy a punto del desmayo. Esto, sumado a la sesión de yoga intenso y a los ocho kilómetros en la cinta, está pudiendo conmigo. Intento centrar mi mirada en un punto fijo, pero sólo veo lucecillas blancas. Mi cuerpo se relaja de repente y en una milésima de segundo lo veo todo negro. Lo último que recuerdo son sus manos agarrándome fuerte antes de que mi cuerpo toque el frío suelo.

Me despierto en su cama. Todo está oscuro, sólo me alumbra una pequeña lámpara encendida en la esquina más alejada de la habitación. Me muevo un poco y el motivo de mi desesperación se acerca a mí con cara de preocupación. Me besa la frente y me pregunta si estoy bien. Lo estoy. Todo ha sido causado por el estado de estrés de estas semanas. Mi cuerpo necesita un descanso. Me lo lleva pidiendo a gritos demasiados días.

—Estoy bien.

—No puedo alejarme de ti —dice con cara de culpabilidad, parece que le duele.

—No quiero que lo hagas. Sólo quería un poco de tiempo y tú... desapareciste —se aparta de mí y su semblante ahora es de derrota.

—No sabes lo que dices. Algún día..., pronto... me pedirás que me vaya.

No sé qué decir. Bueno, sí, me gustaría decirle que no voy a dejarlo marchar ni deseo que él lo haga. Que me he enamorado completamente de él y no quiero pasar más un día sin poder besarlo. Pero no se lo voy a decir. No estoy tan loca. No le descubriré mis sentimientos, no voy a exponerme tanto y tan rápido. Antes necesito saber qué es lo que siente él y qué es exactamente lo que quiere de mí.

—Vamos —me coge en brazos—, necesitas comer algo.

Me agarro a su cuello y apoyo la cabeza sobre su pecho. Este es mi lugar. Aquí es donde quiero pasar el resto de mis días.

Me deja sobre la mesa de la cocina y prepara un par de sándwiches. Me vuelve a coger en brazos, me lleva al salón y me posa sobre el sofá.

Cenamos en silencio. Ha puesto un poco de música y está consiguiendo que me relaje. Terminamos y me levanto a recoger los platos.

—Siéntate —me ordena—. Ya lo hago yo.

No voy a discutir con él. He aprendido que es mejor hacer lo que dice y no llevarle la contraria. Aunque una de mis mayores virtudes es desquiciarlo, hoy no es buen momento para retarlo.

Vuelve y se tumba a mi lado. Me pregunta si quiero ver una película y le digo que sí. No sé si la otra opción es llevarme a casa, no quiero arriesgarme, prefiero abrazarme a él durante una hora y media al menos. Después... ya veremos.

Me despierto de nuevo en su cama. Respiro profundamente y me desperezo. No he podido dormir mejor. Miro el reloj de la mesilla y son las diez de la mañana. He dormido de un tirón. Espera, hoy es viernes. Me levanto de la cama como si quemara y empiezo a ponerme los pantalones. Alex entra en la habitación recién duchado, vestido con unos vaqueros desgastados y una sudadera gris. Está descalzo. Es un dios. Mi dios.

—A dónde te crees que vas —esa frase se la he escuchado ya en varias ocasiones.

—A trabajar —sigo vistiéndome.

—Olvídate, anoche te desmayaste. No estás en condiciones de ir a ninguna parte —dictamina.

—Vale, mami —ironizo y me cuelo en el baño antes de que me atrape.

—¿Te i...pogta.. que... ee... lave... loo... di...e.. tez con tu... ce...i...llo? —consigo balbucir. Su cara desde la puerta lo dice todo, no me va a dejar marchar a ningún sitio. Escupo la crema.

—No me pongas esa cara. Necesito ir a trabajar. Tengo que pagar facturas —intento convencerlo. Su cara no cambia.

Bebo un sorbo de agua y vuelvo a escupir. Le sonrió de oreja a oreja, con exageración estudiada. Me siento como una adolescente pidiendo permiso para salir.

—Te espero en la cocina. Tienes que comer algo —dice y se va.

Vaya, parece que ha entrado en razón. Mis dotes de convicción son extraordinarias. Es otro de mis dones. Este lo acabo de descubrir. No me lo creo ni yo. De todas formas, decido no arriesgarme, así que, sigilosamente, descalza y con los zapatos en la mano, cruzo el salón de puntillas y me voy hacia la puerta. Misión: escapar de este antro de perversión que tanto me gusta. Giro el pomo, pero no se abre. Me agacho e inspecciono la cerradura. Está cerrada con llave. ¡Mierda! Escucho lo que parece una breve risa desde el otro lado de la habitación. Me giro y está apoyado sobre el quicio del arco de la cocina, tiene los brazos y las piernas cruzados. Me mira sonriente y con un intenso brillo en la mirada. Es lo más erótico que he visto nunca.

—Parece que te conozco mejor de lo que creía.

Me ha pillado. Por supuesto que no voy a salir de aquí. La parte de mí que lo necesita tanto salta de alegría y baila jotas. Mientras, mi otro yo, ese ser racional y sensato, me grita al oído que él no es nadie para decidir si debo o no acudir al trabajo. Soy mayorcita y es mi responsabilidad. Gana mi parte absurda e insensata, esa que te ciega cuando estás enamorada, esa que mana romanticismo y locura, la que ahora mismo hace que me acerque a él, lo rodee con mis brazos, olvide que me tiene secuestrada y lo bese apasionadamente.

—No quiero desayunar. Llévame a la cama.

—Después —es una promesa, me encantan sus promesas, siempre y cuando no impliquen alejarse de mí.

Hacemos las paces. Tres veces. Esto ha sido mucho mejor que ir a trabajar. Lo reconozco, sin ningún lugar a dudas. El arte me apasiona y me hace feliz, pero nada se puede comparar con estar a su lado, sentirlo dentro de mí y ver cómo se transforma en la persona más cariñosa y atenta que he conocido. Lleva todo el día cuidando de mí. Sólo le importa mi bienestar, lo han llamado varias veces por teléfono y ha despachado rápido las llamadas. Si esto no es amor... se tiene que parecer mucho, ¿no?

Recuerdo que aún tengo el móvil en el bolso y me levanto a buscarlo. Soy consciente de que paso más tiempo en esta cama que en cualquier otro lugar de este magnífico ático de lujo. Tengo que llamar a Sara, puede estar preocupada. Lo cojo, pero el desdichado no tiene batería. Escucho a Alejandro en el despacho y me acerco a pedirle su cargador. Los dos tenemos el mismo teléfono. Un iPhone 6 sin el que no podría vivir. Hay quienes piensan que es un móvil como otro cualquiera, pero no saben lo equivocados que están.

Me paro antes de entrar, lo escucho hablar con alguien y no quiero interrumpir. Hay otra persona con él en la habitación. ¿Yo cotilla? Nooooo.

Alejandro: «Olvídalo, Marcus. No vamos a seguir con el plan. Está decidido». Se recuesta sobre el respaldo de su silla. Ha tomado una decisión.

El que debe de ser Marcus: «No lo puedes decir en serio. El negocio está casi cerrado».

Alejandro: «No lo vamos a hacer así. Ya no estoy interesado».

Marcus: «No te reconozco. Te está ablandando, no puedes dejar que e...».

Alejandro: «No la metas en esto». Se levanta. Coge un sobre que hay sobre la mesa y lo guarda en un cajón.

Marcus: «Demasiado tarde, ¿no crees?». No me gusta su tono de voz. «Además, ya le han llegado algunos avisos... Sólo falta que firméis la compraventa con nuestras condiciones. Todo el trabajo sucio está hecho».

Alejandro se vuelve a sentar, esta vez derrotado, y se frota la sien. No le gusta perder batallas y el semblante de su cara da a entender que está a punto de perder la guerra.

Alejandro: «Está bien. Acabemos con esto de una jodida vez».

Marcus se vuelve para irse y yo consigo esconderme antes de que me vea. Me meto en la cocina y desde allí observo cómo cruza el salón y cierra la puerta justo después de salir. Esa cara la he visto antes en algún sitio.

Entro en el despacho sin hacer ruido. Lo veo derrotado, abatido. Está sentado tras su mesa. Tiene los codos sobre ella y las manos le aguantan la cabeza. Ahora mismo me recuerda al ángel alado que lleva tatuado en su espalda, totalmente... vencido.

Me huele. Lo sé porque a mí me pasa igual con él. Levanta la mirada y me ve. Los ojos se le vuelven negros y vislumbro la gran angustia que siente a través de ellos.

—No quiero molestar. Necesito hacer un par de llamadas —levanto la mano y le enseño el teléfono que llevo agarrado—. Mi móvil... no tiene batería. ¿Me dejas tu cargador un momento? —le ruego mientras me acerco.

Su semblante desesperado no ha cambiado. Suspira. Me coge por la cintura, tira de mí y me sienta sobre su regazo. Me abraza fuerte, como si eso fuera lo único que lo consolara. Hago lo mismo. Qué bien huele. A jabón. A limpio. A menta fresca. A él. Comienzo mi viaje astral hasta el planeta Alejandro. Aún no ha dicho nada. Después de cinco minutos sin movernos, noto como su cuerpo se relaja, su mandíbula se destensa y sus ojos vuelven a ser de un azul intenso. La oscuridad los ha abandonado por el momento. Me coge las mejillas con sus manos y me besa suave.

—Puedes utilizar mi teléfono.

—Gracias. Pero necesito tener acceso a mi agenda.

Me levanta y, de nuevo en sus brazos, me lleva a la habitación mientras me besa el cuello.

—Necesito estar dentro de ti —lo repite varias veces durante el corto trayecto. Su erección me indica que está totalmente excitado, pero la expresión de sus ojos, el tono de su voz y su cuerpo me dicen que lo que realmente ansía es sentirse unido a mí de esa forma sobrehumana. Su cuerpo demanda de manera urgente el mío como si lo necesitara para no perder la cabeza. Yo siento lo mismo. Y cuando eso ocurre, todo lo demás no importa. Me llena y el placer es infinito, pero nada que ver con lo que llega a sentir mi alma. Se infla y se eleva, resplandece, se siente libre, pero a la vez parte de alguien. Es la sensación más plena que todo mi yo ha experimentado.

Me siento en una silla de la cocina, pongo a cargar el móvil y lo dejo sobre la mesa. Necesito beber agua así que, mientras espero a que cargue lo bastante para poderlo encender, abro el frigorífico, cojo una botella y bebo. Después de lo que acabamos de hacer en la habitación del placer, termino con ella de un trago.

Vuelvo a sentarme y enciendo el terminal. Tengo cinco llamadas perdidas de mi hermano. Son de las últimas veinticuatro horas. Decido escribir un mensaje a Sara y después llamar a Fernando. Abro la aplicación de WhatsApp y empiezo a escribir. En ello estoy cuando el teléfono empieza a vibrar en mi mano. Descuelgo.

—Hola, Fernando.

—¡Dani! —suspira— ¿Estás bien?

—Sí...

—Por favor —me corta—, dime que no estás con Alejandro Fernández.

—No estoy con Alejandro Fernández —miento. Esta vez no me ha costado tanto y, para mi sorpresa, no tengo remordimientos. Prácticamente no he mentido. No está aquí conmigo en estos momentos y no estamos saliendo, al menos, eso creo. Y de todas formas sólo he repetido palabra por palabra lo que me ha ordenado. Acabo de descubrir que tengo otro don. Coger una lógica aplastante, darle la vuelta y hacer que parezca lo que yo deseo. Porque lo parece, ¿no?

—Escucha. No puedo hablar ahora. Estoy embarcando en estos momentos en el aeropuerto. Estaré una semana en Indonesia. Te lo explicaré todo cuando vuelva, pero, por favor, prométeme que no te acercarás a él —habla de manera atropellada, suplicándome, no entiendo por qué, pero es así—. No me iría en estos momentos si tuviera otra opción.

No tiene de qué preocuparse, pero está a punto de colgar y no tengo tiempo de explicarle nada. Ya le contaré todo lo que me ocurre cuando vuelva de su viaje de negocios, así que lo sereno.

—Tranquilo. Todo está bien. Nos vemos cuando vuelvas.

Nos despedimos. Vuelve a repetir que me cuide y tenga cuidado y colgamos. Termino de escribir el mensaje a Sara. Le pregunto si está bien y le digo que no sé cuando volveré a casa. Me contesta al instante: "Estoy bien. Tu hermano ha estado aquí esta tarde. Estaba muy preocupado. Quería hablar contigo, saber dónde estabas".

No entiendo su preocupación. Alejandro no le gusta, eso está bastante claro, pero nunca le han gustado mis ligues, no es nada nuevo. Así que no me extraño de nada. Estoy pensando sobre cómo Fernando se ha podido enterar de mi historia con Alex cuando este me abraza por detrás y me besa el cuello. Puede que tenga alguna idea de cómo mi hermano ha averiguado que nos vemos, al fin y al cabo ellos tienen una relación, algún tipo de negocio entre manos por el que ni he preguntado porque, de todas formas, no me iba a enterar de nada.

—Acabo de hablar con mi hermano —digo sin más.

Deja de besarme y se pone tenso, demasiado tenso. Puedo notar la dureza de su cuerpo, la rigidez de sus músculos y cómo, durante una milésima de segundo, deja de respirar. Intenta que no se lo note, pero es demasiado tarde. Aquí hay gato encerrado y yo pienso abrir la jaula y dejarlo salir. Me giro y me pongo frente a él. Quiero verle la cara.

—Sabe que estamos... que nos vemos.

Su cara no cambia, pero eso no quiere decir nada. Es un respetable hombre de negocios. Supongo que saber mentir y, para sobrevivir en ese mundo, lo primero que aprendió sería a poner cara de póker.

—Nos vemos... —repite. Me atrae de nuevo hacia él, me vuelve a abrazar y esparce un reguero de deliciosos besos desde mi oreja hasta la garganta. Está intentando distraerme. Intento separarme.

—No vas a entretenerme... —sube por el cuello—. Dime cómo puede saberlo —atrapa mi labio inferior.

—No nos estamos viendo... —muerde ahora mi labio superior—. Estamos juntos.

Un momento, ahora sí que ha conseguido que Fernando pase a un segundo o tercer plano. Estamos... ¿juntos? Lo aparto de un empujón.

—¿Qué significa eso? —pregunto.

—Que tú y yo estamos saliendo. Creo que está claro —se está riendo de mí, lo tendrá claro él, yo ni de lejos.

—Pues lo tendrás claro tú —casi chillo.

—Vamos a hablar sin rodeos. Esta conversación se está demorando demasiado —vuelve a agarrarme de la cintura y pega nuestros cuerpos a la altura de las ingles—. Cuando quiero algo... —susurra— y lo consigo..., no lo dejo escapar. Y yo te quiero... a ti.

Dejo de respirar durante unos instantes. Sigue.

—¿Me quieres... tú a mí?

No voy a negar nada. Esta situación no tiene vuelta atrás.

—Sí... te quiero... a ti —estoy completamente enamorada de ti, idiota, me digo.

Nos movemos sobre arenas movedizas. Utilizando un juego de palabras muy peligroso, pero ha empezado él. Cuando esto nos explote en la cara, podré echarle las culpas de las posibles consecuencias que pueda tener.

Estoy en una nube. Me quiere a mí. Pero, ¿me quiere a su lado o me quiere de QUERER? Eso no ha quedado muy claro. Yo ansío que me quiera. Y que no me deje nunca. Y que no me haga daño. Y que no me separe de él... y casarnos, y tener dos niños... un niño y una niña... Desvarío.

«Se te está yendo la pinza».

Lo sé.

Me coge en brazos. Cerca de él, mis pies no tocan mucho el suelo.

—Necesito volver a estar dentro de ti —ruge salvaje.

Yo también necesito tenerlo dentro, así que no pongo ningún inconveniente aunque haya pasado tan sólo una hora desde que salió de mí. Mi cuerpo me pide a gritos su roce.

Él es lo que más me llena. Y no me refiero sólo a físicamente.

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