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TIERRA, TRÁGAME

Nueve años antes.

Joder. Me despierto por el golpe que me doy al caer del sofá. Creo que me saldrá un moratón en el culo. Pero eso ahora es lo de menos. La luz entra por la ventana y poco a poco consigo abrir los ojos y darme cuenta de dónde estoy. En el salón del ático de Álvaro.

Me duele todo el cuerpo por la mala postura en la que he debido pasar la noche, pero hacía mucho tiempo que no descansaba tan bien. No me he despertado ni una sola vez y no he tenido ninguna pesadilla. Me levanto y observo cómo mi compañero de clase sigue durmiendo y no ha notado que ya no estoy junto a él. Le observo dormitar plácidamente y escucho cómo balbucea algo que debe estar soñando. No sé qué hacer. No sé si despertarlo y decirle que me voy, o salir de aquí como si no hubiera pasado nada. Porque no ha pasado nada.

Antes de decidir qué hacer, concluyo que tengo que ir al baño a intentar lavarme los dientes. Cuando vuelvo, está sentado en el sofá con la cabeza agachada, posada entre sus manos tocándose el pelo como si algo le preocupara.

—Buenos días... —le hago saber que aún estoy aquí. Levanta la mirada y me observa. No dice nada.

—Me... me voy. Tengo cosas que hacer —no quiero molestar.

—Es sábado por la mañana —contesta seco.

—Ya, y mañana domingo —espero que pille la ironía.

Camino hacia la puerta.

—Será mejor que me vaya.

Se levanta.

—Espera, te llevo.

—No es necesario. Sé llegar sola a casa —digo sin ningún tipo de acritud.

—Estoy seguro, pero prefiero llevarte —sonríe, al fin.

Se levanta, va a la habitación y vuelve con las llaves del coche en la mano. La situación es rara. Casi ni me habla. Salimos al rellano y llama al ascensor. Estamos en el más absoluto silencio. No ha pasado nada, ¿no? Estoy segura que recordaría mi primera vez. No entiendo por qué nos comportamos así. Soy una inepta en estos menesteres.

Llegamos a la puerta de mi edificio sin decir una palabra. Detiene el coche y, cuando voy a salir de él, coge mi mano.

—¿Haces algo esta noche?

—Pensaba hacer el trabajo de Técnica Medieval, pero gracias a ti ya lo tengo casi terminado. Gracias —sonrío.

—Te recojo a las nueve —está nervioso. Menos mal. No soy la única.

—Oye, no es necesario. No ha pasado nada. Sólo hemos dormido juntos. No...

Me sujeta la cara con las manos, me atrae hacia sí y acerca sus labios a los míos. No es un beso casto, pero tampoco atropellado. Va con cautela, o eso me parece. Empieza lentamente a respirar sobre mí, me roza el labio superior y luego el inferior. Está cerciorándose de que yo también deseo lo mismo que él. Abro la boca dándole permiso para seguir y ahora sí que se suelta y empieza a devorarme. Nuestras respiraciones empiezan a acelerarse. Me levanto y me siento a horcajadas sobre él. No me reconozco.

«¿Qué haces, Dani? ¡Va, no pienses ahora!».

No paramos de besarnos durante un par de minutos. Noto que está completamente excitado y empiezo a danzar suavemente sobre él. Me coge el culo con ambas manos y aprieta sin piedad. Un rato después retira un poco su boca de la mía.

—Será mejor que paremos. Estamos escandalizando al barrio —gira la cara divertido.

Sigo la dirección de su mirada y me doy cuenta de que un abuelo con su nieto nos mira con cara de reprimenda. Son las diez de la mañana de un sábado y a cien metros de mi casa hay un parque infantil. Suspiro.

—Sí, será lo mejor.

Me levanto sin ganas de hacerlo y vuelvo al asiento del copiloto. Me mira y me sonríe.

—Esta noche. A las nueve.

Abro la puerta y me voy. Subo las escaleras desgranando la situación. No ha sido el primer beso de mi vida y desde luego no el primero en un coche. En mis años de instituto lo más normal era morrearte con tu noviete en el auto de su padre. Pero este había sido distinto. Nunca me había sentido tan valiente como para atreverme a llevar la iniciativa, pero me había excitado tanto esa primera aproximación que necesitaba más. Más de él. Más de Álvaro. Necesitaba su contacto, necesitaba su calor, estar cerca de su piel y percibir que sentía exactamente lo mismo que yo. Era así, o eso me había parecido. Estaba impaciente por volverlo a ver. Estaba deseando que llegara la noche y volver a tenerlo cerca.

Entro en mi piso y me encuentro a Clara estudiando sobre la barra de la cocina. Me mira.

—Vaya, tienes cara de haber echado un buen polvo.

No le contesto. No tenemos tanta confianza. La he conocido hace poco más de un mes, justo al empezar las clases. Tenía una habitación libre y yo necesitaba un lugar donde vivir. Poco más tenemos en común o, hasta ahora, no hemos tenido mucho feeling. La saludo con unos buenos días y me dirijo a mi habitación. No necesito dormir, pero sí una ducha caliente. Me arreglo y decido ir de compras. Algo bonito para esta noche. No he salido mucho últimamente, nada desde que me mudé aquí, así que merece la pena gastarme algo de dinero para una ocasión especial.

Recorro las tiendas del centro y, cuando tengo lo que busco, decido ir al parque a dar un paseo y empezar a leer el libro que también acabo de comprar. Hace un día estupendo, el sol luce como debe ser en el mes de octubre y me siento bajo la sombra de un árbol. Cuando me doy cuenta, son casi las tres de la tarde. Siempre me ocurre. Con la lectura pierdo la noción del tiempo. Me levanto y me voy a casa a prepararme algo ligero de comer para poder estudiar un poco.

Suena el portero. Miro el reloj: las nueve en punto. Bajo dando saltos pasando del ascensor intentando soltar un poco de adrenalina. Salgo a la calle y lo veo. Espera apoyado sobre la puerta del coche, con gafas de sol de aviador (que se quita en cuanto me ve), el pelo revuelto, pantalones rotos, unas Converse negras, camiseta negra y una camisa vaquera abierta; pero no es lo bueno que está lo que más me impresiona, es su infinita sonrisa y esa mirada que me hace arder. Se impulsa y se acerca a mí sin cambiar la expresión de felicidad de su cara y me da un beso en la mejilla.

—Buenas tardes, nena —me da la mano y a mí se me derrite el alma, el corazón y pierdo el sentido. ¿Pero cómo y cuándo ha pasado todo esto?

Cenamos unos pinchos y nos tomamos unas cervezas rodeados de gente y ruido. No paramos de hablar. Parece que llevamos toda la vida siendo amigos. Que nos conocemos de siempre y sólo llevábamos una temporada sin vernos. Nos damos cuenta de que somos almas gemelas. Nos encanta el arte.

—Quiero viajar y fotografiar el mundo. —Los ojos le brillan de ilusión—. Enseñar las maravillas que se esconden en él.

—Eso está bien. —Sonrío, contagiada por su felicidad.

—¿Qué quieres hacer tú?

—Siempre he soñado con restaurar obras.

—Me parece bien, pero puedes aspirar a mucho más. Te he visto en clase. Tienes mucha magia ahí dentro. —Me agarra de la mano y la aprieta.

—No sé —encojo los hombros—. Tal vez algún día esté preparada…

—Claro que estarás preparada.

—No me conoces de nada, no sabes cómo soy.

—Sé que eres especial, que puedes hacer lo que quieras.

Vale, ha dicho que soy especial, que me considera especial. Tal vez lo sea, al menos yo no lo creo. Pero me derrito. Otra vez.

Me abre la puerta de su coche con mucha ceremonia, como si yo fuera una princesa y él el chófer de una carroza encantada que a las doce en punto de la noche se convertirá en calabaza. Nos reímos hablando sobre cuentos infantiles y damiselas en apuros.

—Esas historias son las culpables de que muchas mujeres esperen a su príncipe azul para ser salvadas, cuando, en realidad, tienen que salvarse ellas mismas. Cenicienta ha hecho mucho daño.

—Estoy de acuerdo. Pero no me negarás que te morirías por sus zapatos de cristal.

Reímos a carcajadas y, en menos de diez minutos, llegamos a la avenida en la que se sitúa su casa.

—¿Subes? —Me pide aparcando el coche.

—¿Para qué? —tengo los nervios a flor de piel.

—Para dormir —sonríe de medio lado.

No sé qué contestar. Será sólo dormir, o espera algo más. Por supuesto que no me importaría que pasara algo entre nosotros esta noche, pero antes necesito que sepa que sería mi primera vez. Me gustaría que fuera con él, pero prefiero que lo sepa. No quiero que espere de mí más de lo que puedo dar y, por supuesto, en la cama no soy una experta. Es más, dejo mucho que desear. Soy virgen, eso lo tengo claro. Me acordaría si no fuera así, pero he tenido mis rollos y siempre termino metiendo la pata. Suelo hacerlo cuando estoy nerviosa y, aunque no he llegado al final con nadie, he tenido mis experiencias. Mis malas experiencias.

Tuve un rollo de tres noches y, claro, a la tercera cita, el muchacho creía que iba a llegar a la tercera fase, ¡o la décima!, ¡quería follarme el culo! y, por supuesto, por ahí, también era virgen. Y tenía intención de seguir siéndolo, durante mucho, mucho, mucho tiempo, pero él no lo sabía. Por eso prefiero explicarle a Álvaro mi situación y a partir de ahí que actuemos en consecuencia. Tal vez se asuste y no quiera volver a saber nada de mí, pero prefiero eso a tener que salir corriendo porque me pida cosas para las que no estoy preparada.

—Álvaro, necesito que sepas algo —le digo ya subiendo en el ascensor. Lo sé, he perdido mucho tiempo pensando.

—Dime —susurra besándome el cuello y el lóbulo de la oreja.

—Necesito decirte algo... es... importante —él sigue recorriendo mi piel hasta llegar a mi clavícula.

—Así no me ayudas... —sigo.

Me coge la barbilla con una mano, me acerca a él y me besa. Primero despacio y después tan apasionadamente que me deja sin resuello. Salimos del ascensor dando trompicones, consigue abrir la puerta sin separarse de mí y entramos como podemos. En el recibidor me sube a la mesa de cristal y me abre las piernas acomodándose entre ellas.

—Álvaro, por favor...

Jadeo. Jadea. Jadeamos.

Lo que tengo que decirle no hay forma de decirlo si no es soltándolo sin más.

«Tú, dilo, Dani, y que pase lo que tenga que pasar».

Ahí va:

—Soy virgen.

Siento cómo se tensa. Se separa de mí y me mira como si fuera un bicho raro, como si tuviera tres cabezas y ocho brazos. Aún jadea, no sé si es de excitación, o del susto que parece que le he dado.

—¿Qué? ¿Por qué no me lo has dicho antes?

—Llevo intentando decírtelo un rato. Y sólo nos conocemos de hace un par de semanas, no voy contando mi vida privada a la gente. —Me pongo a la defensiva.

—No lo has intentado lo suficiente. Esta mañana...

—Te lo estoy diciendo ahora —lo corto—, cuando has dejado mi boca libre —satirizo.

Me mira como si le hubiera clavado una estaca en el corazón.

—No parecía que te molestara —dice fastidiado.

—Y no me molesta. Esto no cambia nada —lo agarro de la camiseta y tiro de él—. Te... deseo..., sólo... sólo necesitaba que lo supieras. No quiero que esperes de mí nada que no pueda darte, no quiero decepcionarte.

«Para, Dani, no tienes que disculparte por ser inexperta. Recapacita».

Nota el temor en mi mirada y se acerca a mí despacio. Me besa pausadamente volviendo a acomodarse entre mis piernas, pero esta vez de una manera más pausada, diría que tímida.

—Te deseo, Dani. Te deseo desde la primera vez que te vi entrar en clase. Desde que tropezaste con aquella mochila y casi caes sobre mi regazo —sigue besándome—. No he dormido ninguna noche pensando en ti hasta ayer, que dormiste conmigo —baja por mi cuello—. Eres la persona más fascinante que he conocido. No sé exactamente lo que me pasa, pero no puedo dejar de pensar en ti... —besa mi clavícula—, no puedo..., no quiero... dejar de tocarte.

Y fue la noche más bonita de mi vida hasta entonces. Voy a ahorrarme los detalles porque la considero muy especial e íntima. Sólo diré que fue romántico, pasional y, al contrario de lo que me habían contado de la primera vez, fue muy satisfactorio. Álvaro se encargó de que lo fuera. No sabía qué esperar de este momento, pero para mí fue algo mágico maravilloso. Desde luego lo recordaré siempre.

Dormimos toda la noche, abrazados, suspirando y sonriendo cada vez que nos mirábamos. Fue celestial y a partir de ese día me atrapó de una manera inimaginable. Me enamoré de él de forma apresurada e intensa. No tuve que esperar ni un segundo más para darme cuenta. Supe que a partir de ese momento mi vida quedaría ligada a él de una manera u otra para siempre.

*******

Actualidad.

Me siento bien. Cómoda. Caliente. Abro los ojos y me doy cuenta de que estoy en una amplia cama y Alex me mira. Transmite tranquilidad.

Sonrío. Sonríe. Sonreímos.

—Buenos días, preciosa.

—Buenos días, asesino en serie —murmuro. Me vuelve a sonreír, pero con cara de no entender de lo que hablo.

—¿Qué hora es? —pregunto.

—Las siete y media de la mañana.

Me levanto como un resorte y lo asusto con mi ímpetu.

—Necesito estar en la galería a las nueve, tengo una reunión muy importante. Con lo lejos que estamos, llego tarde seguro. Dios mío, no puedo perder este trabajo y el jueves tenemos la inauguración de la exposición. Es muy importante. Viene el dueño de la galería. Necesito que todo salga bien. —Doy vueltas por la estancia recogiendo mi bolso y mi abrigo hablando demasiado.

—No creo que a tu jefe le importe que llegues tarde un día.

—Prefiero no averiguarlo.

Llamo a Berta, la chica en prácticas que me salva la vida en más de una ocasión.

—Hola, Berta. Buenos días. Voy a llegar tarde. He tenido un pequeño contratiempo.

—De acuerdo, no te preocupes. Ya lo sabía. Por aquí todo controlado. No tengas prisa —me responde.

La ha debido llamar Sara y ponerla sobre aviso. Es un sol. Ya le daré las gracias.

—¿Un café́? —me ofrece Alejandro con una taza humeante en la mano. ¿Cuándo se ha quitado la camiseta? Tanta perfección debería estar prohibida. Ese pecho es digno de una oda, mil serenatas y un poema de Shakespeare. Me llega la mandíbula al suelo. Me agacho a recogerla antes de tropezar con ella.

—Voy a ducharme. Cinco minutos y nos vamos. —Cuando se gira le veo la espalda. Tengo que volver a agacharme, esta vez para limpiar la baba que resbala por mi boca. La lleva totalmente tatuada: dos alas enormes y un ángel que llora suplicante cabizbajo la cubre entera. Observo obnubilada cómo sus músculos se contraen dando vida a la tinta, hasta que cierra la puerta tras él y me quedo desolada.

Me lleva a casa. Sube y espera que me duche para llevarme a la galería. No sé si es por educación, o porque no quiere cabrearme más, pero en el camino de vuelta le he dicho que esto no puede volver a pasar y lo único que me ha respondido es que no me preocupe. Mi trabajo es muy importante para mí.

Sara no está. Afortunadamente. No tengo tiempo de entretenerme a contestar sus preguntas indiscretas y no quiero que asuste a Alejandro con ellas. De momento las cosas no han salido del todo mal.

Volvemos a subir en su coche y en menos de quince minutos paramos frente a la galería. No hemos vuelto a hablar. La situación se ha vuelto un poco incómoda, al menos para mí. Parece tenso.

—Gracias —no sé qué otra cosa decir—. Ya nos veremos.

Abro la puerta, salgo y, justo antes de cerrar, me parece escuchar:

—Puedes estar segura.

Arranca, acelera y se va. Veo alejarse su BMW de alta gama negro a toda velocidad y me pregunto si en realidad volveré a verlo algún día, o sale huyendo de mí porque no nos hemos acostado. Esto último es lo más probable. Lo que me ha parecido escuchar antes de cerrar la puerta, ha debido ser imaginación mía. No parece un hombre que se ande con rodeos. En realidad, me ha demostrado que es muy directo. Tendrá a mil mujeres detrás, y a otros mil hombres si le interesara el tema, y no se va a detener en mí: alguien que se ha asustado, ha querido salir corriendo y no ha querido acostarse con él la primera noche. Rectifico, por supuesto que he querido, pero, por alguna extraña razón, no ha ocurrido.

Debo olvidarme de Alejandro. Él mismo lo ha dicho, aunque nos volviéramos a ver, estoy segura de no querer volver a encariñarme de alguien, y este hombre tiene todos los atributos para que cualquier persona, en este caso yo, se enamore de él antes de poder planteárselo. Así que mejor que desaparezca de mi vida antes siquiera de entrar en ella.

El día pasa rápido. Mucho trabajo el lunes. Jose sigue llamándome. A Roberto no lo he visto. No tengo noticias de Alex.

Mucho trabajo el martes. Jose es un pesado. Roberto no ha dado señales de vida. Alex.., estoy intentando olvidarlo.

Mucho trabajo el miércoles. Jose ha desistido. Roberto me ha mandado un mensaje deseándome suerte para mañana. Fernando me ha enviado un correo electrónico disculpándose. Le ha surgido una reunión de última hora y tiene que estar en París hasta el sábado. No podrá asistir a la inauguración de la exposición. Alex... ya me ha olvidado.

El jueves la situación me desborda, no he tenido tiempo de comer preparando la exposición y habré perdido un par de kilos de tanto estrés. Esta noche es la gran inauguración, todo debe salir perfecto. Tiene que salir bien. Es mi oportunidad de impresionar al director general de D'ARTE para que me aumente la responsabilidad, como, por ejemplo, la restauración de las obras que lo necesitan. Es lo que he querido durante toda mi vida.

A las ocho de la tarde llego a la galería vestida con un traje para la ocasión. Un Adolfo Domínguez negro y gris, largo y palabra de honor. Con unos tacones de salón de diez centímetros de altura. No me siento muy cómoda, pero la ocasión lo requiere. Sólo he ido a casa a ducharme y cambiarme de ropa. Sara me ha ayudado a maquillarme y peinarme. En este momento debe estar terminando de arreglarse. Miro el reloj del móvil. Necesito tenerla aquí para tranquilizarme.

A las nueve y media de la noche la galería rebosa de gente y el catering comienza a salir. Sara aún no ha dado señales de vida. Y yo estoy muy alterada y necesito a mi amiga a mi lado.

Diez minutos después la veo entrar por las puertas de cristal, impresionante, con ese vestido rojo atado al cuello y el pelo recogido. Tres hombres la miran con cara de "quiero follármela ahora". Ella se da cuenta, pero no les hace ni caso. Está acostumbrada a deslumbrar.

—Hola, cariño —me besa en la mejilla—, siento haber tardado tanto. Un problemilla de última hora —sonríe con cara de pícara.

Al día siguiente me comentó que el problemilla se llamaba Darío y había aparecido por el piso a última hora de la tarde con ganas de fiesta. Ella le había montado una que seguro le deja resaca durante varios días. No quise saber más. Puede ser muy explícita cuando quiere. Que es... siempre.

—¿Todo bien?

—Todo perfecto. Por ahora —respondo.

—¿Aún no ha llegado el capitán del barco?

—La verdad, creo que no. No lo conozco en persona, pero me hubiera dado cuenta.

—Mira —dice señalando hacia la puerta—, ahí están Roberto y Sofía.

Las dos nos acercamos a ellos y nos saludamos con cariño. Le doy un abrazo a Roberto y me dice al oído que necesita hablar conmigo. No le hago mucho caso.

—Hola, Sofía —también la abrazo—, estás impresionante.

—Todas lo estamos, ¿verdad Roberto? —pregunta sin esperar respuesta, Sara.

Nos reímos. Me disculpo y voy al despacho a hablar con Berta. Necesito saber cuándo llega el nuevo dueño de la empresa. Entro y cierro. Me apoyo en la puerta y cierro los ojos. Berta me mira con compasión.

—¿Un día duro?

—Una semana —me aprieto la sien con los dedos y me doy un pequeño masaje que dura unos segundos, la miro y me entra el pánico.

—No va a venir —confirma mis miedos—. Ha llamado su secretaria. El señor Llorens ha tenido problemas de última hora.

Se me cae el alma a los pies. Llevo esperando este momento más de dos meses. Necesito... Merezco que se reconozca mi trabajo y poder avanzar. Joder.

—Lo siento, Dani. Pero ha dicho que vendría en cuanto pudiera. Tiene que venir, es su galería…

Me siento en la silla desconsolada, pero no me da tiempo a auto flagelarme cuando llaman a la puerta. Berta abre y escucho:

—Hola, ¿podría hablar con Dani?

Esa voz me suena. Le digo que pase y le ofrezco a Roberto que se siente en la silla que hay justo frente a la mía. No tengo fuerzas ahora mismo para poder estar de pie. Estoy derrotada. Berta sale y cierra la puerta tras de sí.

—Dani, yo... necesito que sepas... —carraspea—, lo de la otra noche no fue un error, quiero decir... fue planeado, llevaba mucho tiempo queriéndote besar.

—¡Qué coño...! —no me lo esperaba, estoy sorprendida.

—Cuál no sería mi asombro cuando vi que me correspondías. Llevaba esperándolo mucho tiempo...

—Para, para, para —lo corto—. Roberto, somos amigos, estaba borracha —me toco la sien con una mano—. Tú también lo estabas.

—¿No te gustó? —tuerce la boca en una media sonrisa.

—Sabes que sí, pero no es eso —suspiro—. Tengo mucho trabajo. No es momento de hablar de esto.

Me levanto y me voy. Lo dejo con la palabra en la boca, pero no me importa. ¡No me importa una mierda! ¿A qué coño ha venido eso? Estoy que no salgo de mi asombro. ¿Se ha vuelto loco? ¿Todo el mundo ha decido desquiciarme esta noche?

Salgo a la sala y Berta me está esperando para acompañarme a saludar al mayor benefactor de la galería. Muchos de los cuadros son suyos y parte del edificio también. Intento serenarme, no puedo caer por el precipicio en el que me muevo en estos momentos. Mañana tendré tiempo de llorar mis penas y mortificarme, y, con suerte, convencer a Sara para emborracharnos aprovechando que es viernes por la noche y estamos libres y solteras. Estoy segura de que no pondrá inconveniente alguno. Chupitos. Necesito chupitos. Y un enorme gin-tonic en copa de balón.

Sigo a mi compañera en prácticas hasta el centro de la sala donde un grupo de personas hablan alrededor de una escultura de un nuevo pero prometedor artista.

—Disculpe, señor, le presento a Daniel Sánchez, directora de la galería. Daniel, el señor Alejandro Fernández, director general de MKD y dueño de muchas de las obras donadas.

«Tierra, trágame. ¿Dónde coño están esos chupitos?».

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