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18 de septiembre de 2018 Somos bomberos del conflicto, no pirómanos

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Hace un cuarto de siglo mi mentor en aquellos primeros años como abogado imberbe me dijo algo de lo que luego escapo como gato escaldado: “los peores pleitos son los de familia y vecinos”; y no por su complejidad jurídica sino por la conflictividad visceral que generalmente encierran.

Pero en ocasiones, uno tiene que asumir asuntos de derecho de familia o con derechos reales en liza, pues determinados clientes precisan nuestros servicios también en estas materias; pero si puedo intento derivarlo a otro compañero más versado en lidiar entre la sinrazón que por lo general invade un conflicto de estas características.

Otras veces no puedo y así ocurrió hoy con una clienta que requirió mis servicios para ocuparme de un asunto menor relacionado con un vecino que además es familiar. La tormenta perfecta pensé, y más cuando se me plantea que no sólo resuelva el problema (el acopio de materiales de una industria sin respetar las distancias y prevenciones reglamentarias), sino que vaya más allá, y aunque sea matando moscas a cañonazos, intente el cierre de la actividad industrial por ciertas cuestiones urbanísticas y medioambientales que no eran en sí mismas el problema que aquejaba a la clienta.

La señora, harta de desplantes, ninguneos y de cierta soberbia vecinal/parental se cansó y poco menos que me dio carta blanca para sacar toda la artillería jurídica, y como en las antiguas batallas navales gritar eso de fuego a discreción.

No soy de los que gustan de avivar el conflicto, máxime cuando estás dando más munición de la que necesita el cliente para resolver su problema. Ya suficiente polvorín es un problema enquistado en conflictos familiares y excesos vecinales como ponerte a echar gasolina al fuego dando ideas de cómo hacer todavía más daño, al contrario.

Por eso, aun a riesgo de parecer timorato, hice ver a mi clienta que podíamos amagar con una serie de acciones, previo estudio de las posibles ilegalidades, para intentar resolver su problema llegando a un acuerdo, enterrar el hacha de guerra (lo de la pipa de la paz mejor dejémoslo para otro momento de reconciliación), evitando así terminar envueltos en una espiral de denuncias que tardarían años en resolverse entre la burocracia de varias Administraciones con competencias en la materia.

Habrá quien piense que flaco favor le hago a la cuenta de resultados de mi despacho si renuncio a asuntos mayores por plantear soluciones menores, pero soy de la idea de que otra forma de trabajar es pan para hoy y hambre para mañana, pues la confianza del cliente la perderemos más temprano que tarde si no somos capaces de poner mesura y prudencia cuando precisamente faltan por la ofuscación a que conducen las enturbiadas relaciones personales.

Mi clienta, una mujer de edad avanzada, bien formada y con una exitosa carrera empresarial junto a su marido, meditó mi plan-teamiento y tras unos breves instantes de reflexión me dijo: “adelante Eugenio, procede así, intenta el acuerdo y haz que mi primo (el vecino díscolo) recapacite y le vea la orejas al lobo”. Satisfecho, aunque con cierta sorna le contesté: “aquí el lobo es el vecino, yo soy el cazador”.

La soportable gravedad de la Toga

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